Poco a poco iba saliendo el sol y las sombras se veían reducidas a meros jirones. Torres de metal y piedra se recortaban entre cielo, bosque y montaña. Todas las líneas y aristas se definieron a medida que amanecía. Una inmensa fortaleza, casi tan grande como la misma isla, dominaba el paisaje. Tan grande era que se divisaba a cientos de leguas mar adentro. Se hallaba en una comunión casi perfecta con su entorno: las murallas se elevaban allá dónde la montañas subían y no coartaban al bosque, que crecía dentro y fuera de ellas, adornadas con musgo y plantas trepadoras. La fortaleza hacía lo propio con la decoración arbórea, sin embargo, cada torre era alta como la más alta montaña, salvo la torre central, que lo era incluso más. Decían que desde ella, en días despejados, podían verse los altos edificios de Cienrrios, e incluso Gran Fauce. Exageraciones, por supuesto, tal como comprobó Riënna unos días después de comenzar su cautiverio. Al principio, pudo recorrer toda la fortaleza con la libertad de un pájaro. Se perdía a menudo. La torre principal comunicaba con varios pabellones más, 7 u 8 a su juicio, cada uno con su particular decoración y distribución. Había uno que daba a una cala usada como puerto.
Mas ahora estaba atrapada en la torre más alta de todas, gracias a las triquiñuelas de ese prestidigitador de pacotilla que se hacía llamar hechicero. Con suaves palabras la trajo a su guarida, y con palabras más fuertes, acabó por encerrarla en lo alto de todo. Al menos las vistas eran preciosas y la comida no escaseaba.
Cuánto tiempo había pasado? Años? Décadas? Todo una vida, a su juicio. Bien que le empezaba a escasear: hilaba los pensamientos… no los hilaba. Vagaba entre una cosa y otra sin darse cuenta de dónde estaba o cómo había llegado allí. Los recuerdos comenzaban a distorsionarse. Cuándo había conocido al mago? En Armindol. No, no, ella nunca había estado allí. Bueno, sí, una vez, con sus padres, en su niñez. No, sólo con su padre. Y no era tan niña. Tanto da, se había quedado patidifusa ante las maravillas del continente: Antorchas que no se apagaban nunca, carruajes sin caballos, arcos que herían sin flechas… hasta en su habitación tenía un espejo que proyectaba imágenes en movimiento. No sabía cuál era el conjuro que lo activaba, pero cuándo su captor la encendía, se pasaba horas embobada, viendo a otras gentes moverse y hablar, allí, en pequeño… Qué maravilla la magia!
Se tumbó en la mullida cama, boca arriba. El techo de su lecho consistía en un caleidoscopio de colores bailarines, que no paraban de moverse. Ahora que estaba encarcelada en la más alta torre, poco más podía hacer, salvo comer y dormir. Ojalá volviera pronto y le encendiera su espejo! Tardaría días. No sabía qué hacía o a dónde iba, pero desaparecía una temporada regularmente, y ella era el único ser viviente de la fortaleza. Mientras era libre lo había comprobado, no había nadie más. La comida seguía llegando, y en los cajones, había todos los días ropa limpia. El agua estaba caliente siempre. La habitación variaba su temperatura según la estación. Luego de dilatadas cavilaciones, había llegado a la conclusión de que el mago era algo más poderoso de lo que parecía.
Mas tampoco debiera de serlo mucho. Había necesitado toda la fuerza de sus palabras para que lo acompañara a aquélla isla perdida y solitaria. Le dijo que era su sol, su princesa, le hacía regalos. Mas ella lo rechazaba, era demasiado viejo. Sus padres, en cambio, tenían otros planes. Los armindolienses tienen gran poder. Por ser duques de una tierra baldía en el centro del Cruce, la habían vendido a… cómo se llamaba? Uno de esos nombres extraños, seguro! Aricoménides o Heuloportis o incluso Carímides. Tanto da. Se quedó dormida.
Al despertar, el olor de pollo frito con patatas y huevos revueltos. Lo bueno de esa dieta era que iba poco al baño. Cosa nada despreciable: aunque la magia de Seliópodo no dejase de funcionar, una nunca sabía hasta que punto un mago ha reparado en los detalles. Ellos chasquean un dedo y tienen fuego para asar sardinas, así que resulta normal que se olviden de poner agua ilimitada y bien limpia.
Comió con avidez. Después, fue a su balcón. Hacía un sol radiante, sin una sola nube, pero la costa del Cruce no se veía. Ni siquiera Cienrríos. A lo mejor era porque estaban en dirección contraria. No recordaba muy bien en qué dirección estaba nada. Tampoco estaba segura del tiempo que hacía cuando llegó. Solía recordarlo con sol, pero quizá lloviera. La ayudó a instalarse el la más alta torre y la paseó por la fortaleza. Ella intentaba evitarlo siempre que podía: frecuentaba los pabellones que él no, y ponía como excusa tales aventuras para llegar tarde a la cena. No le importaba, siempre se quedaba con ella, viéndola comer e intento iniciar alguna charla insulsa. Mucho tiempo estuvieron con esa rutina. Hasta él la intentó iniciar en la magia, pero a ella reimportaban bien poco la termodinámica o el aerodinamismo. Si esos eran los rudimentos para llamar al viento, prefería quedarse en tierra.
Volvió a entrar y paseó sin rumbo durante un rato. Creyó ver una mosca. Cómo conseguían llegar tan alto, siendo tan pequeñas? Los animales tenían su propia magia, sin duda. Continuó esa línea de pensamiento en el baño. Siendo mosca, para qué iba a ir a una torre tan alta. No lo necesitaba. Se contentaría con volar de aquí para allá, comiendo y zumbando bajo el cielo azul. Una vez, Dariómiges le dijo que las moscas sólo vivían un día. Qué vida tan corta como para desperdiciar de aquel modo! Mejor aprovechar y saborear frescas manzanas. No como ella, que ni mosca había podido ser! Sólo una pequeña e inocente niña. Y ni eso le quedaba ya. Un poco más, y ni sus recuerdos.
Sin pensarlo mucho realmente, se quitó la ropa nada más salir del baño y a medio camino del armario, se sentó en el suelo, mirando hacia una esquina en el techo. No había nada especial, sólo era una esquina, una confluencia entre paredes y techo. Pero, por una indescriptible cadena de pensamientos, que pasaban desde un rábano hasta el foso encantado de Lord Cenizagrís, le recordó a su amigo, Lusos “Relámpago” Epsein. Era muy rápido y una vez le regaló un peluche al que trataba como a un hijo. Lo pasaban muy bien brincando en el patio de su padre. Luego llegó el viejo, con su barba, sus ojos cansados y su afán de herederos y no lo volvió a ver. Mientras se preguntaba que había sido de él, otro pensamiento iba cobrando fuerzas detrás de ése. Tenía que vestirse. Acabó el recorrido hacia el armario, y cogió una blusa y una falda rosas (Qué remedio! No había otro!). Más que nada para tapar su cuerpo. No le gustaba verse desnuda.
Una música la rescató de su ensimismamiento con los colores. Era curiosa, no había nada que la tocase, pero sonaba. Siempre, a la misma hora. Tal era su poder que no necesitaba músicos, del aire surgían bellos acordes y armoniosas voces. Y eso que a veces parecía no ser más que otro prestigiador de ésos que estaban al pie del castillo de Gran Fauce. Como aquélla al encender el juego; el juego de manos que usó para ocultar la cerilla fue evidente. O la vez que quiso encamarla. La durmió con una droga. Cuando abrió los ojos estaba paralizada. Cerró los ojos, para no ver, y viajó con su mente, lejos, muy lejos. Se sintió sucia cuando el bajó. La cosa se repitió, pero sin drogas. Un tiempo más tarde, le gritó no sé cuantas cosas sobre los ovarios y demás supersticiones y allí la encerró. De vez en cuando, aún se pasaba, pero era cada vez menos a menudo y durante menos tiempo. A veces pensaba si no tendría a otras en otras torres. Se enfurecía, se sentía dolida, y rompía con todo. Al día siguiente, todo volvía estar en orden y se consolaba pensando que, aunque hubiera otras, ella era especial. Estaba en la más alta torre, al fin y al cabo. Prisionera, pero grande.
Volvió a salir al balcón. Comenzaba a enfriar. Acordarse de eso de aquella forma la dejaba siempre triste. Seca, la llamada Geomecódes. No entendía del todo, pero comenzaba a entender. Ni la sangre de la luna ni la cigüeña vendrían. Todo acabaría pronto si se tirase del balcón. Pero aquél viejo la quería, en el fondo. Si no, no la tendría en la torre, tan bien cuidada. En efecto, era forma peculiar de querer, pero cada uno tiene la suya. Igual que el gallardo Royice mataba dragones por su amada o el bufón Esberil la hacía sonreír. Cuentos que le contaba Lusos. Qué habría sido de Lusos? Le había regalado un peluche. Qué sería de aquél peluche? Pelosuave lo llamaba. O quizá Señor Suave? Dormía con él y lo hacía comer. No estaba en su equipaje cuando se fue a vivir a la isla con el viejo. Se tumbó en la cama y se adormiló entre sollozos y recuerdos de su juego de té con el jugaba a princesas.
Despertó. Sintió la humedad de la almohada en plena cara. Se preguntó dónde estaba y porqué su ayudante de cámara no estaba a sus pies poniéndola al corriente de todo lo que tendría que hacer en esa mañana. Poco a poco fue situándose. Qué dulces momentos previos al recuerdo! Cuándo sus padre no habían hecho esa fiesta para la nobleza, a dónde habían acudido todos los nobles y grandes caballeros. Recordaba a ser Lansloth contando historias con fingida humildad, y haber visto al mísmisimo rey del Cruce a pocos pasos de ella… o quizá había sido su secretario? No recordaba. Pero si recordaba la primera vez que el viejo Céfrides se fijo en ella. Porque había sido en esa fiesta, no? O en otra mucho más posterior? No era capaz de estar segura. Recordaba las palabras hacia ella, las charlas con sus padres, los regalos… y la isla, siempre la isla. Cómo quisiera ser una mosca!
La puerta se abrió detrás de ella. Al girarse pudo ver como una especie de tenazas, de esas como las que usaban los criados para echar troncos al fuego, le dejaban la comida, algo que el mago llamaba “pasta“, y comenzaba a cerrar la puerta. Riënna, rápida como el rayo, se abalanzó tan impetuosamente que consiguió agarrar la puerta antes de cerrarse completamente. Comenzó a tirar hacia ella. Quería escapar, ver a sus padres, a Lusos, a su osito, ser una mosca… le sonaba que la gente decía “un pájaro”, pero jamás había visto un pájaro por allí, así que tan libres no podrían ser. Un fuerte tirón la despertó de la ensoñación y haciendo acopio de fuerzas, ganó el terreno perdido. Un destello rojizo surgió por detrás de la puerta. Sin dejar de tirar, se asomó. Una horrible cara, sin expresión alguna, estaba al otro. Del susto, las fuerzas la abandonaron. Soltó la puerta. Volvía a estar encerrada.
Cenó sin ganas. No estaba siendo un buen día. Al menos, de día ya quedaba poco. Dormiría y mañana sería otro día. Quizá volviera el mago y le encendiera la tele o jugase con ella al ajedrez o algo. Quizá cambiase de opinión y podría volver a ser libre por el castillo. Una mosca recorriendo cada palmo del palacio. Como aquella vez que encontró una sala de juegos en uno de los pabellones. Carros sin caballo y caballos de juguete, castillos en miniatura y divertimientos que funcionaban solos. Incluso alguno emitía sonidos sin tener boca. Ser un mago tan ingenioso y poderoso tenía que ser magnífico.
Salió de nuevo al balcón. Hacía frío. Las estrellas casi habían salido y la luna se veía sin problemas. Más que nunca, quería esa música incorpórea que el mago sabía hacer sonar. Sentía gran nostalgia y algo de miedo por ese demonio de brazos de hierro que le traía la comida. Suponía que era inofensivo, un ser invocado del mismo infierno para servir a Geomincas, pero no era tranquilizador precisamente. Claro que ella tampoco había sabido darle alegrías. Su risa, otrora contagiosa, sólo hacía reír al eco. Estaba seca, y no podía hacer nada al respecto. Quizá su mago había ido a un remedio. Volverían los cumplidos, los regalos, la mosca, como al principio. Quizá le diese su oso. Echaba de menos a su oso. Ingenua que era ella! Ese prestidigitador de pacotilla estaría por ahí, con sus libros de palabras mágicas. “Blefarostomía”. “Res Pública”. “Compilaciones”. Que le den a él y a todas sus palabras inútiles!
Entró furiosa. El único ser humano en la fortaleza jamás le había hecho caso. Que le jodan! Empezó a patear el mobiliario, a tirarlo, a romperlo. Manos y pies sangraban a chorro, pero no dolía. No más que el abandono, la desesperación, la soledad, el cortarle las raíces sin ninguna razón. Estaba agotada cuando acabó. El suelo y ella estaban llenas de astillas. Se durmió sin más.
Al despertar y mirar a su alrededor, estaba tumbada en un colchón comodísimo, con el desayuno y la comida en una mesilla al alcance de su mano y el mobiliario en perfecto estado. Todo era de metal.
Picó un poco del pan tostado y zumo caliente de lo que habría sido su desayuno y alguna almóndiga (o así las llamaba Herípiades). Lo dejó casi todo. Se fue al baño a ducharse, y cuando volvió a salir, los platos ya no estaban. El demonio se los habría llevado. Ya no le incomodaba el hecho de convivir con un demonio. Es más, nuevas dudas afloraban en ella: qué comería? De dónde vendría? Dormiría? Cómo sería su vida? Seguro que era mejor que la suya. Él al manos podría ir a su dimensión oscura y pasear entre los engendros y horrores infinitos que le deparaba su, suponía, querido hogar. Ella sólo podía soñar con moscas y espejos que hablaban.
Un susurro, un murmullo, algo humano se oyó, lejos, bien lejos. Riënna dio un brinco. Al fin! Su mago, su captor, su poderoso hechicero estaba de vuelta! Alguien con quién halar, con quién jugar! Le pondría la tele. Y quizá esta vez volvería a dormir con ella y todo se arreglaría para siempre. Sería otra vez pájaro… no, mosca, que llegan a todas partes! Rápidamente se vistió y se sentó, expectante, al borde su cama. El corazón le retumbaba por todo el cuerpo. Le brillaban los ojos. Jamás había estado tan emocionada en su vida. Se levantó y empezó a caminar de un lado para otro. Ya estaba mayor, pero tampoco podía tardar tanto en subir unas escaleras, no? Era mago, podía levitar, por los Nueve! Luego se arrepintió de la exclamación. No le gustaban los dioses. A ningún armindoliense le gustaban, o al menos, a los que conocía. A ella le habían dicho siempre que ellos habían traído la civilización, los dioses, la auténtica vida. Sus salvadores. Era cuanto menos contradictorio. No le había dicho su tío algo de que no tenían libros o no que sé? Su padre le había dicho que pensar esas cosas era blasfemia y que su tío sería torturado en la otra vida por todas las cosas que decía, así que procuraba siempre ser respetuosa, ya que devota del todo nunca había sido. Y menos dentro de la isla.
Ruido de pisadas. Inconfundible! El material de las suelas de sus zapatos hacía un ruido diferenciable de todo aquél que pudiera haber escuchado alguna vez. Enfrente de su puerta, paró. En esos expectantes segundos, se echó hacia delante, emocionada. Adiós soledad! Comenzó a girar el pomo. Crujieron las bisagras. Su figura salió de la penumbra, cruzó el umbral y ella, corriendo, lo abrazó con pasión y alegría.
No había cambiado nada. El pelo blanco seguía rizado y alborotado. La barba le llegaba hasta el vientre y su blancor le resaltaba los ojos verdes, sabios. Vestía una chaqueta de largas mangas que le tapaba los pies, cubiertos con un calzado hecho de dura piel negra. Un extraño pantalón de tela dura y varias capas de camisas de distinta forma daban un aspecto desaliñado, nada parecido al poderoso mago que era. Hoy había algo que no llevaba puesto. Era esa sonrisa afable que siempre ponía.
- Hola! - dijo sin soltarlo, con una sonrisa de oreja a oreja - Qué has hecho? Me he sentido muy sola! - Comentó ya un poco más distanciada.
- Aparta, zorra - la empujó sin siquiera mirarla. Riénna cayó al suelo, con fundida.
- Pero… pero… - balbuceó.
- He dicho que te calles, imbécil!! - Gritó. Usando su cetro metálico, que llevaba escondido bajo su manto, le lanzó una cómoda del nuevo mobiliario. Impactó a dos metros de su cabeza. Cayó a dos metros a su izquierda. Comenzó a llorar.
- Deja de llorar y levántate! - Riënna no se movió - Si crees que no mataré, estás muy equivocada! Levántate o ese armario te destrozará ese cuerpecillo tuyo! - Esta vez, sin cesar de llorar, la chica se levantó. Avanzó, sollozando, hasta él - Siéntate - No se movió - Siéntate maldita puta! - Le dio una bofetada. Se sentó.
- Bien, Yerma - dijo pausadamente, mientras se levantaba - Como no te has molestado, en estos 20 años en aprenderte mi nombre, yo tampoco me aprenderé el tuyo - un hipido de Riënna. El brujo la miró con desprecio y le dio la espalda.
>> Veinte años… como pasa el tiempo, eh? Y tú igual que cuando llegaste. Sigues siendo la chica asustada, la cabeza a pájaros y la simpleza del yo-yó. No, no me preguntes que es un mi-mí, como haces siempre, bárbara inculta. Ni te has molestada en saber de mi cultura. Sólo querías a ese chico al que cada día le cambias el nombre, al oso andrajoso que tú misma tiraste por el balcón y tu hogar, del que te has olvidado. Ni tu nombre sabes ya, Bárbara. Quise tener un hijo contigo. O una hija, ya me daba igual. Pero resulta que estás más seca que la Desolación! Por ello, Estrella, he tomado una decisión.
Había dejado de llorar. Tenía los ojos secos. Cómo llorar ante tal discurso? No entendía qué tenían en su contra. Acaso no había sido buena? No seguía la misma que cuándo entró? Cuando todo era hermoso…
- Hay otra - ella dio un respingo - Si, no te sorprendas. Por qué crees acaso que te subí aquí? Porque te quiero? Ja! No eres más que una estúpida ilusa, Beatriz. Es verdad que te tengo cariño. Por eso estás aquí. El embarazo de Hassien fue duro, por eso venía aquí, para envainarla. Sólo fuiste un objeto, Jasmine!
Estaba muda. Qué era todo aquello? Una prueba. Si eso, una prueba. Pero ella la superaría. Llevaba allí desde siempre, y siempre estaría allí. Con él. Se puso de pie, sonriente, dispuesto a besarlo, tal que antes
- Ni te muevas, hija de mil putas! - amenazó mientras con el brazo derecho desenfundaba su cetro a la velocidad del rayo. Frenó en seco - Ni te muevas. Bien, así me gusta. En resumen, mi bondad se ha acabado ya. Podrías haber sido la mayor y más hermosa princesa Armindo, aunque sólo fueras una inculta bárbara. Nuestros hijos heredarían mis títulos seríamos poderosos. Has perdido ese honor para siempre, estúpida. Adiós - Apretó los dedos.
Ella saltó. No supo por qué, pero saltó. Miles de plumas volaron por la habitación. Y antes de que acabaran de caer, se encerró en el baño, con su puerta dy hierro.
- Sal de ahí, cacho zorra! - gritó mientras con sus rayos hacía temblar la puerta - No lo hagas más difícil, mujer!
Entre estallido y estallido, podía escuchar sus sollozos. Acuclillada en el suelo, con la cabeza entre las piernas, rezaba como nunca había rezado y trataba de comprender porqué el único hombre de su vida la trataba de matar. Nada tenía sentido. Ella era buena. No deseaba a otro hombre si no a él. Le tenía en suma devoción. Porqué, porqué ahora? Era por querer volver a casa? Por querer ver a Rucko? Por su osito? Eso no significaba nada! Era un terrible malentendido! Tenía que aclararlo cuanto antes o acabaría muerto y él sin saber la verdad, disgustado por haber contado tantas mentiras. Y así se arreglaría, volvería ser una mosca y todos serían felices… La puerta cayó, haciendo un estruendo de mil tormentas.
- Y ahora, zorr… - no pudo acabar. Salió del baño disparada, derribando a su captor. Ello la hizo tropezar, y rodó hasta cerca de dónde antes se hallaba la cama. Llena de polvo comenzó a sollozar.
- No, no lo hagas… sé porqué me has mentido y te perdono. Yo sólo quería ver a Uros, y tener mi osito y… y…
- Oh, vamos, cállate - balbució mientras se ponía en pie.
- No… déjame terminar… yo sólo quería… no quería que tú… sólo te quise a ti… pero quería ir… a visitar.. - Un rayo mágico le rozó el hombro. Dio un grito de dolor. Escocía y sangraba.
- Tus padres están muertos, so zorra - Disparó de nuevo, pero fallando a propósito. Ella se incorporó un poco. Él se puso al lado de la ventana, cerca de la salida. - Ya está bien de mierdas - Apunto el cetro con firmeza. Ella cerró los ojos. Oyó algo de estática en el aire. Pasos. El chirrido de unos goznes. Un golpe hueco. Un grito que poco a poco se apagaba. Y una voz nunca escuchada gritar: “Oh, mierda! Oh mierda!”
Abrió los ojos. La voz pertenecía a un chico bajito, más o menos de su edad, con el pelo largo. Estaba asomado al alféizar. Parecía nervioso. Se bajó y salió rápidamente. Ni siquiera había reparado en ella. Se entristeció un poco, le gustaba que las visitas le hablasen, sobre todo ya que se había acabado el alboroto. Se puso de pie vacilante y fue hasta la ventana. Se asomó a la ventana. Y comprendió. Se acabó ser una princesa en una torre. Ahora era una mosca y podría ir a dónde quisiera. Cruzó el umbral. El extraño no estaba. Bueno, si la vida era buena, se volverían a ver y se lo agradecería. Tenía asuntos pendientes.
Descendió las escaleras con cuidado. Eran empinadas y estrechas, en forma de caracol. Trescientos setenta y seis escalones, todavía se acordaba. Los contó la primera vez que subió allí. También la última vez que subió. Y como no podía ser de otra forma, la última vez que bajó los volvió a contar. No tenía mucho sentido, ya que el número se lo conocía. Eso daba igual, ahora era una mosca, por fin. Iría a dónde quisiera, vería a quién quisiera, haría lo que quisiera. Pero había una persona antes de irse a la que tenía que ver y preguntar. Oh! Pues era trescientas ochenta y cuatro…
A qué pabellón iría? Necesitarías días para encontrar, en caso de que no se movieran de allí. Recordaba vagamente una sala de armas en el pabellón dónde estaba. Decidió empezar por allí.
Perdió al noción del tiempo, pero la encontró. Ocupaba un ala entera y dos pisos. Tan grande como las cocinas. A continuación iría allí, sabía bien dónde estaban. Deambuló, despacio, por el salón. Ningún arma le llamaba especialmente la atención. Nunca había sido belicosa. Ni siquiera le gustaban los torneos. Varias veces había acudido a los de Vilañeja, pero ella había preferido irse a brincar por el pueblo, comer y jugar con su amigo… Wilwo. Luego llegó Hesiopodias y sus palabras y la soledad. Ahora él volaba como un pájaro. De esos que no sabían llegar a ninguna parte. Se decidió por un sable de plata que reflejaba su cara.
De camino a las cocinas, reflexionó sobre su rostro. No se había visto desde que subiera a la torre. Llevaba el pelo alborotado, con color pajizo apagado. Sus ojos eran tristes, carentes de brillo, enrojecidos. Su boca había abandonado esa sonrisa sempiterna que tenía de niña.. Se estaba volviendo fofa. Todo eso por culpa de esperar a un prestidigitador de pacotilla que nunca había sido suyo. Se sorprendió de su pensamiento. Pero luego profundizó más en él. No, él sólo la quería para… eso. Y cuando empezó a descubrir que “eso” era justo lo que ella no podía hacer, la abandonó. Se buscó otra. Otra! Cuando ella se había dejado su juventud y felicidad, y a su osito, y a Brusco y su casa, y a sus padres… todo por pájaro! Un pájaro que quería comerse a una mosca, peor antes le quitaba las alas, que al ver que sin alas no hacía nada, se iba por otra mosca! Lloraba de ira cuando llegó a las cocinas.
El demonio trabaja a destajo. Hacía esos ruidos metálicos que debían de ser su idioma, mientras su luz infernal parpadeaba. Sigilosa, se acerca por sus espaldas. Era pequeño, peor trabaja con rapidez y precisión. Con un grito salvaje, subió su arma. Sin acabarlo, la bajó con todas sus fuerzas. Hendió el cuerpo, duro como el acero. Chispas y sangre negra manaron a destajo. Como si fuera un hacha, siguió hendiendo el cuerpo, hasta partirlo a la mitad. La luz se apagó, los sonidos cesaron. Era una matadora de demonios, sin dudas. Comió algo y se durmió en una esquina. Demasiada excitación.
Despertó, muy desorientada. Había soñado con demonios y Aristemes volando hacia ella, peor no podía alcanzarla, porque era una mosca que volaba alto, alto, alto. Cuando todos sus recuerdos se agolparon y le permitieron recuperar la conciencia. Se levantó. Caminó durante lo que le parecieron días. Semanas inclusos. Recorrió Dos pabellones completamente, con al cabeza completamente vacía. En el tercer pabellón, unas risas la pusieron en alerta. Se dirigió hacia ellas. Brotaban de un patio. Tenía una fuente en medio, setos y floridos parterres. En cada una de las cuatro paredes había galerías, rodeadas de estanques. Era una hermosura antigua, decadente. Un niño y una niña más pequeña se perseguían. Como ella y Burchro. Sonrió. Él fue la única persona que fue buena con ella. Decidió ir a visitarlo cuando acabara con todo allí. Sería el único que la echaría de menos. Sus padres la habían vendido a ese barbudo imbécil.
Los niños, al verla, dejaron de correr. Vestían ricas ropas. Lucían excelentes peinados. El miedo se les salía de los ojos. Riënna se abalanzó sobre ellos. Corrieron, gritando. La más pequeña tropezó. No se volvería a poner en pie. Persiguió al niño de oído, siguiendo sus infernales gritos agudos. Lo alcanzó enseguida. Los gritos cesaron.
Continuó vagando, mirada perdida. La espada goteaba. Estaba completamente sucia. Una parte de su trabajo estaba cumplido, y eso le producía un rictus de satisfacción. El pájaro que pone sus huevos en nido ajeno merece caer. Los huevos merecen ser rotos. Y el nido, destruido.
- Niños! Estáis ahí? - preguntó una voz aguda, muy preocupada.
- Aquí, mamá! - contestó Riënna, fingiendo un tono infantiloide.
-Gracias al cielo! Ahora estoy con vosotros. No os mováis!
Unos segundos después, con un vestido verde y un velo rosado, apareció la madre. Cómo había dicho que se llamaba? Hamsuen? Algo así. Se detuvo en seco, con la mirada de aquél al que abofetean al doblar la esquina. Riënna rió.
- Q-q-quién e-eres t-tú? - Tartamudeó la dama.
- La moca cojonera que quemará el nido - Contestó mientras alzaba la espada.
La mujer abrió la boca de puro terror y comprensión. Corrió como sólo se corre para salvar la vida. Y Riënna salió detrás de ella. Por un parte, estaba furiosa. Aquélla era inferior a ella. Podría ser todo lo joven que quisiera. Todo lo morena, todo lo tersa que quisiera, pero a ella no la engañaba. Sólo quería destruirla y apartarla del mago. Casi lo consigue. No era más que una enredadera que quería medrar a costa de un árbol más grande. Podaría a esa zorra y ella se quedaría con su árbol, su pájaro.
Tropezó con la alfombra. Con esos zapatos, normal. No se podía ser una dama y tratar de escapar como una zorra. O se moría como una dama o se escapaba como una zorra. Trató de agarrarse a un telar, pero se rompió, cayendo de bruces. Riënna la alcanzó. Le propinó una patada en el vientre para que se diera la vuelta. Su cara estaba pintada de sangre y lágrimas.
- Qué quieres de mí? - trató de decir entre sollozos.
- Y tienes el descaro de preguntármelo, mala furcia! - le propinó una patada - Después de robarme a mi mago, mi compañía, mi felicidad, aún tienes narices de pregúntarmelo! Pues ya no tendrás narices nunca más! - Le rebanó la nariz con un cuidado tajo. La mujer aulló de dolor y se encogió. Riënna le lanzó una patada a la cara. Gritó más.
>> Bueno, sólo quería acabar con el nido que sedujo a mi viejo mago. Ahora, zorra, vete al infierno - Cuando iba matarla, ella reunió fuerzas y le mordió un tobillo. Gritó y cayó, soltando el arma. Más rápida, la mujer cogió la espada y se la clavó.
Sintió frío, mucho frío. Los recuerdos se le agolparon. Peor no los su niñez, ni lo de su osito ni los de Urthos. Los de la torre. Los pocos momentos que había pasado con Riostras. Hasta esos momentos. Se sintió apenada por no haberle dado lo que él quería. Pero había sido feliz, ahora se daba cuenta. Esperaba que el mago la perdonase. Ahora por fin podría convertirse en mosca e ir a dónde quisiera que el mago volase. Que se joda esa zorra, esa enredadera, ese nido. El mago era para ella sola, como antes. La soledad la mataría a ella. Su último recuerdo fue para el hombre que abrió la puerta. Le estaba profundamente agradecida. Sin él, ahora volvería a estar sola.
Cleptómano corría. Tenía que huir de allí a la voz de ya. Y “ya” había sido gritado hacía mucho tiempo. Había tirado por un alféizar al que suponía el amo de la torre! Vale que era un accidente, pero los siervos, los soldados e incluso su señora esposa, la que le había dado galletas al aparecer por el salón no solían entender el concepto de accidente. Sabía que existía una cala. La había visto desde la ventana de la taberna. Si iba todo el rato hacia el este la encontraría. Y en esa dirección fue y se encontró… el comedor más grande que jamás había visto. Pues nada, plan B. A correr como una gallina descabezada. Al final, era lo que mejor sabía. Al final la acabaría encontrado. Aquello era demasiado grande, podría sobrevivir al menos dos días antes de que lo encontraran. Oh, las cocinas! Mejor, un poco de comida le vendría bien. Lo había perdido todo en una tormenta. Había llegado nadando desde unas 14 millas. Y llevaba desde la mañana anterior vagando por el castillo. Había comido, dormido como un señor, tomado el té con la dama del castillo y sus adorables hijos y ahora se hallaba corriendo como si lo fueran a ahorcar. Así era la vida. Una brisa con olor a salitre le corrió por la nariz. Siguió su olfato durante mucho, mucho tiempo. Al salir del castillo ya era de noche. Era una cala. No la cala que vio antes, pero si una, con barcos aparejados y listos para salir. Cogió el que mejor se adaptaba a sus conocimientos nulos. Lo llenó con sus provisiones y otras que había en el resto de embarcaciones. Cortó los cabos con su cuchillo y allá fue, hacia el Este. Quería volver al Cruce.
Dedicado a Sander por darme la idea hace tanto que ni me acuerdo y al lagarto que siempre escucha mis locuras
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