En los ojos azules de Brenne Laguna, herencia paterna, se traslucía la determinación de quien conoce los hechos en profundidad: mientras comía con la dama del castillo y otras cortesanas, al otro lado del castillo, un estruendo terrible se oyó. Los Guardias alertaron, pero ella lo vio claro: él había entrado a robar.
Otra vez.
Había intentado azuzar contra él a los Guardias dorados, pero su rey se lo había denegado, y sólo puso en el caso a los Guardias rojos, los patrulleros.
Pero su osadía lo había llevado a cometer otro error, y ésta vez, con la escolta púrpura bajo sus órdenes, se arrepentiría de ambas veces.
Bajaron con celeridad a las mazmorras, adonde los Guardias lo llevaron en cuanto lo atraparon. Toda la región conocía su incidente, por lo que los Guardias estaban avisados de que esto podría ocurrir. Así, usaban a lady Laguna como testigo para juzgarle, si no, lo habrían matado en el acto y ella se quedaría sin venganza.
Y es que el bribón, no sabría decir si por casualidad o por motivos pecunarios, la había cogido en pleno adulterio con su mayordomo personal, un fornido y moreno hombre de las costas. Los había visto y se había ido, sin robar nada, o eso creía ella, por lo que se inclinaba por el poder del dinero. Si era así, aún no habría revelado su secreto, y podría callarlo. Así, asustaría también al pagador.
Llegaron enseguida a la celda. Brenne se quiso recrear en su cara de sufrimiento… pero no recordaba su cara. Bueno, había pasado dos días muy intensos, con muchas cosas en la cabeza: contratar protección, reforzar su casa, asegurarse de que nadie más sabía su secreto… No pasaba nada, en cuanto lo viera, lo recordaría. Seguro.
Mas al abrir la puerta, ese anhelo se quebró. El rostro que vio era de ojos pequeños, hirsuto, lleno de cicatrices y boca grande. No se parecía en nada al de su hombre… o quizá si. Era una sensación extraña.
- Mi señora, es él? - Inquirió uno de los guardias.
No supo qué contestar. Se quedó con la boca abierta, dudando entre hablar o no. Podría serlo, sí. Como también podría no serlo. Las miradas de confusión eran evidentes entre la escolta. Y cada vez más en su rostro.
- Es o no es?- Le preguntó acuciante otro Guardia, al parecer sin tanta paciencia como su colega.
Los nervios de Brenne la inundaron. Cómo podía fallarle su manera de aquella manera? Estaba conmocionada, casi presa del pánico. Era como si el rostro de su atacante te transformase en el ladrón que tenía enfrente a ella, como si la cara del ladrón y del prisionero se mezclasen, hasta el punto de pensar que había soñado su atraco. Era imposible que el rostro de un hombre estuviera a la vez en el del cautivo. Pero cómo podía estar el rostro de un hombre en el de otro? Acaso la magia de la cara era tan impresionante que le hacía tener todos los rostros y a la vez ninguno? Cómo era posible aquello? Se mandó calmarse, y se puso a pensar: “Nadie conoce su rostro, ni siquiera yo. O eso parece. Y estoy empezando a perder credibilidad entre la escolta. Debo ser firme”
- Si, es él. Me ha costado reconocerlo debido a que era de noche cuando entró. Matadlo.
- Pero mi señora, el proceso…
- Déjate de procesos! Él es culpable! Acaso no te sirve mi testimonio? Tendré que acusarte de desobedecer a una señora de tan antiguo linaje como el mío? En serio tan poco aprecio le tienes a tu vida cómo para desobedecerme?- Rugió lady Laguna.
- Cla-cla-claro que no, mi señora. Yo mismo acabaré con él. Rath, escolta a la lady Laguna a sus aposentos.
La cara del prisionero se hizo una oda al miedo y la desesperación ante el último vistazo de Brenne. Acompañada por el Guardia, subió las escaleras entre gritos de terror y tortura. Mientras, aunque no lo exteriorizaba, seguía preocupada por el hechizo que le impedía acordarse de su atacante. O que la confundía con ese prisionero más muerto que vivo. Ya no estaba segura de nada. Pero cuando todo volvió a la calma, se olvidó de tal asunto.
Mientras las tribulaciones de lady Laguna tocaban a su fin, a un día de camino hacia el Oeste, Cleptómano robaba ropa de una carretilla detenida a un lado del sendero. Era de arpillera. Picaba un montón, pero si se cambiaba, no le reconocerían.
Y es que su cara era muy particular. Una vez su padre, herrero en un pequeño pueblo del Valle, le había explicado que tenía la cara de todos y de ninguno. Una cara lisa, llama, sin anda que llamase la atención, pero que tenía algo que siempre estaba en todos los rostros, por eso siempre lo confundían, incluso su padre. O pasaba desapercibido. Cuando no jugaba con sus amigos durante unos días por tener que ayudar a su padre, tenía que recordarles quién era. O que ese chico nuevo no era él en absoluto. Aunque se había librado de muchas palizas gracias a aquello. Y de la cárcel. Incluso de la Guardia. Y eso que siempre se confundía: a veces eran pequeñas cosas, como lo de la fruta, pero otras algo enormemente funesto, como el incidente de la viuda: ella rica, solitaria, sin apenas guardias. Golpe fácil. Pero se confundió de casa. Los muros eran iguales y casi no había guardias, pero al legar a la habitación, luego de dar muchas vueltas y visitar muchos cuartos, se encontró a lady Laguna, importante dama de la corte con un mancebo guapo en pleno acto… y más le valió correr por su vida. Por culpa de eso, tenía a todos los patrulleros en sus talones, aún sin saber si quiera su rostro.
Oyó el roce ropas contra la maleza. Cogió la ropa y se fue rápido. Se cambió, ocultó sus ropas y emprendió un nuevo camino hacia sabían los Dioses dónde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario