Sed bienvenidos
Sentaos si queréis. O permaneced de pie. Pero si queréis oír historias, mejor será que paguéis
viernes, 28 de diciembre de 2012
Celptómano XV
Luego de muchos meses a la deriva, Cleptómano llegó sano y salvo al Cruce. Por el camino, se encontró con tortugas parlantes, genios malignos, tormentas y vendedores de seguros, pero eso os lo cuento otro día.
lunes, 17 de diciembre de 2012
Cleptómano XIV
Poco a poco iba saliendo el sol y las sombras se veían reducidas a meros jirones. Torres de metal y piedra se recortaban entre cielo, bosque y montaña. Todas las líneas y aristas se definieron a medida que amanecía. Una inmensa fortaleza, casi tan grande como la misma isla, dominaba el paisaje. Tan grande era que se divisaba a cientos de leguas mar adentro. Se hallaba en una comunión casi perfecta con su entorno: las murallas se elevaban allá dónde la montañas subían y no coartaban al bosque, que crecía dentro y fuera de ellas, adornadas con musgo y plantas trepadoras. La fortaleza hacía lo propio con la decoración arbórea, sin embargo, cada torre era alta como la más alta montaña, salvo la torre central, que lo era incluso más. Decían que desde ella, en días despejados, podían verse los altos edificios de Cienrrios, e incluso Gran Fauce. Exageraciones, por supuesto, tal como comprobó Riënna unos días después de comenzar su cautiverio. Al principio, pudo recorrer toda la fortaleza con la libertad de un pájaro. Se perdía a menudo. La torre principal comunicaba con varios pabellones más, 7 u 8 a su juicio, cada uno con su particular decoración y distribución. Había uno que daba a una cala usada como puerto.
Mas ahora estaba atrapada en la torre más alta de todas, gracias a las triquiñuelas de ese prestidigitador de pacotilla que se hacía llamar hechicero. Con suaves palabras la trajo a su guarida, y con palabras más fuertes, acabó por encerrarla en lo alto de todo. Al menos las vistas eran preciosas y la comida no escaseaba.
Cuánto tiempo había pasado? Años? Décadas? Todo una vida, a su juicio. Bien que le empezaba a escasear: hilaba los pensamientos… no los hilaba. Vagaba entre una cosa y otra sin darse cuenta de dónde estaba o cómo había llegado allí. Los recuerdos comenzaban a distorsionarse. Cuándo había conocido al mago? En Armindol. No, no, ella nunca había estado allí. Bueno, sí, una vez, con sus padres, en su niñez. No, sólo con su padre. Y no era tan niña. Tanto da, se había quedado patidifusa ante las maravillas del continente: Antorchas que no se apagaban nunca, carruajes sin caballos, arcos que herían sin flechas… hasta en su habitación tenía un espejo que proyectaba imágenes en movimiento. No sabía cuál era el conjuro que lo activaba, pero cuándo su captor la encendía, se pasaba horas embobada, viendo a otras gentes moverse y hablar, allí, en pequeño… Qué maravilla la magia!
Se tumbó en la mullida cama, boca arriba. El techo de su lecho consistía en un caleidoscopio de colores bailarines, que no paraban de moverse. Ahora que estaba encarcelada en la más alta torre, poco más podía hacer, salvo comer y dormir. Ojalá volviera pronto y le encendiera su espejo! Tardaría días. No sabía qué hacía o a dónde iba, pero desaparecía una temporada regularmente, y ella era el único ser viviente de la fortaleza. Mientras era libre lo había comprobado, no había nadie más. La comida seguía llegando, y en los cajones, había todos los días ropa limpia. El agua estaba caliente siempre. La habitación variaba su temperatura según la estación. Luego de dilatadas cavilaciones, había llegado a la conclusión de que el mago era algo más poderoso de lo que parecía.
Mas tampoco debiera de serlo mucho. Había necesitado toda la fuerza de sus palabras para que lo acompañara a aquélla isla perdida y solitaria. Le dijo que era su sol, su princesa, le hacía regalos. Mas ella lo rechazaba, era demasiado viejo. Sus padres, en cambio, tenían otros planes. Los armindolienses tienen gran poder. Por ser duques de una tierra baldía en el centro del Cruce, la habían vendido a… cómo se llamaba? Uno de esos nombres extraños, seguro! Aricoménides o Heuloportis o incluso Carímides. Tanto da. Se quedó dormida.
Al despertar, el olor de pollo frito con patatas y huevos revueltos. Lo bueno de esa dieta era que iba poco al baño. Cosa nada despreciable: aunque la magia de Seliópodo no dejase de funcionar, una nunca sabía hasta que punto un mago ha reparado en los detalles. Ellos chasquean un dedo y tienen fuego para asar sardinas, así que resulta normal que se olviden de poner agua ilimitada y bien limpia.
Comió con avidez. Después, fue a su balcón. Hacía un sol radiante, sin una sola nube, pero la costa del Cruce no se veía. Ni siquiera Cienrríos. A lo mejor era porque estaban en dirección contraria. No recordaba muy bien en qué dirección estaba nada. Tampoco estaba segura del tiempo que hacía cuando llegó. Solía recordarlo con sol, pero quizá lloviera. La ayudó a instalarse el la más alta torre y la paseó por la fortaleza. Ella intentaba evitarlo siempre que podía: frecuentaba los pabellones que él no, y ponía como excusa tales aventuras para llegar tarde a la cena. No le importaba, siempre se quedaba con ella, viéndola comer e intento iniciar alguna charla insulsa. Mucho tiempo estuvieron con esa rutina. Hasta él la intentó iniciar en la magia, pero a ella reimportaban bien poco la termodinámica o el aerodinamismo. Si esos eran los rudimentos para llamar al viento, prefería quedarse en tierra.
Volvió a entrar y paseó sin rumbo durante un rato. Creyó ver una mosca. Cómo conseguían llegar tan alto, siendo tan pequeñas? Los animales tenían su propia magia, sin duda. Continuó esa línea de pensamiento en el baño. Siendo mosca, para qué iba a ir a una torre tan alta. No lo necesitaba. Se contentaría con volar de aquí para allá, comiendo y zumbando bajo el cielo azul. Una vez, Dariómiges le dijo que las moscas sólo vivían un día. Qué vida tan corta como para desperdiciar de aquel modo! Mejor aprovechar y saborear frescas manzanas. No como ella, que ni mosca había podido ser! Sólo una pequeña e inocente niña. Y ni eso le quedaba ya. Un poco más, y ni sus recuerdos.
Sin pensarlo mucho realmente, se quitó la ropa nada más salir del baño y a medio camino del armario, se sentó en el suelo, mirando hacia una esquina en el techo. No había nada especial, sólo era una esquina, una confluencia entre paredes y techo. Pero, por una indescriptible cadena de pensamientos, que pasaban desde un rábano hasta el foso encantado de Lord Cenizagrís, le recordó a su amigo, Lusos “Relámpago” Epsein. Era muy rápido y una vez le regaló un peluche al que trataba como a un hijo. Lo pasaban muy bien brincando en el patio de su padre. Luego llegó el viejo, con su barba, sus ojos cansados y su afán de herederos y no lo volvió a ver. Mientras se preguntaba que había sido de él, otro pensamiento iba cobrando fuerzas detrás de ése. Tenía que vestirse. Acabó el recorrido hacia el armario, y cogió una blusa y una falda rosas (Qué remedio! No había otro!). Más que nada para tapar su cuerpo. No le gustaba verse desnuda.
Una música la rescató de su ensimismamiento con los colores. Era curiosa, no había nada que la tocase, pero sonaba. Siempre, a la misma hora. Tal era su poder que no necesitaba músicos, del aire surgían bellos acordes y armoniosas voces. Y eso que a veces parecía no ser más que otro prestigiador de ésos que estaban al pie del castillo de Gran Fauce. Como aquélla al encender el juego; el juego de manos que usó para ocultar la cerilla fue evidente. O la vez que quiso encamarla. La durmió con una droga. Cuando abrió los ojos estaba paralizada. Cerró los ojos, para no ver, y viajó con su mente, lejos, muy lejos. Se sintió sucia cuando el bajó. La cosa se repitió, pero sin drogas. Un tiempo más tarde, le gritó no sé cuantas cosas sobre los ovarios y demás supersticiones y allí la encerró. De vez en cuando, aún se pasaba, pero era cada vez menos a menudo y durante menos tiempo. A veces pensaba si no tendría a otras en otras torres. Se enfurecía, se sentía dolida, y rompía con todo. Al día siguiente, todo volvía estar en orden y se consolaba pensando que, aunque hubiera otras, ella era especial. Estaba en la más alta torre, al fin y al cabo. Prisionera, pero grande.
Volvió a salir al balcón. Comenzaba a enfriar. Acordarse de eso de aquella forma la dejaba siempre triste. Seca, la llamada Geomecódes. No entendía del todo, pero comenzaba a entender. Ni la sangre de la luna ni la cigüeña vendrían. Todo acabaría pronto si se tirase del balcón. Pero aquél viejo la quería, en el fondo. Si no, no la tendría en la torre, tan bien cuidada. En efecto, era forma peculiar de querer, pero cada uno tiene la suya. Igual que el gallardo Royice mataba dragones por su amada o el bufón Esberil la hacía sonreír. Cuentos que le contaba Lusos. Qué habría sido de Lusos? Le había regalado un peluche. Qué sería de aquél peluche? Pelosuave lo llamaba. O quizá Señor Suave? Dormía con él y lo hacía comer. No estaba en su equipaje cuando se fue a vivir a la isla con el viejo. Se tumbó en la cama y se adormiló entre sollozos y recuerdos de su juego de té con el jugaba a princesas.
Despertó. Sintió la humedad de la almohada en plena cara. Se preguntó dónde estaba y porqué su ayudante de cámara no estaba a sus pies poniéndola al corriente de todo lo que tendría que hacer en esa mañana. Poco a poco fue situándose. Qué dulces momentos previos al recuerdo! Cuándo sus padre no habían hecho esa fiesta para la nobleza, a dónde habían acudido todos los nobles y grandes caballeros. Recordaba a ser Lansloth contando historias con fingida humildad, y haber visto al mísmisimo rey del Cruce a pocos pasos de ella… o quizá había sido su secretario? No recordaba. Pero si recordaba la primera vez que el viejo Céfrides se fijo en ella. Porque había sido en esa fiesta, no? O en otra mucho más posterior? No era capaz de estar segura. Recordaba las palabras hacia ella, las charlas con sus padres, los regalos… y la isla, siempre la isla. Cómo quisiera ser una mosca!
La puerta se abrió detrás de ella. Al girarse pudo ver como una especie de tenazas, de esas como las que usaban los criados para echar troncos al fuego, le dejaban la comida, algo que el mago llamaba “pasta“, y comenzaba a cerrar la puerta. Riënna, rápida como el rayo, se abalanzó tan impetuosamente que consiguió agarrar la puerta antes de cerrarse completamente. Comenzó a tirar hacia ella. Quería escapar, ver a sus padres, a Lusos, a su osito, ser una mosca… le sonaba que la gente decía “un pájaro”, pero jamás había visto un pájaro por allí, así que tan libres no podrían ser. Un fuerte tirón la despertó de la ensoñación y haciendo acopio de fuerzas, ganó el terreno perdido. Un destello rojizo surgió por detrás de la puerta. Sin dejar de tirar, se asomó. Una horrible cara, sin expresión alguna, estaba al otro. Del susto, las fuerzas la abandonaron. Soltó la puerta. Volvía a estar encerrada.
Cenó sin ganas. No estaba siendo un buen día. Al menos, de día ya quedaba poco. Dormiría y mañana sería otro día. Quizá volviera el mago y le encendiera la tele o jugase con ella al ajedrez o algo. Quizá cambiase de opinión y podría volver a ser libre por el castillo. Una mosca recorriendo cada palmo del palacio. Como aquella vez que encontró una sala de juegos en uno de los pabellones. Carros sin caballo y caballos de juguete, castillos en miniatura y divertimientos que funcionaban solos. Incluso alguno emitía sonidos sin tener boca. Ser un mago tan ingenioso y poderoso tenía que ser magnífico.
Salió de nuevo al balcón. Hacía frío. Las estrellas casi habían salido y la luna se veía sin problemas. Más que nunca, quería esa música incorpórea que el mago sabía hacer sonar. Sentía gran nostalgia y algo de miedo por ese demonio de brazos de hierro que le traía la comida. Suponía que era inofensivo, un ser invocado del mismo infierno para servir a Geomincas, pero no era tranquilizador precisamente. Claro que ella tampoco había sabido darle alegrías. Su risa, otrora contagiosa, sólo hacía reír al eco. Estaba seca, y no podía hacer nada al respecto. Quizá su mago había ido a un remedio. Volverían los cumplidos, los regalos, la mosca, como al principio. Quizá le diese su oso. Echaba de menos a su oso. Ingenua que era ella! Ese prestidigitador de pacotilla estaría por ahí, con sus libros de palabras mágicas. “Blefarostomía”. “Res Pública”. “Compilaciones”. Que le den a él y a todas sus palabras inútiles!
Entró furiosa. El único ser humano en la fortaleza jamás le había hecho caso. Que le jodan! Empezó a patear el mobiliario, a tirarlo, a romperlo. Manos y pies sangraban a chorro, pero no dolía. No más que el abandono, la desesperación, la soledad, el cortarle las raíces sin ninguna razón. Estaba agotada cuando acabó. El suelo y ella estaban llenas de astillas. Se durmió sin más.
Al despertar y mirar a su alrededor, estaba tumbada en un colchón comodísimo, con el desayuno y la comida en una mesilla al alcance de su mano y el mobiliario en perfecto estado. Todo era de metal.
Picó un poco del pan tostado y zumo caliente de lo que habría sido su desayuno y alguna almóndiga (o así las llamaba Herípiades). Lo dejó casi todo. Se fue al baño a ducharse, y cuando volvió a salir, los platos ya no estaban. El demonio se los habría llevado. Ya no le incomodaba el hecho de convivir con un demonio. Es más, nuevas dudas afloraban en ella: qué comería? De dónde vendría? Dormiría? Cómo sería su vida? Seguro que era mejor que la suya. Él al manos podría ir a su dimensión oscura y pasear entre los engendros y horrores infinitos que le deparaba su, suponía, querido hogar. Ella sólo podía soñar con moscas y espejos que hablaban.
Un susurro, un murmullo, algo humano se oyó, lejos, bien lejos. Riënna dio un brinco. Al fin! Su mago, su captor, su poderoso hechicero estaba de vuelta! Alguien con quién halar, con quién jugar! Le pondría la tele. Y quizá esta vez volvería a dormir con ella y todo se arreglaría para siempre. Sería otra vez pájaro… no, mosca, que llegan a todas partes! Rápidamente se vistió y se sentó, expectante, al borde su cama. El corazón le retumbaba por todo el cuerpo. Le brillaban los ojos. Jamás había estado tan emocionada en su vida. Se levantó y empezó a caminar de un lado para otro. Ya estaba mayor, pero tampoco podía tardar tanto en subir unas escaleras, no? Era mago, podía levitar, por los Nueve! Luego se arrepintió de la exclamación. No le gustaban los dioses. A ningún armindoliense le gustaban, o al menos, a los que conocía. A ella le habían dicho siempre que ellos habían traído la civilización, los dioses, la auténtica vida. Sus salvadores. Era cuanto menos contradictorio. No le había dicho su tío algo de que no tenían libros o no que sé? Su padre le había dicho que pensar esas cosas era blasfemia y que su tío sería torturado en la otra vida por todas las cosas que decía, así que procuraba siempre ser respetuosa, ya que devota del todo nunca había sido. Y menos dentro de la isla.
Ruido de pisadas. Inconfundible! El material de las suelas de sus zapatos hacía un ruido diferenciable de todo aquél que pudiera haber escuchado alguna vez. Enfrente de su puerta, paró. En esos expectantes segundos, se echó hacia delante, emocionada. Adiós soledad! Comenzó a girar el pomo. Crujieron las bisagras. Su figura salió de la penumbra, cruzó el umbral y ella, corriendo, lo abrazó con pasión y alegría.
No había cambiado nada. El pelo blanco seguía rizado y alborotado. La barba le llegaba hasta el vientre y su blancor le resaltaba los ojos verdes, sabios. Vestía una chaqueta de largas mangas que le tapaba los pies, cubiertos con un calzado hecho de dura piel negra. Un extraño pantalón de tela dura y varias capas de camisas de distinta forma daban un aspecto desaliñado, nada parecido al poderoso mago que era. Hoy había algo que no llevaba puesto. Era esa sonrisa afable que siempre ponía.
- Hola! - dijo sin soltarlo, con una sonrisa de oreja a oreja - Qué has hecho? Me he sentido muy sola! - Comentó ya un poco más distanciada.
- Aparta, zorra - la empujó sin siquiera mirarla. Riénna cayó al suelo, con fundida.
- Pero… pero… - balbuceó.
- He dicho que te calles, imbécil!! - Gritó. Usando su cetro metálico, que llevaba escondido bajo su manto, le lanzó una cómoda del nuevo mobiliario. Impactó a dos metros de su cabeza. Cayó a dos metros a su izquierda. Comenzó a llorar.
- Deja de llorar y levántate! - Riënna no se movió - Si crees que no mataré, estás muy equivocada! Levántate o ese armario te destrozará ese cuerpecillo tuyo! - Esta vez, sin cesar de llorar, la chica se levantó. Avanzó, sollozando, hasta él - Siéntate - No se movió - Siéntate maldita puta! - Le dio una bofetada. Se sentó.
- Bien, Yerma - dijo pausadamente, mientras se levantaba - Como no te has molestado, en estos 20 años en aprenderte mi nombre, yo tampoco me aprenderé el tuyo - un hipido de Riënna. El brujo la miró con desprecio y le dio la espalda.
>> Veinte años… como pasa el tiempo, eh? Y tú igual que cuando llegaste. Sigues siendo la chica asustada, la cabeza a pájaros y la simpleza del yo-yó. No, no me preguntes que es un mi-mí, como haces siempre, bárbara inculta. Ni te has molestada en saber de mi cultura. Sólo querías a ese chico al que cada día le cambias el nombre, al oso andrajoso que tú misma tiraste por el balcón y tu hogar, del que te has olvidado. Ni tu nombre sabes ya, Bárbara. Quise tener un hijo contigo. O una hija, ya me daba igual. Pero resulta que estás más seca que la Desolación! Por ello, Estrella, he tomado una decisión.
Había dejado de llorar. Tenía los ojos secos. Cómo llorar ante tal discurso? No entendía qué tenían en su contra. Acaso no había sido buena? No seguía la misma que cuándo entró? Cuando todo era hermoso…
- Hay otra - ella dio un respingo - Si, no te sorprendas. Por qué crees acaso que te subí aquí? Porque te quiero? Ja! No eres más que una estúpida ilusa, Beatriz. Es verdad que te tengo cariño. Por eso estás aquí. El embarazo de Hassien fue duro, por eso venía aquí, para envainarla. Sólo fuiste un objeto, Jasmine!
Estaba muda. Qué era todo aquello? Una prueba. Si eso, una prueba. Pero ella la superaría. Llevaba allí desde siempre, y siempre estaría allí. Con él. Se puso de pie, sonriente, dispuesto a besarlo, tal que antes
- Ni te muevas, hija de mil putas! - amenazó mientras con el brazo derecho desenfundaba su cetro a la velocidad del rayo. Frenó en seco - Ni te muevas. Bien, así me gusta. En resumen, mi bondad se ha acabado ya. Podrías haber sido la mayor y más hermosa princesa Armindo, aunque sólo fueras una inculta bárbara. Nuestros hijos heredarían mis títulos seríamos poderosos. Has perdido ese honor para siempre, estúpida. Adiós - Apretó los dedos.
Ella saltó. No supo por qué, pero saltó. Miles de plumas volaron por la habitación. Y antes de que acabaran de caer, se encerró en el baño, con su puerta dy hierro.
- Sal de ahí, cacho zorra! - gritó mientras con sus rayos hacía temblar la puerta - No lo hagas más difícil, mujer!
Entre estallido y estallido, podía escuchar sus sollozos. Acuclillada en el suelo, con la cabeza entre las piernas, rezaba como nunca había rezado y trataba de comprender porqué el único hombre de su vida la trataba de matar. Nada tenía sentido. Ella era buena. No deseaba a otro hombre si no a él. Le tenía en suma devoción. Porqué, porqué ahora? Era por querer volver a casa? Por querer ver a Rucko? Por su osito? Eso no significaba nada! Era un terrible malentendido! Tenía que aclararlo cuanto antes o acabaría muerto y él sin saber la verdad, disgustado por haber contado tantas mentiras. Y así se arreglaría, volvería ser una mosca y todos serían felices… La puerta cayó, haciendo un estruendo de mil tormentas.
- Y ahora, zorr… - no pudo acabar. Salió del baño disparada, derribando a su captor. Ello la hizo tropezar, y rodó hasta cerca de dónde antes se hallaba la cama. Llena de polvo comenzó a sollozar.
- No, no lo hagas… sé porqué me has mentido y te perdono. Yo sólo quería ver a Uros, y tener mi osito y… y…
- Oh, vamos, cállate - balbució mientras se ponía en pie.
- No… déjame terminar… yo sólo quería… no quería que tú… sólo te quise a ti… pero quería ir… a visitar.. - Un rayo mágico le rozó el hombro. Dio un grito de dolor. Escocía y sangraba.
- Tus padres están muertos, so zorra - Disparó de nuevo, pero fallando a propósito. Ella se incorporó un poco. Él se puso al lado de la ventana, cerca de la salida. - Ya está bien de mierdas - Apunto el cetro con firmeza. Ella cerró los ojos. Oyó algo de estática en el aire. Pasos. El chirrido de unos goznes. Un golpe hueco. Un grito que poco a poco se apagaba. Y una voz nunca escuchada gritar: “Oh, mierda! Oh mierda!”
Abrió los ojos. La voz pertenecía a un chico bajito, más o menos de su edad, con el pelo largo. Estaba asomado al alféizar. Parecía nervioso. Se bajó y salió rápidamente. Ni siquiera había reparado en ella. Se entristeció un poco, le gustaba que las visitas le hablasen, sobre todo ya que se había acabado el alboroto. Se puso de pie vacilante y fue hasta la ventana. Se asomó a la ventana. Y comprendió. Se acabó ser una princesa en una torre. Ahora era una mosca y podría ir a dónde quisiera. Cruzó el umbral. El extraño no estaba. Bueno, si la vida era buena, se volverían a ver y se lo agradecería. Tenía asuntos pendientes.
Descendió las escaleras con cuidado. Eran empinadas y estrechas, en forma de caracol. Trescientos setenta y seis escalones, todavía se acordaba. Los contó la primera vez que subió allí. También la última vez que subió. Y como no podía ser de otra forma, la última vez que bajó los volvió a contar. No tenía mucho sentido, ya que el número se lo conocía. Eso daba igual, ahora era una mosca, por fin. Iría a dónde quisiera, vería a quién quisiera, haría lo que quisiera. Pero había una persona antes de irse a la que tenía que ver y preguntar. Oh! Pues era trescientas ochenta y cuatro…
A qué pabellón iría? Necesitarías días para encontrar, en caso de que no se movieran de allí. Recordaba vagamente una sala de armas en el pabellón dónde estaba. Decidió empezar por allí.
Perdió al noción del tiempo, pero la encontró. Ocupaba un ala entera y dos pisos. Tan grande como las cocinas. A continuación iría allí, sabía bien dónde estaban. Deambuló, despacio, por el salón. Ningún arma le llamaba especialmente la atención. Nunca había sido belicosa. Ni siquiera le gustaban los torneos. Varias veces había acudido a los de Vilañeja, pero ella había preferido irse a brincar por el pueblo, comer y jugar con su amigo… Wilwo. Luego llegó Hesiopodias y sus palabras y la soledad. Ahora él volaba como un pájaro. De esos que no sabían llegar a ninguna parte. Se decidió por un sable de plata que reflejaba su cara.
De camino a las cocinas, reflexionó sobre su rostro. No se había visto desde que subiera a la torre. Llevaba el pelo alborotado, con color pajizo apagado. Sus ojos eran tristes, carentes de brillo, enrojecidos. Su boca había abandonado esa sonrisa sempiterna que tenía de niña.. Se estaba volviendo fofa. Todo eso por culpa de esperar a un prestidigitador de pacotilla que nunca había sido suyo. Se sorprendió de su pensamiento. Pero luego profundizó más en él. No, él sólo la quería para… eso. Y cuando empezó a descubrir que “eso” era justo lo que ella no podía hacer, la abandonó. Se buscó otra. Otra! Cuando ella se había dejado su juventud y felicidad, y a su osito, y a Brusco y su casa, y a sus padres… todo por pájaro! Un pájaro que quería comerse a una mosca, peor antes le quitaba las alas, que al ver que sin alas no hacía nada, se iba por otra mosca! Lloraba de ira cuando llegó a las cocinas.
El demonio trabaja a destajo. Hacía esos ruidos metálicos que debían de ser su idioma, mientras su luz infernal parpadeaba. Sigilosa, se acerca por sus espaldas. Era pequeño, peor trabaja con rapidez y precisión. Con un grito salvaje, subió su arma. Sin acabarlo, la bajó con todas sus fuerzas. Hendió el cuerpo, duro como el acero. Chispas y sangre negra manaron a destajo. Como si fuera un hacha, siguió hendiendo el cuerpo, hasta partirlo a la mitad. La luz se apagó, los sonidos cesaron. Era una matadora de demonios, sin dudas. Comió algo y se durmió en una esquina. Demasiada excitación.
Despertó, muy desorientada. Había soñado con demonios y Aristemes volando hacia ella, peor no podía alcanzarla, porque era una mosca que volaba alto, alto, alto. Cuando todos sus recuerdos se agolparon y le permitieron recuperar la conciencia. Se levantó. Caminó durante lo que le parecieron días. Semanas inclusos. Recorrió Dos pabellones completamente, con al cabeza completamente vacía. En el tercer pabellón, unas risas la pusieron en alerta. Se dirigió hacia ellas. Brotaban de un patio. Tenía una fuente en medio, setos y floridos parterres. En cada una de las cuatro paredes había galerías, rodeadas de estanques. Era una hermosura antigua, decadente. Un niño y una niña más pequeña se perseguían. Como ella y Burchro. Sonrió. Él fue la única persona que fue buena con ella. Decidió ir a visitarlo cuando acabara con todo allí. Sería el único que la echaría de menos. Sus padres la habían vendido a ese barbudo imbécil.
Los niños, al verla, dejaron de correr. Vestían ricas ropas. Lucían excelentes peinados. El miedo se les salía de los ojos. Riënna se abalanzó sobre ellos. Corrieron, gritando. La más pequeña tropezó. No se volvería a poner en pie. Persiguió al niño de oído, siguiendo sus infernales gritos agudos. Lo alcanzó enseguida. Los gritos cesaron.
Continuó vagando, mirada perdida. La espada goteaba. Estaba completamente sucia. Una parte de su trabajo estaba cumplido, y eso le producía un rictus de satisfacción. El pájaro que pone sus huevos en nido ajeno merece caer. Los huevos merecen ser rotos. Y el nido, destruido.
- Niños! Estáis ahí? - preguntó una voz aguda, muy preocupada.
- Aquí, mamá! - contestó Riënna, fingiendo un tono infantiloide.
-Gracias al cielo! Ahora estoy con vosotros. No os mováis!
Unos segundos después, con un vestido verde y un velo rosado, apareció la madre. Cómo había dicho que se llamaba? Hamsuen? Algo así. Se detuvo en seco, con la mirada de aquél al que abofetean al doblar la esquina. Riënna rió.
- Q-q-quién e-eres t-tú? - Tartamudeó la dama.
- La moca cojonera que quemará el nido - Contestó mientras alzaba la espada.
La mujer abrió la boca de puro terror y comprensión. Corrió como sólo se corre para salvar la vida. Y Riënna salió detrás de ella. Por un parte, estaba furiosa. Aquélla era inferior a ella. Podría ser todo lo joven que quisiera. Todo lo morena, todo lo tersa que quisiera, pero a ella no la engañaba. Sólo quería destruirla y apartarla del mago. Casi lo consigue. No era más que una enredadera que quería medrar a costa de un árbol más grande. Podaría a esa zorra y ella se quedaría con su árbol, su pájaro.
Tropezó con la alfombra. Con esos zapatos, normal. No se podía ser una dama y tratar de escapar como una zorra. O se moría como una dama o se escapaba como una zorra. Trató de agarrarse a un telar, pero se rompió, cayendo de bruces. Riënna la alcanzó. Le propinó una patada en el vientre para que se diera la vuelta. Su cara estaba pintada de sangre y lágrimas.
- Qué quieres de mí? - trató de decir entre sollozos.
- Y tienes el descaro de preguntármelo, mala furcia! - le propinó una patada - Después de robarme a mi mago, mi compañía, mi felicidad, aún tienes narices de pregúntarmelo! Pues ya no tendrás narices nunca más! - Le rebanó la nariz con un cuidado tajo. La mujer aulló de dolor y se encogió. Riënna le lanzó una patada a la cara. Gritó más.
>> Bueno, sólo quería acabar con el nido que sedujo a mi viejo mago. Ahora, zorra, vete al infierno - Cuando iba matarla, ella reunió fuerzas y le mordió un tobillo. Gritó y cayó, soltando el arma. Más rápida, la mujer cogió la espada y se la clavó.
Sintió frío, mucho frío. Los recuerdos se le agolparon. Peor no los su niñez, ni lo de su osito ni los de Urthos. Los de la torre. Los pocos momentos que había pasado con Riostras. Hasta esos momentos. Se sintió apenada por no haberle dado lo que él quería. Pero había sido feliz, ahora se daba cuenta. Esperaba que el mago la perdonase. Ahora por fin podría convertirse en mosca e ir a dónde quisiera que el mago volase. Que se joda esa zorra, esa enredadera, ese nido. El mago era para ella sola, como antes. La soledad la mataría a ella. Su último recuerdo fue para el hombre que abrió la puerta. Le estaba profundamente agradecida. Sin él, ahora volvería a estar sola.
Cleptómano corría. Tenía que huir de allí a la voz de ya. Y “ya” había sido gritado hacía mucho tiempo. Había tirado por un alféizar al que suponía el amo de la torre! Vale que era un accidente, pero los siervos, los soldados e incluso su señora esposa, la que le había dado galletas al aparecer por el salón no solían entender el concepto de accidente. Sabía que existía una cala. La había visto desde la ventana de la taberna. Si iba todo el rato hacia el este la encontraría. Y en esa dirección fue y se encontró… el comedor más grande que jamás había visto. Pues nada, plan B. A correr como una gallina descabezada. Al final, era lo que mejor sabía. Al final la acabaría encontrado. Aquello era demasiado grande, podría sobrevivir al menos dos días antes de que lo encontraran. Oh, las cocinas! Mejor, un poco de comida le vendría bien. Lo había perdido todo en una tormenta. Había llegado nadando desde unas 14 millas. Y llevaba desde la mañana anterior vagando por el castillo. Había comido, dormido como un señor, tomado el té con la dama del castillo y sus adorables hijos y ahora se hallaba corriendo como si lo fueran a ahorcar. Así era la vida. Una brisa con olor a salitre le corrió por la nariz. Siguió su olfato durante mucho, mucho tiempo. Al salir del castillo ya era de noche. Era una cala. No la cala que vio antes, pero si una, con barcos aparejados y listos para salir. Cogió el que mejor se adaptaba a sus conocimientos nulos. Lo llenó con sus provisiones y otras que había en el resto de embarcaciones. Cortó los cabos con su cuchillo y allá fue, hacia el Este. Quería volver al Cruce.
Dedicado a Sander por darme la idea hace tanto que ni me acuerdo y al lagarto que siempre escucha mis locuras
lunes, 5 de noviembre de 2012
Cleptómano XIII
“Nos protegemos unos a otros”, pensó; “nos cuidamos
mutuamente”. Y una polla! Gritó Cleptómano al tiempo que tiraba con furia al
mar una piedra. Hasta hace unas horas, eran cocos, pero luego se dio cuenta de
que necesitaría su jugo para vivir. En aquella isla no había agua potable. Pero
si cantidad de cocoteros. Y bichos. Y la increíble e impotente rabia de
Cleptómano, que inundaba la playa, el bosque y reverberaba en las montañas que
partían la isla por la mitad.
Un
rato más tarde, afónico ya, trató de hacer fuego; la noche comenzaba a
aparecer, fría y húmeda. Pero en seguida acabó frustrado y tirando los palos al
agua con gritos roncos y lágrimas de rabia.
Qué
huevos tenía Barbamenta! Toda esa mierda de la tripulación, de darle un hogar,
un sitio al que pertenecer… para dejarlo sólo en una isla. Una isla a la que
habían llegado equivocados, pues su tesoro no estaba enterrado en ésta.
Malditos piratas. No podían usar un banco o un prestamista slakish como todo el
jodido mundo? Y qué clase de monstruo era el pirata sharmajadí para dejarlo
abandonado así, a suerte. A cuenta de qué? Por haber sido un polizón? Ahora que
por fin estaba volviendo a ser una persona, y no el fantasma sin rostro de toda
su vida… por su rostro bajaron lágrimas de dolor. La cicatriz le escocía.
En medio de
la playa, a la intemperie, Cleptómano se acurrucó y lloró como nunca antes.
Se despertó
frío y con la nariz goteado. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Estaba
sólo, en una isla desierta, abandonado por los únicos que, brevemente, lo
habían considerado una persona. Eso, de repente, lo llevó a pensar en su padre
y sus palabras. Luego de unos momentos con la mirada perdida, se puso en pie y
dispuesto a currar. Tenía cara y un destino de cumplir.
Así pues,
se puso manos a la obra: el primer día, después de muchos intentos frustrados,
sólo consiguió un par de paredes para protegerse del frío, unas brasas que
apenas le calentaban los pies y un hambre canina.
En los días
venideros, fue perfeccionando el refugio y el calor. Aprendió a pescar con
lanza, después de muchos intentos con sus propias manos y un par de ocasiones
en las que casi muere ahogado. Diferenció los insectos vomitivos de los que se
podían tragar sin arcadas. Hasta consiguió predecir las lluvias, cosa no muy complicada,
teniendo en cuenta que las nubes negras de tormenta se veían cuando estaban a
muchas leguas de distancia. Era de lo poco bueno que tenía estar perdido en
medio del océano.
Fueron
pasando las lunas, hasta que perdió la cuenta. Desde la playa hasta las
montañas, todo era suyo. Podía sobrevivir. La resaca a veces le traía
sorpresas: madera de deriva, alguna seda, tela de velas, barriles con conservas
(aunque sólo fuera una vez)… Se las apañaba bien. Hasta de vez en cuando comía
marisco, considerado todo un manjar digno de la más alta mesa allá en el Valle,
no entendía bien por qué, apenas tenía carne y saciaba poco. Le faltarían
especias, supuso.
Hubo un día
en el que encontró una tortuga, grande como todo su abdomen. Para él, no era si
no un suculento trozo de carne. Con un palo afilado, le aplastó la cabeza. Un
jugo manó de ese agujero, ensuciándole las manos. Mientras llevada el inerte
caparazón a la hoguera para asarlo, pues se dijo que el caparazón sería una
excelente olla, se chupó ese líquido, y no le desagradó. Se dijo que tenía más
hambre de la esperada. Cuando pasó un buen rato, partió el caparazón con una
piedra. No dejó nada de carne. Fue la primera comida que lo sació de veras.
Perdió
la cuenta de todas las lunas que pasó en la isla. Era como si llevase allí una
eternidad. Conocía cada rincón desde la playa a la montaña. Nada le sorprendía
ya. Sabía que 35 pasos al oeste de su cabaña encontraría una madriguera de
liebres, a 78 al sur, una colonia de hormigas, y por la noche, de la formación
rocosa que dominada el cielo de la isla, se oía un extraño sonido, como si
alguien cantase. Se imaginó que sería el viento al pasar por alguna cueva o
grieta. Allí no vivía nadie.
Cierto
día, uno como otro cualquiera, decía que estaba hasta las narices de la
humedad, el fuego y la mala comida. Echaba de menos eso de robar. No era mucho
mejor, pero prefería estar a gusto de vez en cuando que nunca. Así que se armó
de decisión y comenzó a construirse una balsa. Bueno, quiso intentarlo. No
tenía nada para talar árboles. Trató de derribar algunos a empujones, pero lo
más que consiguió fue un enorme moratón en el hombro derecho. Sin darse por
vencido, cazó un par de liebres y se dispuso a hacer un cuchillo con sus
huesos. Saldría de esa isla, aunque fuera lentamente. Y volvería al Valle, a
averiguar ciertas cosas sobre su padre y un destino que lo había impulsado a
seguir adelante, pero del que no tenía ni la más remota idea. Con su cara nueva
le sería más sencillo. Quizá, gracias a Barbamenta, pudiera llevar una vida
normal, con una chica, una casa fija, animales… a lo mejor era ese su destino,
poder ser normal. Para él, sería algo glorioso, algo grande, algo único. Porque
es así como te pillan las profecías, de la manera más enrevesada, pam! Y se han
cumplido. En medio de esta vorágine cayó en la cuenta de que era mejor afilar
piedras.
Muchos
cortes y magulladuras después, tenía por fin un pequeño machete listo para
cortar árboles. Probó en un cocotero cercano y… la piedra partió a la mitad.
Cogió unas cuantas piedras más que había en las inmediaciones, y volvió a
empezar…
Cada
tenía que irse más lejos en busca de piedras que tallar. Apenas tenía
sensibilidad en las manos, pero daba igual. Tenía ya un árbol partido, y mitad
de otro. Si conseguía una piedra lo suficientemente dura, acabaría en seguida.
Muchas horas caminando cercano a la montaña, encontró varias que se prestaban a
su idea. Varios días más tarde, tenía un
buen machete para cortar (muy lentamente) troncos y algo así como una navaja
para trabajar la madera. Al fin saldría de aquella apestosa isla!
Puso
todo su empeño en tener la balsa hecha lo antes posible. Cuatro troncos atados
con helechos y corteza formaban la base, a la que poco a poco iba añadiendo más
tronco trabajados para ser planos y hacer una plataforma que lo mantuviera
alejado unos palmos del suelo. Se esforzó también en hacer un mástil, por si
conseguía alguna tela llegada con el mar, y una cabaña pequeña para guarecerse
la lluvia. Por suerte, aquél rincón del mundo era poco dado a embravecerse con
la tormenta, si no, las pasaría canutas. Aparte, comenzó a secar pescado e
insectos para usarlos como comida, así como una ingente cantidad de cocos para
poder beber. El viaje duraría poco, ya que por esa zona abundaban las islas,
pero era mejor ir bien provisto.
Mientras
estaba calafateando, por llamar de alguna manera a su labor, escuchó un leve
agitar de ramas justo a su espalda. Se giró, y de la nada, un pequeño mono
amarillo con manchas negras y larga cola le saltó a la cara. Sin parar de
gritar, trató de quitárselo en encima, pero el cabrón lo tenía bien sujeto por
la nuca, y la cola enrollada en su vientre casi le hacía demasiado daño. Trató
de rodar sobre si mismo para sacárselo, pero nada, cada vez se asía con más
fuerza. Casi ronco, y con lágrimas de dolor, le propinó un puñetazo en el
abdomen. Y surtió efecto. A duras penas, Cleptómano consiguió levantarse.
Cuando alzó la cabeza, vio al horrible mono. No le llegaban más allá de la
rodilla, pero esa cola podría ahorcarlo en seguida. Retrocedió unos pasos
mientras el ser le enseñaba los dientes en señal desafiante. El ladrón no sabía
muy qué hacer. Supuso que si actuaba con precaución, el animal se iría. Y ahí
se quedó, de pie, viendo como aquel mal bicho le enseñaba cada pieza dental.
Hasta que se cansó. En un abrir y cerrar de ojos, le había dado la espalda,
poniendo especial interés en que Cleptómano viese bien su marronáceo trasero
simiesco. Un ramalazo de odio cruzó la mirada del náufrago. Sin pensarlo, se
abalanzó sobre el mono. Pero haciendo gala de su condición animal, ese mal
bicho enganchó su cola a un árbol y se escabulló entre ellos a tal velocidad
que el pobre se dio de bruces contra su barca. Creyó oír, encima de su cabeza,
como el mono le sacaba la lengua. Ya no tenía la menor duda. Odiaba a ese puto
mono.
Sin
embargo, al levantar la cabeza, se fijó en que su machete faltaba. Y
levantándola un poco más, veo en que el mono la tenía en sus manitas. Como
dándose cuenta de sus intenciones, sonrió y se escapó de rama en rama. Cleptómano,
jurando que destriparía ese mono y luego se comería sus tripas cocidas, comenzó
a perseguirlo. Claro que es muy difícil perseguir a un animal completamente
adaptada para ir por las copas de árboles. Y más, cuando éste tiene un tercer
apéndice de la extensión de 6 brazos, uno detrás de otro. Llegando al límite de
sus fuerzas. Cleptómano lo siguió hasta la montaña. Cuando llegó a sus faldas,
el cabrón ya llevaba mucho subido. “Así que de ahí saliste, eh, capullo?” Se
dijo a si mismo. “Pues ahora te vas enterar”. Pero no había nada para poder
agarrarse. Aquella pared era casi completamente lisa. Cómo puñetas haría ese
mono para subir? Una investigación más minuciosa de la pared le hizo fijarse, a
su derecha, en unas pequeñas grietas, casi imperceptibles, en las que encajaban
pies y manos. Estaban hechas casi a propósito para que alguien pudiera subir
por ellas. Fue un detalle que se le escapó por completo. En su mente sólo
estaba el jodido simio.
Se
hizo noche plena cuando acabó de subir. La luna estaba en su cénit y el cielo
despejado permitía ver razonablemente bien. Por el rabillo del ojo percibió un
rápido movimiento, seguido de una gran cola. Y sin pensarlo, se abalanzó a por
su presa. En ese momento, resbaló y casi se despeña, pero consiguió agarrase a
un saliente a tiempo. Maldijo entre dientes a todas las deidades que pasaron
por su mente y continuó con un poco más de cuidado, pero sin detenerse.
Llegó,
sin darse cuenta, a la abertura de una cueva. “Así que por aquí viniste”
murmuró entre dientes. Con un rictus de locura, entró sin pensarlo. Unos metros
hacia delante, se encontró antorchas y la cola del simio. La suerte le sonría
al fin! Ni se paró a pensar qué hacían allí unas antorchas bien puestas e
iluminadas.
Corrió
y corrió sin ver por dónde iba. Poco le importaba. Ese jodido monstruo le
devolvería el machete o hundiría la isla a hostias si era necesario. Peor el
jodido monstruo era rápido de narices y lo más que alcanzaba a ver era el final
de su cola. Durante un momento, creyó sentir una ligera brisa, pero enseguida
se quitó ese pensamiento de la cabeza. Hasta que la brisa se hizo viento y la
roca dio paso a las estrellas. Estaba en lo alto de las montañas! Qué puñetas
estaba pasando ahí? Iba a cuestionarse ciertas cosas, pero volvió a ver al
susodicho mono, y se puso a correr ladera abajo, por unas escaleras talladas
perfectamente en piedra. Pero Cleptómano seguía a su rollo y ni cuenta se dio.
Comenzó
a descender cada vez más aprisa, dando alcance al bichejo, pisándole casi la
cola… hasta que la pisó. El mono, dolido, como por acto reflejo, enrolló la
cola al tobillo de su perseguidor y tiró, derribándolo. Y Cleptómano descendió
todo el último trayecto rodando. El mundo no dejó de dar vueltas durante mucho
tiempo.
La
parada fue brusca. Aún tumbado sobre hierba, el cielo no paraba de moverse.
Trató de cambiar de postura, pero su cuerpo se negaba a moverse. Dolía a
horrores. Cada hueso y músculo parecía quererle decir a su dueño que existía, y
donde estaba. Menos los ojos; ellos preferían irse apagando poco a poco. Una
cabeza de simio asomó antes de desmayarse. Y algo parecido a un humano.
El
despertar fue duro. Abrió los ojos y sólo vio oscuridad. Pero al menos su
cuerpo parecía no doler. Incluso respondía a su voluntad en cierto grado. Trató
de ponerse en pie. Y lo consiguió. Su lecho estaba a la altura del suelo, de
madera. Y no era que no viese, si no que era de noche, sus ojos se empezaban a
acostumbrar. A tientas, encontró su ropa, encima de un pequeño taburete. Se
puso sus jirones y con las manos por delante, trató de buscar la salida. En
lugar de ellos, enfrente de él apareció lo que pareció una figura humana. Del
susto, se cayó de espaldas.
-
S’hanza zu holo ma suku – La inflexión de aquel hombre teñido de negro parecía
inquerir algo.
-
Pero qué coño!? – Exclamó sorprendido el náufrago. Y con razón. Nunca en su
vida había visto a un señor cuyo color de piel fuese el de la noche misma y
cubierto con un taparrabos que no dejaba mucho a la imaginación.
-
Oh, mis disculpas caballero – dijo el hombre, con un grave acento crucí – No
tenía conocimiento de que hablarais la lengua del Cruce. Ruego, absolváis de
culpa por hablar en un idioma bárbaro y desconocido para vos – E hizo una
reverencia.
-
N… no te preocupes… e…es só… solo que… - tartamudeó de sorpresa Cleptómano.
-
Comprendo vuesa sorpresa, mas no habéis de alarmaros. Estáis a salvo.
Descansad, lo necesitareis. Pronto vuesas dudas serán atendidas – Haciendo otra
reverencia, salió de la cabaña. Mudo de asombro, con los ojos ya casi fuera de
sus órbitas, Cleptómano volvió a su lecho, creyendo que no volvería a conciliar
el sueño. Pero lo hizo.
Abrió
los ojos a plena luz del día. El tipo de la otra vez estaba allí, de espaldas,
ocupado en sus quehaceres. En su hombro, el mono. El puto mono de cola
infinita. Con furia en la cara, se levantó repentinamente y se puso a gritar a
la vez que se acercaba a grandes zancadas. El hombre enseguida se levanto e
interpuso su cuerpo entre Cleptómano y su presa, dándole tiempo al animal a
largarse por la venta. El ladrón no dejaba de patalear y manotear al aire
mientras maldecía a grito pelado. El hombre oscuro lo acabó derribando con una
mano firme e imparable.
-
Lo siento, vuesamerced – dijo con tono contrito – Mas no permito esos alardes
de violencia en mi propio techo. Y menos contra mi mascota.
-
Eso… -trató de contestar alucinado – ese odioso monstruo salido del culo del
mismísimo Rhyelap, es una puta macota!? – Acto seguido, el dolor de una
bofetada se instaló en su mejilla.
-No
permito que habléis así de Aganu. Es fiel y amoroso. Si estáis ofendido porque
esa tosca roca que traía era vuestra, pido disculpas, mas non admitiré más
descalificaciones hacia mi compañero. – Aseguró con mirada severa.
-
Lo… lo siento. – Adujo mientras se miraba los pies – Es que… me costó mucho
tallarla. Es mi único medio para volver al hogar.
-
Si ese es el entuerto, desfarémolo lo antes posible, si sois paciente. Y ahora,
salid a dar un garbeo. Luego me reuniré con vos. – Sin mediar palabra, siguió a
sus quehaceres. Y sin mediar palabra, Cleptómano salió de la tienda.
Aquella comunidad era distinta a cuantas había
visto. Eran bárbaros, si, pero tenían ciertos toques civilizados que le hacían
preguntarse a uno de dónde los habían sacado. Demasiado lejos de cualquier
civilización como para tener detalles como el dinero, escala social o cordero
asado. Podría parecer inútil el dinero en una comunidad tan pequeña, pero la presencia
de ricas telas, regios caballos y armas ornamentadas delataba el papel que
tenía en el estatus. Sin embargo, ese idioma bárbaro y el hecho de que tanto
hombre como mujeres trabajasen en igualdad, así como el hecho de tener a los
niños instruidos desde pequeños les daba un toque muy curioso. Bárbaros sin
duda, pero civilizados a su modo.
Un
rato más tarde de haber extraído estas conclusiones, el hombre encontró a
Cleptómano.
-
Buenos días, vuesamerced – Saludó en una reverencia.
-
Buenas días…
-
Gungar, si a vuesamerced le place.
-
Me place, me place – contestó sin saber muy bien qué decir. Su rostro cambió a
horror cuando el mono se encaramó al hombro de tan servicial señor.
-
Deseáis algo para que vuesa estancia sea más confortable? – Se ofreció
humildemente.
-
Podéis hacer algo con esa… cosa? Me pone del hígado! – Respondió conteniendo la
ira.
-
Vuelvo a disculparme si en el pasado, su comportamiento fue malo, mas no podría
separarme de M’rapasumi. Es más leal amigo. El cual, todo sea dicho – Y hablándole
a su mascota, dijo – N/go, ramaná, suliman. – Acto seguido, bajó del hombro de
su dueño para rápidamente mostrar a los pies de Cleptómano su machete – No lo
necesitaréis más, pero creí conveniente este efímero detalle para una postrer
reconciliación.
-
Es… un buen detalle – reconoció, conteniendo ahora la alegría – Pero mantened a
ese… marsupilami a cierta distancia, al menos de momento. Me pone un tanto
nervioso.
-
Así se hará, vuesamerced. Querríais acompañarme ahora? Es la hora de
comer. Estaréis famélico.
-
Bien es cierto. Vayamos pues.
En
el centro de la aldea, el banquete era compartido por todo el pueblo. Cada uno
llevaba lo que podía, y todos comían de todos. Según le explicaron, eran
demasiado pocos como para permitir que murieran de hambre, así que trataban de
cuidarse lo más posible, a pesar de que el dinero fuese algo demasiado sagrado
como para ser compartido.
“Pues
van listo como se cuiden igual que Barbamenta a mi”, pensó con amargura. Lo
cual, le llevó a hacer cierta pregunta, al acabar el banquete.
-
Cómo es que no me habéis preguntado mi nombre?
-
Porque no lo necesitamos. Uno de los regalos que los armindolienses nos dieron
fue el de la bondad y el sentido de la ayuda al prójimo, sin importar quién
fuera
-
Armindol estuvo aquí – Preguntó no sin cierta perplejidad – Bueno, eso
explicaría ciertas cosas… - tuvo que admitir. Su interlocutor asintió.
-
Hace años, muchos, Armindol vino a regalarnos su mayor valía: la civilización.
Gracias a sus conocimientos de navegación, podemos comerciar con islas
próximas. Nos dieron la agricultura, ganadería, e incluso el idioma, que se
transmite entre los sanadores del pueblo, como un servidor.
-
Ya veo… pero me ayudaréis a salir de aquí?
-
Por supuesto, vuesa merced. Pero tendremos que poner a prueba su paciencia, mi
buen señor.
-
No importa – respondió contento el ladrón.
Pasaron
7 lunas, más o menos, cuando por fin Cleptómano puedo tocar la posibilidad real
de largarse de esa isla. Una barca inmensa, suficiente para 5 como él, muy
ancha en su centro, para albergar un mástil y una cabaña. Sin embargo, con un
par de remos, se manejaba perfectamente gracias a un ingenioso sistema de
cuerdas y más palas. Se veía que habían aprendido bien de los armindol. Dentro
de la cabaña, habían puesto las provisiones que él había recolectado, así como
comida suficiente para un mes y su machete, junto con algo de ropa. Emocionado,
se giró hacia Gungar y le dio un abrazo.
-
Gracias! Gracias! Gracias, Gungar! Nunca olvidaré esto, de veras!
-
Todo es poco para ayudaros, vuesamerced, mas nos gustaría celebrar una pequeña
fiesta, antes de que partáis. Por supuesto.
Aquella
noche, la isla se llenó de júbilo, luz y bailes. Cleptómano fue escuchado como
a un dios bajado del cielo. Cantaron canciones, se emborracharon y algunos
hasta triunfaron en muchos sentidos.
Al amanecer,
entre caras tristes, Cleptómano partía hacia el horizonte.
viernes, 7 de septiembre de 2012
Cleptómano XII
- Cómo te llamas?
Aquella
pregunta chocó de frente con el entendimiento de Cleptómano y se hizo pedazos.
No movió un músculo ni dejó de mirar la mesa. Uno de los matones de Barbamenta
le golpeó con la mano tan abierta como de costumbre, tirándolo al suelo, silla
incluida. Pero si le dolió, o siquiera llegó a sentir algo, no dio muestras de
ello. Siguió mirando la veteada mesa enfrente suya, mientras el pirata gritaba
maldiciones y preguntas aderezadas con un fresco olor a menta. Qué importaban
ahora porqués y nombres? La única razón que le habría mantenido con vida se
había esfumado.
-
Última vez – repitió por milésima vez el capitán. Cuando se desesperaba, su
acento sharmajadí se hacía evidente – Cómo cojones te llamas, maldición!?
La
cicatriz era lo único que sentía. Un dolor lacerante que seguía la curva del
ojo izquierdo y llegaba hasta la nariz. Sangró durante mucho, mucho tiempo. Más
del que Cleptómano tenía el valor de recordar. Ni siquiera sabía hacía cuánto
había sido. Pudieran ser meses, años, horas, segundos. Lo único que tenía
seguro en la memoria era el olor de perros mojados y sus excrementos. Tenía un
vago recuerdo de comer. Y no podría jurarlo, a veces le limpiaban la jaula.
Aparte
de eso, no había nada más. Pasaba los días en una extraña duermevela vacía, sin
sueños ni recuerdos. Pero con interrogatorios. Barbamenta estaba empeñado en
saberlo todo acerca de su polizón. Habría obtenido el mismo resultado si le
hubiera preguntado a una pared. Claro que la pared no habría tratado tan bien a
los nudillos que impactaban contra el interrogado.
Un
hombre alto como armario y ancho como dos, encendió unas velas; comenzaba a
anochecer. El olor de la cera derretida le evocó una imagen de su infancia. Era
muy lejana y borrosa, como si hubiese pertenecido a un viejo sueño. Pero ahí
estaba, y no se iba. Un hombre corpulento, barbado y con coleta, reclinado ante
un escritorio desordenado, le mandaba, sin girarse a mirarlo, irse a la cama.
Era extraño: recordar a su padre escribiendo y no trabajando metales. La única
persona que lo reconocía. Su mentor y cuidador. Gracias a él, había aprendido a
leer, a escribir y a hacer cálculos. Jugaba con él cuando tenía tiempo. Le
había hecho sentir una persona de verdad, y no un recuerdo olvidado.
Pero
ahora estaba muerto. Y su madre. Y su infancia. Y pronto lo estaría él. Ahora
de momento, volvía a estar en el suelo, siendo izado lentamente por el armario
calvo. Los ojos verdes del pirata se le clavaban como cuchillas al rojo, aunque
no los sintió. Cleptómano estaba perdido en la nada.
Otra
imagen apareció delante de él. Estaba paseando por un pueblo. Su pueblo,
supuso. Al pasar, la gente lo miraba, extrañado. No sabía cuánto tiempo
llevaban viviendo allí, aunque aventuraba que el suficiente para que sus
vecinos lo reconociesen. Muchos no escondían su cara de asombro al comprobar
que el herrero tenía un hijo del que no sabían nada. El Cleptómano-niño no lo
entendía, claro. Como tampoco daba entendido sus problemas al jugar con los
otros niños – sin embargo, cuando lo empezó a comprender, fijó su atención en
otros menesteres, como el amaestrar ratas, para salir lo menos posible- Al
llegar a casa (supuso que era su casa), su padre vio su cara de confusión y le
dijo, arrodillándose para ponerse a su altura, algo similar a:
-
Hijo mío, no dejes que esas miradas te afecten. No tienen ni idea. No saben lo
que vales. Si haces caso a tu viejo padre, cumplirás tu destino. Un enorme
destino. Glorioso – Sus ojos brillaban de orgullo – Nunca lo olvides.
No
había entendido sus palabras en aquel instante. Pero en el lecho de muerte, también
le había dicho: “Desearía que tuvieras una vida mejor que la que te pude dar.
Ojalá vivas mejor de aquí en adelante”. O algo por estilo. Quizá lo que su
padre quiso decir era que su destino era el de ser rico. Vivir en una casa
enorme, con mayordomos y sin una sola preocupación salvo la de recolectar
impuestos a aldeanos locales. Qué si no implicaba “glorioso destino” mezclado
con “vivir mejor”? Él podía conseguir el oro. A pesar de su torpeza, tenía la
cara ideal para ello. Pero ahí estaba, en un barco hecho de fresno, con un
pirata que olía maravillosamente bien, siendo maltratado por un armario con
extremidades y durmiendo rodeado de excrementos. Su padre no lo habría aprobado.
Tampoco habría aprobado el latrocinio, pero al menos se había mantenido vivo
con sus míseros ingresos. Qué importaba su cara? Su cara no lo había hecho
inmortal. Si por algo seguía respirando era por las palabras de su padre. El
“glorioso destino” le había hecho, no sólo tratar de conseguir dinero de la
única forma que sabía, si no vivir, ahora se daba cuenta. Eso era lo que su
padre, en última instancia, querría de él. Vivir y poder cumplir su destino. Y
no viviría de seguir así.
Barbamenta
se levantó, indicando a su ayudante que ya podía devolverlo a su
encarcelamiento. Pero Cleptómano levanto los ojos y abrió la boca por fin:
-
Cleptómano – dijo con voz seca – me llamo Cleptómano.
El
pirata soltó una risotada.
-
Te he preguntado por el nombre real, no por tu mote, Clepsidra.
-
Twuinghfadel Ferminstorfeghrwyn fon Tuistergarderder Brescund – mintió
Cleptómano, sujetándole la mirada su captor. Y éste, poniendo los ojos en
blanco contestó.
-
Supongo que te conformarás con Clepto, no?
Cleptómano
asintió.
-
Estos dados están trucados!
La
emoción del juego, sus apuestas y trampas había disminuido considerablemente
desde que Barbamenta le había regalado su nuevo rostro. Después de contarle
cuatro historias sobre su infancia, haciendo especial hincapié en su afición
por la cría de ratas y sus entresijos más desconocidos, el pirata lo había
dejado ir a sus anchas y relacionarse con la tripulación. Aunque el ahora ex-ladrón
mantenía las distancias. La distancia que daba el palo mayor de la embarcación,
en concreto. La suerte nunca había sonreído a Cleptómano, pero él le forzaba la
sonrisa a fuerza de trampas y trucos. Y un poco de olvido, claro. Todo se había
complicado de mala manera. Más teniendo en cuenta que estaba en su espacio
cerrado, sin muchos lugares para esconderse.
-
Ya estoy harto de sus jueguecitos! Cogedlo!!! – Frel y sus enormes gritos
fueron como la señal de escapada para Cleptómano.
La
tripulación de La Goleta de Fresno
era, a su juicio, tan rencorosa como limpia. Al igual que no permitían que una
cagada de gaviota manchase la cubierta, tampoco toleraban una sola falta en los
juegos. Eran más intransigentes con eso que los norteños con sus madres.
Exageradamente más, a juicio del ladrón. Qué importaban unos cientos de trampas
a cada partida echada?
En
casos cómo aquél, siempre recurría al palo mayor. Tal que ahora mismo. Los
navegantes de Barbamenta eran letales en distancias cortas, habilidosos en el
saqueo y demás, pero escalando… escalando Cleptómano era el rey. De hecho, la
plataforma del vigía estaba notablemente más baja que en otras embarcaciones.
Por ello, podía llegar hasta el punto más alto del mástil, a salvo de que
cualquier ataque, mientras sus asesinos compañeros gritaban impotentes en
cubierta, frases tales como:
-
Ya bajarás, hijo de chacal!
-
Por tus dioses y los míos, que cuando bajes te rebanaré el trasero y te lo haré
comer!
-
Te abriré ese cráneo de mono que tienes, te quitaré los sesos, los marinaré y
me los comeré esta noche a la luz de la luna!
Y
otros piropos piratas similares.
El
golpeteo de madera contra madera anunció la llegada del capitán.
-
Qué os he dicho sobre Clepto! Dejad que baje ahora mismo!
Se
había olvidado. Ahora era parte de la tripulación. Luego de unas lunas viajando
con ellos y viviendo en la jaula, Barbamenta llegó a la conclusión de que sería
mucho más útil como grumete que como prisionero. Así, se le había hecho jurar
cumplir todas las normas de higiene y comportamiento del barco, muy estrictas:
baños programados, limpiezas a fondo dos o tres veces al día (y pobre del que
se dejase una mota de polvo!), lavarse las manos cuando servía en las cocinas,
alimentación equilibrada, asear bien a los animales robados (que luego eran
vendidos), no traer cadáveres a bordo… y muchas más.
Nada más bajar, el capitán cogió a su
subordinado por un brazo y se encaró a la tripulación.
- Desde el momento en que juró
cumplir nuestras normas, es uno de los nuestros! – rugió Barbamenta ante un
público visiblemente aterrorizado – Y qué os he dicho de tratar a los nuestros?
Un tenso silencio respondió su
pregunta
- No os oigo – dijo con un helado
tono de voz, para luego gritar a pleno pulmón – QUÉ OS HE DICHO!?
- No somos compañeros, somos
familia! No levantaremos jamás la mano contra la familia! Protegeremos a la
familia!
- Así me gusta. Venga, dejad de
holgazanear y poneos con vuestras tareas. Yo tengo que hablar con éste.
Para sus adentros, Cleptómano
sonrió. Era el nuevo, el protegido del jefe. No le podría pasar nada.
Llegaron al ordenado y pulcro
camarote del capitán. Se quitó peluca ribeteada de verde junto con el chaleco y
la camisa y se puso un gambesón. Ahora parecía más sharmajadí que nunca: alto,
ancho, moreno y de ojos verdes. Quién lo viera diría que era vendedor de
camellos más que cruel y limpio pirata.
Hizo sentarse a Cleptómano. Lo miró
durante un rato. Luego hinchó el pecho. Expiró largamente, con los ojos
cerrados. Y le metió el mayor directo a la mandíbula que había recibido jamás.
- Pero tú eres imbécil o qué!?
El ladrón se levantó como pudo,
sujetándose la mandíbula con una mano.
- Mira, no puedo cuidar de ti-
explicó Barbamenta mientras le daba la espalda – Ni tampoco quiero. Ahora eres
uno más de esta familia. Y a la familia no se la engaña. NI se le hacen
trampas. – continuó mientras tomaba asiento – Si quieres seguir aquí y que no
te demos de comer a los tiburones, más vale que te comportes. Lo he dejado bien
claro? – Lanzó una helada mirada a su interlocutor. Éste asintió como guiado
por una fuerza superior – Me alegro. Ahora, sal de mi vista!
Y Cleptómano salió de su vista tan
rápido que pareció teleportarse. También dejó de hacer trampas con sus primos
de adopción. Era mejor eso que pasarse lo poco que le quedase de su vida en el
estómago de un tiburón.
-
Detenedlo! Que no escape el hideputa!
Los
gritos llenaron de vida las calles empedradas. A la débil luz de las antorchas,
Cleptómano corría como sólo él sabía hacerlo. Hizo un par de quiebros y algún
que otro giro inesperado, pero sus perseguidores no dejaron en su empeño de
atraparlo y desollarlo, tal y como habían amenazado hacía un rato.
Había
aprendido a no hacer trampas en mar. En tierra, eso era otro cantar.
Ya
era uno más de la tripulación. Bromeaba con Sej. Perdía toda partida de lo que
fuera contra Frel, Jinn y Hrun el Multicolor. Aprendía todo sobre balística de
Eümer del Puente. Y del maestro Jermais Galathor prevención e higiene. De
Barbamenta no aprendía nada, porque ni le dirigía la palabra. Como al resto de
la tripulación, vamos. Su última interacción, aparte de órdenes gritadas, fue
el puñetazo de su camerino. Pero al menos empezaba a sentirse parte de algo.
Por primera vez en su vida, tenía amigos. Quizá a eso se refería su padre.
Sin
embargo, unas horas atrás, habían desembarcado en Mesch, una de las pocas islas
que comerciaban con piratas.
“Y
la única con gente tan persistente”, pensó para si Cleptómano, apunto de echar
todas sus tripas por la boca. Luego cayó en la cuenta de que la causa de estar
tanto tiempo corriendo era su nuevo rostro. Maldijo a sus atléticos malhechores
y aceleró incluso más el paso. O se escabullía de alguna manera, o moriría
corriendo.
En
el siguiente quiebro, que casi lo manda a besar el suelo, encontró una cesta de
mimbre con un buen tamaño. Excelente para usar sus años de experiencia. Por
arte de magia, Cleptómano desapareció de la vista de las torres móviles que le
daban caza
Vale
que en el barco, había tenido que escapar de mala manera, pero sus compañeros
se cansaban enseguida. Éstos parecían sabuesos que no paraban hasta que la
sangre de su presa le corriese por la mandíbula. Y todo por unas míseras
monedas ganadas honradamente con dados honradamente trucados y cartas
honradamente marcadas. Qué susceptible era la gente por dinero! Ahora más que
nunca se daba cuenta. Antes, con su cara, era imposible que lo pillaran, por lo
que estas escenas se veían reducidas a un mero trámite. No como en este
instante. En este preciso instante, levantaban la tapa del cesto.
-Sorpresa!
– exclamó Cleptómano. Unos brazos gigantes lo sacaron, lo zarandearon por el
aire y lo dejaron allí suspendido. –Mirad, sé que no hemos empezado con buen
pie, pero hey! Os devuelvo el dinero y listo, no? Total, son sólo unas
moneditas – Y ahora sí que besó el suelo. Después de recorrer un par de metros.
-
El dinero nos da igual, estúpido – dijo el único que tenía pelo, y
probablemente, el único que podía hablar sin monosílabos – Nos has dejado por
idiotas. Y eso es algo que no somos. Por lo que estamos ofendidos – razonó en
voz alta – No es así, chicos?
-
Sí! – clamaron dos. Otro, el que lo había sacado de su escondite, se limitó a
asentir y gruñir.
-
Bien. Bien. Bien – repitió el parlanchín. – Bien. Ahora, nos acompañarás a la
playa. Allí decidiremos qué hacer contigo. Grunnar, llévalo. No queremos que se
le cansen los pies. – Genial, encima, era un tipo ocurrente. La poca vida que
le quedara se haría eterna.
No
tardaron mucho en llegar a la playa. Claro que en una isla cuya costa está
compuesta casi en exclusividad por arena y palmeras, no es difícil. El gigantón
lo sostuvo mientras el resto encendían como buenamente podían, una hoguera. Lo
cual era elevar mucho de categoría esas brasillas.
-
Bien. Bien. Bien – Cleptómano puso los ojos en blanco al oír la muletilla. De
volver a escucharla, ya se moriría él solito. – No hemos encontrado mejor
manera de hacerte pagar por tus crímenes que prendiéndote fuego. Será… poético.
No es así, chicos?
Dos
síes y un gruñido siguieron a la pregunta. En la cabeza de Cleptómano sólo
había espacio para preguntarse dónde puñetas estaba la poesía en aquello. Ni
siquiera rimaba.
-
Grunnar, procede a achicharrarlo!
-
Eh! – Gritó el ladrón – Eh! No tengo derecho a un juicio o algo? Un combate a
muerte? Una última partida? Una última voluntad? Algo? – Nada de lo dicho hizo
que el lento paso del gigante se detuviera. Así pues, procedió a usar su
ingenio. – De verdad crees que con esas brasas me quemarás vivo? No creo que
note mucho más que la agradable calidez de los pechos de tu madre.
Funcionó
mejor de lo esperada. El tipo cayó muerto delante de él. Le habrían quitado su
rostro, pero sus palabras que convertirían en flechas. Además, provocan que el
mundo se pusiera del revés. Y ver negro. Muy negro.
Despertó
con el mundo puesto en su sitio. Abrió poco los ojos, que mostraron solo
imágenes borrosas. Poco a poco, se clarificaron, hasta que todo cobró forma y
sentido. Menos su intento de castigo. De verdad había convertido una
fanfarronería en una saeta. Lo veía difícil. No obstante, su mente se obstinaba
en recordar lo contrario.
-
Vaya, al fin despierto – Cleptómano se sobresaltó. Mandó las ligeras sábanas
hacia el techo y a su cuerpo al suelo.
De tantas veces que fue besado, el suelo creería que eran amantes o algo. –
Tranquilo, soy yo – añadió, conciliador, Barbamenta.
-
No estaba yo en una playa apunto de ser incinerado?
-
No lo habrían conseguido. Alguna quemadura fea, pero nada más.
-
Entonces, para qué intervenir. Los habría despachado, como siempre.
-
Con qué con tu rostro imposible de recordar, o con tus flechas de palabras? –
Aquello hirió a Cleptómano hondo.
-
Cómo sabes tú…?
-
No dejabas de repetirlo en sueños.
-
Qué ocurrió?
-
Bueno, Svjen, Hrun y Centollo te vieron pasar corriendo, y luego a esos tío.
Fueron a avisar a todo al que encontraron y siguieron su rastro a la playa.
Gallys disparó una flecha, que le dio en el cuello a ese tipo con pelo. Y
Centollo disparó varias piedras, con la mala suerte de acertarte a ti en plena
cabeza. Acto seguido, le dio a tu gigante, y se la rompió. El resto, fueron pan
comido. Tuviste suerte, Clepto. Esa piedra se desvió por el viento, si no, te
habría matado
-
Siempre un tipo con suerte – comentó, mirando a la nada. Luego volvió a mirar a
su capitán – Pero dime… porqué volvieron a por mi? No me debían nada. Podrían
haberme dejado a mi suerte, y sería un problema menos.
-
Porque – contestó Barbamenta, con mirada y tono de reproche – tú ahora eres uno
de mi tripulación. No lo olvides. La compañía de Barbamenta nos protegemos unos
a otros, sin importar el qué. Nos cuidamos mutamente. Harías bien en recordarlo
para la próxima – Y con brusquedad, se largó.
Aquello
lo dejó pensando durante un rato largo. “Nos protegemos unos a otros. Nos
cuidamos mutuamente”. Si aquello no era tener una familia, no sabía qué era.
miércoles, 27 de junio de 2012
Cleptómano XI
Diario de a bordo;
Tercera luna llena. Año 712 IA
Partimos ayer noche, para levantar las menos
sospechas posibles. Un barco como éste empieza a ser llamativo después de dos
días estando simplemente atracado. Una breve parada es suficiente para que los
hombres descarguen sus necesidades y deshacerse de material comprometedor. Por
el momento, todo correcto, sin sobresaltos. A uno de los chicos le faltó su
ración de comida. Haré que mi segundo investigue quién es el tragaldabas y le
de un castigo.
El
pirata leyó por cuarta vez en el día sus notas. Algo raro pasaba en el barco, y
estaba dispuesto ha averiguar qué. Y para ello, repasaría sus notas las veces
que hiciera falta. En ellas, lo había anotado todo, así que, de haber cualquier
suceso extraño, estaría allí. Era cuestión de tiempo.
Diario de a bordo;
Quinto cuarto menguante. Año 712 IA
Rumbo al archipiélago Tortuga.
Allí, si bien no seremos bien recibidos, al menos podremos abastecernos como
los dioses mandan. Si en los próximos días encontramos algún barco, sería bueno
atracarlo. Si es más tarde, mejor olvidarlo, la tripulación no estaría en
buenas condiciones.
El incidente de la comida se ha
vuelto a repetir. Traté de ser lo más condescendiente posible al hablar con la
tripulación. Quizá alguno estuviera enfermo. Seguían callados. Tuve que
ponerles más turnos de limpieza. Conocen las normas perfectamente, aunque
intenté ser lo más blando posible. Espero que el trabajo les suelte la lengua.
Tenía que concentrarse para leer las
anotaciones completas. Una furia como pocas veces había sentido le invadía,
provocada a medias por la impotencia y la ignorancia. Sólo una vez había
sufrido una situación parecida y no había acabado bien. Desde entonces, estaba
dispuesto a hacer lo que fuera para que no se repitiera. Y lo había conseguido.
Hasta ahora.
Diario de a bordo;
Segunda luna nueva. Año 712 IA
Estamos a dos días de la Isla
Tresdedos, la mejor del archipiélago para que mis marineros se desfoguen. También
necesitaremos comida para nuestro polizonte. Un pinche jura por uno de esos
extraños dioses tarsos que ha visto a un hombre robar su ración de comida.
Inmediatamente, pusimos patas arriba todo el galeón. Buscamos hasta entre los
cojones de los perros. Ni rastro. El pinche tampoco parece recordar sus rasgos.
Ciego de rabia, lanzó un cuchillo con
inusitada furia contra una pared, clavándose en medio del mar Bravío. Lanzó un
puñetazo a la mesa de trabajo, de madera noble, con la mala fortuna de romper
una pata. Todo lo que en ella cayó al suelo. Pateó el revoltijo de pergamino y
madera al tiempo que maldecía. Como tigre enjaulado, fue de un lado a otro,
gruñendo y jurando que no lo volverían a atrapar, que no volvería a dormir
hasta atrapar a ese hijo de puta, a la vez que golpeaba y apalizaba cualquier
objeto de su trayectoria. No tuvo piedad con ninguno, ni con el baúl con sus
pertenencias. De repente, se paró. Observó todo el desastre. Se cagó en la
madre que lo había parido y se puso a recoger. Horas más tarde, al anochecer,
luego de limpiar de tinta su diario, volvió a la faena.
Diario de a bordo.
Sexto cuarto creciente. Año 712 IA
Llevo 8 días contando día a día,
3 veces por día a la tripulación. Un cocinero ha desaparecido, pero el número
sigue siendo el mismo. El polizón, quienquiera que sea, se camufla con la
tripulación. A la hora de contar la menos. Y más marineros, incluso mi segundo,
me dicen haber visto al polizón, pero nadie recuerda sus rasgos. A partir de
ahora, los contaré uno a uno, mirándoles bien. No se escapará a mi ojo. No desapareció
la comida durante el atraque en Tresdedos, así que deduzco que se buscó la vida
en la isla. Pero el capullo no nos ha abandonado.
Pero su medida fracasó. Sí que era verdad que
un cocinero había desaparecido. Volvieron a buscar en toda la Goleta de Fresno, pero ni rastro. Su
ojo, ése que había descubierto
ladrones y asesinos, al que nunca se la escapaba nada, se le escurría un vulgar
polizonte hijo de perra como la arena entre los dedos. Trató de serenarse.
Estaba reuniendo toda la evidencia que había conseguido. No quedaba mucho para
acabarla. Primero la leería por completa. A continuación… que maría el barco si
hacía falta, si con eso ese bastardo se calcinaba en su interior.
Diario de a bordo.
Tercera luna llena. Año 712 IA
La tripulación cree que es un
fantasma, una maldición o un mago. Hay un poco de todo. Escupen al suelo con
fórmulas mágicas, cuelgan musgo, arrojan sal sobre su hombro izquierdo y alguno
no se cambia la ropa porque dice que lo protege de todo mal. De lo único que le
protegerá es de la limpieza, porque mal, mal lo va a pasar mal como me siga con
esa actitud. Sabe mis normas perfectamente. De nuestro polizonte no sabemos
nada nuevo, salvo que le encanta saquear las cocinas sin ser visto.
Las cocinas… una vaga idea comenzó a asomar
en su cabeza. Se acomodó bien en su silla y se quitó la pata madera. Miró por
la ventana de su derecha. Oscuridad. Y una brillante luna menguante. Caviló un
rato más. Luego siguió leyendo.
Diario de a bordo.
Séptima luna llena. Año 712 IA
Considero mis normas sobre la
higiene duras, pero justas. Y lo más importante: claras. Gracias a ellas, somos
el barco con menos muertes por infecciones. Irónicamente, es muy posible que
seamos la que más castigos impone. Por ello, nadie se extrañó cuando le corté el
cuello a ese supersticioso rompe-reglas.
Ni la piel de las patatas quedó
sin registrar en la búsqueda de nuestro indeseable polizonte, pero no apareció.
La gente dice que lo sigue viendo. Por mi parte, no he visto nada fuera de lo
común. No es tonto. Sabe que si veo a alguien ajeno, se comerá sus propios
intestinos a la cena.
Sólo quedaba una entrada. Se acordaba
bastante bien, pero la leería de todos modos. Siempre conviene recordar
detalles, aunque sean pocos. Ese gusano… no. Esa mierda de gusano iba a saber
quién era Barbamenta, y el porqué de ser tan temido en todo el mundo conocido.
Diario de a bordo.
Segundo cuarto menguante. Año 712 IA
Lo he visto! Estaba en cubierto,
inclinado sobre la borda mirando a los peces cuando apareció. Al principio,
creí que era un cocinero, por sus ropas. Pero al fijarme más, vi que no lo
conocía. Entonces mi ira afloró y salté a por él. Mal hecho, poco puedo saltar
con la pata de madera. Y el parche me quita profundidad de visión, por lo que
besé el suelo, claro. Le di una oportunidad para escapar. Estoy furioso
conmigo. Me levanté lo más aprisa que pude y lo perseguí. Desapareció sin dejar
rastro. Hay algo que se me pasa, algo en las cocinas, pero no sé qué todavía.
Hay algo que me escama. Estoy
seguro de haber visto su rostro. Estaba atardeciendo, pero había bastante luz
todavía. Lo vi de frente, lo que bastaría para que no me olvidase jamás de su
rostro. Y sin embargo, nada. No consigo evocarlo, salvo un par de rasgos. Muy
vagamente además.
Dejó de leer y cerró los ojos. Trató de
visualizar al engendro. Tenía ojos marrones... no castañ… no! Oscuros! Si, eso
muy. Muy oscuros. Y una pequeña melena lisa. Más bien, muy rizada. Sí, sí! Su
ojo no le podía fallar tanto. Sólo tenía con concentrarse. Cara ovalada, con el
mentón salido y su nariz en forma de patata. No, más bien respingona. No, no,
aguileña. O puede que… por todos los demonios del maldito infierno! Se le había
olvidado! No podía ser! Volvió a golpear con furia la mesa. Esta vez, se partió
en dos.
No podía ser. Si su ojo le había
fallado, había fracasado. Una vez, un navegante al que había contratado, hace
ya muchos años, lo había delatado. Eso era cuando su rizada melena era negra
como el carbón, veteada de ciertas franjas esmeralda. Y al delatarlo, lo habían
encerrado. Asuntos de dinero. Todo el mundo cree que si eres un pirata, tienes
un tesoro en alguna isla llena de tortugas y cocoteros. Pero Barbamenta nunca fue
un pirata típico, y lo poco que gastaba, se lo gastaba en él y su barco, por lo
que nunca llevaba mucho oro. Y cuando tu bolsillo no puede pagar las deudas,
las paga tu cuerpo. Así perdió un pie y el ojo. Al final, consiguió escapar con
un par de cabezas de regalo. Se juró que con el otro ojo, no perdería de vista
a nadie, para no volver a ser traicionado. Pero ahora el traidor era su único
instrumento de confianza. Sin embargo, existía una posibilidad…
De repente, se le abrieron tanto
los ojos que casi se le salen de las cuencas. Ya sabía dónde estaba ese
bastardo. Lo de pasar inadvertido lo descubriría en cuanto lo encontrase. Era
una cuestión sin importancia comparada con el hecho de estar semanas bajo sus
narices, burlándose de él. Se levantó de la silla con tal brusquedad que cayó
de bruces al suelo. Se había olvidado de ponerse la pata de palo. Con una mano
apoyada a un aparador más o menos conservado, trató de ponerse en pie, mientras
que con la otra se limpiaba la sangre que le manaba la nariz. A saltos, llegó
hasta donde había tirado su pata y se la colocó. Ahora cojeando, se dirigió
hacia la puerta. Vaciló. Bruscamente, dio media vuelta. Abrió un cajón al otro
lado de la habitación. Al sacarlo, se partió, desparramando pelos negros y
verdes. Barbamenta se agachó y comenzó a rebuscar hasta que encontró una peluca
entera. La colocó bien prieta, y se dirigió con firme decisión a la puerta.
Al abrirla, se paró en seco:
toda su tripulación, menos los del turno de limpieza, estaban allí. Recobró la
compostura y dijo muy serio.
- Qué puñetas hacéis aquí? No
tenéis nada mejor que hacer, cotillas de pacotilla?
- Perdone, mi capitán – se
excusó por todos el segundo – Pero escuchamos tanto ruido y tantos gritos que
creímos que… el fantasma le había poseído.
Sin siquiera darle tiempo a
acabar del todo la frase, el capitán le golpeó con el dorso de la mano con
tanta fuerza que le dejó la marca del anillo, una calavera atravesada por dos
cimitarras sobre una media luna, al igual que su bandera.
- No quiero volver a oír hablar
de ese fantasma, entendido? – Recorrió con su ojo a todos los que allí estaban.
Cada vez que miraba a alguien, éste bajaba la cabeza y asentía – Bien. Coged
las armas. Es un hombre. Un mago quizá. Pero sé dónde se esconde. Vamos!
Nadie, ni el timonel, se quedó
en su puesto. Sin excepción, 116 personas, armadas y con ganas de revancha,
seguían por toda la embarcación a su capitán, hasta las cocinas. Muchos se
miraron interrogantes: allí ya habían estado, más veces de las que sabían
contar. Atónitos, contemplaron cómo su capitán pateaba barriles. Pero no
dijeron ninguna palabra (más les valía). Sorprendidos, vieron cómo su capitán
levantaba una trampilla que pesaba alrededor de 7 arrobas con una sola mano.
Entonces saltó con decisión y todos lo siguieron sin dudar, a pesar de que
ninguno conocía el destino que les aguardaba detrás de esos maderos.
Chapoteando al caminar,
Barbamenta se preguntaba cómo había sido tan imbécil. Esta bodega no se usaba
desde que él había adquirido la Goleta de
Fresno y se había olvidado que existía hasta ahora. El polizonte debió
descubrirla de casualidad, buscando un buen escondite. Y vaya si lo encontró.
No podía salir de allí salvo a la hora de la comida, cuando los barriles se
retiraban. Demonios! Ese comemierda tendría lo que se merece!
Escuchó algo moverse justo
delante de él. Se acercó cautelosamente, pero, tal que salido de la nada, el
hombre saltó hacia su cara, apoyó un pie para impulsarse en su nariz, lo que
disparó la hemorragia de nuevo, cayendo a sus espaldas rodando. Se levantó
antes de que Barbamenta pudiera girarse del todo y corrió hacia la trampilla…
frenando en seco para no acabar empalado en la horda de marineros furiosos que
se moría por ver su sangre. Atrapado entre la espada y las espadas, no tuvo más
remedio que asumir su derrota y arrodillarse. El mismo capitán lo ató y lo
llevó por un pasillo de piratas furiosos hasta la cubierta. Allí, lo encadenó
al pie del mástil central y lo despojó de todas sus ropas. El tuerto y cojo
marinero se marchó, luego de darle una última mirada de desprecio, musitando
un: “No lo matéis”.
Al amanecer, después del
desayuno, concentró a todos sus hombres de nuevo alrededor del polizonte. Le
habían metido una buena paliza, lo había oído, pero parecía como nuevo ahora
mismo. Ni un solo moratón. Nadie diría que había sido torturado por un puñado
de fuertes marineros si no fuera por un ojo morado y una mancha amarillenta en
el brazo izquierdo. Le escupió a la cara. Luego se dirigió a sus hombres.
- Tal y cómo os dije! Ni mago,
ni brujo, ni fantasma, ni leches! Sólo un polizonte muy escurridizo!
Hubo vítores para su capitán,
abucheos para el polizonte y tomates voladores. Pero todo cesó de repente
cuando una mano se levantó.
- Pero, si es así, cómo es que
nunca lo hemos visto? – Inquirió el dueño de la mano. Otros asintieron con él.
Milagrosamente, él y sus compañeros, conservaron la mano.
- Bueno, eso tiene una curiosa
explicación, que a mi me costó creer. Pero es la única que puedo aventurar –
Desenvainó la cimitarra y colocó el filo desafilado debajo de la barbilla del
polizonte, obligándolo a mirar a su público. Su mirada no expresaba nada,
aunque quizá la indiferencia ocultaba un miedo supremo – No os parece un rostro
común, fácil de olvidar? – Todos asintieron. No caía duda, era el rostro más
común que habían visto jamás – Mi madre, que Khartul la tenga en su gloria, me
contaba historias de un desgraciado personajillo que se suicidó porque nadie
recordaba su cara. Sospecho que este individuo tiene una magia similar. O estoy
muy equivocado? – Acercó su rostro al del hombre. Éste lo miró de refilón, pero
no dijo nada – Contesta! – ordenó mientras le arreaba tal revés que lo dejó
tumbado en el suelo.
- Puede que no… - Balbuceó con
tímida firmeza el hombre.
- “Puede que no” – Barbamenta
soltó una fuerte risotada – Eres descarado, capullo. Dime, cómo te llamas? –
Preguntó con tono imperioso mientas lo levantaba por el pelo de la nuca. No
pesaba nada para él.
- Clept… Cleptómano – tartamudeó
el ladrón debido al dolor.
- Cleptómaco… qué clase de
nombre es ese para un polizonte? – inquirió, entre sorprendido y enfadado el
capitán.
- Qué clase de mote es
Barbamenta para alguien que no tiene
barba? Me lo llevo preguntando desde que sub… -La frase quedó ahogada por un
grito de dolor, Barbamenta le había soltado un puñetazo en la boca del estómago
con la mano de la cimitarra. Lo lanzó con fuerza al suelo, mientras que el
hombrecillo se retorcía.
- No finjas que tienes cojones
más grandes que este barco, hijo de puta. Si los tuvieras, no te habrías
escondido tanto de mi – Se arrodilló junto a Cleptómano. Le obligó a ponerse a
cuatro patas. Luego dijo – Mira, no sé qué haces aquí, pareces más un
ladronzuelo de poca monta que un polizonte que arriesga su pellejo por un viaje
gratis. Tampoco sé cómo haces eso de que te olvidemos. Por culpa de eso, nos
has jodido pero bien. Sin embargo – sonrió cruelmente – Creo que sé cómo
solucionarlo – Acercó el filo de la cimitarra a la cara de Cleptómano, mientras
que con la otra sujetaba su cabeza, y… deslizó, suavemente, pero firme. Más
sangre de la esperada manó de la herida y el ladrón, con los ojos cerrados,
tuvo que reprimir un grito. Pero no pudo reprimir unas lágrimas. Lo comprendía.
Le estaba quitando lo único que tenía en su mísera vida. Y no podía hacer nada.
Al levantarse, dejó caer al
ladrón. Le escupió de nuevo mientras limpiaba la cimitarra sus ropas. Se dio la
vuelta y se dirigió a sus subordinados.
- Que alguien encierre a este
despojo a los calabozos – ordenó con sequedad.
- Pero, mi capitán, no tenemos
calabozos - se atrevió a decir el
contramaestre.
- Vosotros creo que lo llamáis
perreras – se giró, para encaminarse a su camarote – Ah! Y no limpiéis su
jaula. Haremos una excepción con… cómo se llamaba? Cleptópaco.
Y mientras cerraba la puerta,
dos peludos y altos piratas arrastraban a un catatónico y sangrante Cleptómano
hacia su encierro.
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