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lunes, 5 de noviembre de 2012

Cleptómano XIII


          “Nos protegemos unos a otros”, pensó; “nos cuidamos mutuamente”. Y una polla! Gritó Cleptómano al tiempo que tiraba con furia al mar una piedra. Hasta hace unas horas, eran cocos, pero luego se dio cuenta de que necesitaría su jugo para vivir. En aquella isla no había agua potable. Pero si cantidad de cocoteros. Y bichos. Y la increíble e impotente rabia de Cleptómano, que inundaba la playa, el bosque y reverberaba en las montañas que partían la isla por la mitad.
            Un rato más tarde, afónico ya, trató de hacer fuego; la noche comenzaba a aparecer, fría y húmeda. Pero en seguida acabó frustrado y tirando los palos al agua con gritos roncos y lágrimas de rabia.
            Qué huevos tenía Barbamenta! Toda esa mierda de la tripulación, de darle un hogar, un sitio al que pertenecer… para dejarlo sólo en una isla. Una isla a la que habían llegado equivocados, pues su tesoro no estaba enterrado en ésta. Malditos piratas. No podían usar un banco o un prestamista slakish como todo el jodido mundo? Y qué clase de monstruo era el pirata sharmajadí para dejarlo abandonado así, a suerte. A cuenta de qué? Por haber sido un polizón? Ahora que por fin estaba volviendo a ser una persona, y no el fantasma sin rostro de toda su vida… por su rostro bajaron lágrimas de dolor. La cicatriz le escocía.
En medio de la playa, a la intemperie, Cleptómano se acurrucó y lloró como nunca antes.
Se despertó frío y con la nariz goteado. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Estaba sólo, en una isla desierta, abandonado por los únicos que, brevemente, lo habían considerado una persona. Eso, de repente, lo llevó a pensar en su padre y sus palabras. Luego de unos momentos con la mirada perdida, se puso en pie y dispuesto a currar. Tenía cara y un destino de cumplir.
Así pues, se puso manos a la obra: el primer día, después de muchos intentos frustrados, sólo consiguió un par de paredes para protegerse del frío, unas brasas que apenas le calentaban los pies y un hambre canina.
En los días venideros, fue perfeccionando el refugio y el calor. Aprendió a pescar con lanza, después de muchos intentos con sus propias manos y un par de ocasiones en las que casi muere ahogado. Diferenció los insectos vomitivos de los que se podían tragar sin arcadas. Hasta consiguió predecir las lluvias, cosa no muy complicada, teniendo en cuenta que las nubes negras de tormenta se veían cuando estaban a muchas leguas de distancia. Era de lo poco bueno que tenía estar perdido en medio del océano.
Fueron pasando las lunas, hasta que perdió la cuenta. Desde la playa hasta las montañas, todo era suyo. Podía sobrevivir. La resaca a veces le traía sorpresas: madera de deriva, alguna seda, tela de velas, barriles con conservas (aunque sólo fuera una vez)… Se las apañaba bien. Hasta de vez en cuando comía marisco, considerado todo un manjar digno de la más alta mesa allá en el Valle, no entendía bien por qué, apenas tenía carne y saciaba poco. Le faltarían especias, supuso.
Hubo un día en el que encontró una tortuga, grande como todo su abdomen. Para él, no era si no un suculento trozo de carne. Con un palo afilado, le aplastó la cabeza. Un jugo manó de ese agujero, ensuciándole las manos. Mientras llevada el inerte caparazón a la hoguera para asarlo, pues se dijo que el caparazón sería una excelente olla, se chupó ese líquido, y no le desagradó. Se dijo que tenía más hambre de la esperada. Cuando pasó un buen rato, partió el caparazón con una piedra. No dejó nada de carne. Fue la primera comida que lo sació de veras.
            Perdió la cuenta de todas las lunas que pasó en la isla. Era como si llevase allí una eternidad. Conocía cada rincón desde la playa a la montaña. Nada le sorprendía ya. Sabía que 35 pasos al oeste de su cabaña encontraría una madriguera de liebres, a 78 al sur, una colonia de hormigas, y por la noche, de la formación rocosa que dominada el cielo de la isla, se oía un extraño sonido, como si alguien cantase. Se imaginó que sería el viento al pasar por alguna cueva o grieta. Allí no vivía nadie.
            Cierto día, uno como otro cualquiera, decía que estaba hasta las narices de la humedad, el fuego y la mala comida. Echaba de menos eso de robar. No era mucho mejor, pero prefería estar a gusto de vez en cuando que nunca. Así que se armó de decisión y comenzó a construirse una balsa. Bueno, quiso intentarlo. No tenía nada para talar árboles. Trató de derribar algunos a empujones, pero lo más que consiguió fue un enorme moratón en el hombro derecho. Sin darse por vencido, cazó un par de liebres y se dispuso a hacer un cuchillo con sus huesos. Saldría de esa isla, aunque fuera lentamente. Y volvería al Valle, a averiguar ciertas cosas sobre su padre y un destino que lo había impulsado a seguir adelante, pero del que no tenía ni la más remota idea. Con su cara nueva le sería más sencillo. Quizá, gracias a Barbamenta, pudiera llevar una vida normal, con una chica, una casa fija, animales… a lo mejor era ese su destino, poder ser normal. Para él, sería algo glorioso, algo grande, algo único. Porque es así como te pillan las profecías, de la manera más enrevesada, pam! Y se han cumplido. En medio de esta vorágine cayó en la cuenta de que era mejor afilar piedras.
            Muchos cortes y magulladuras después, tenía por fin un pequeño machete listo para cortar árboles. Probó en un cocotero cercano y… la piedra partió a la mitad. Cogió unas cuantas piedras más que había en las inmediaciones, y volvió a empezar…
            Cada tenía que irse más lejos en busca de piedras que tallar. Apenas tenía sensibilidad en las manos, pero daba igual. Tenía ya un árbol partido, y mitad de otro. Si conseguía una piedra lo suficientemente dura, acabaría en seguida. Muchas horas caminando cercano a la montaña, encontró varias que se prestaban a su idea.  Varios días más tarde, tenía un buen machete para cortar (muy lentamente) troncos y algo así como una navaja para trabajar la madera. Al fin saldría de aquella apestosa isla!
            Puso todo su empeño en tener la balsa hecha lo antes posible. Cuatro troncos atados con helechos y corteza formaban la base, a la que poco a poco iba añadiendo más tronco trabajados para ser planos y hacer una plataforma que lo mantuviera alejado unos palmos del suelo. Se esforzó también en hacer un mástil, por si conseguía alguna tela llegada con el mar, y una cabaña pequeña para guarecerse la lluvia. Por suerte, aquél rincón del mundo era poco dado a embravecerse con la tormenta, si no, las pasaría canutas. Aparte, comenzó a secar pescado e insectos para usarlos como comida, así como una ingente cantidad de cocos para poder beber. El viaje duraría poco, ya que por esa zona abundaban las islas, pero era mejor ir bien provisto.
            Mientras estaba calafateando, por llamar de alguna manera a su labor, escuchó un leve agitar de ramas justo a su espalda. Se giró, y de la nada, un pequeño mono amarillo con manchas negras y larga cola le saltó a la cara. Sin parar de gritar, trató de quitárselo en encima, pero el cabrón lo tenía bien sujeto por la nuca, y la cola enrollada en su vientre casi le hacía demasiado daño. Trató de rodar sobre si mismo para sacárselo, pero nada, cada vez se asía con más fuerza. Casi ronco, y con lágrimas de dolor, le propinó un puñetazo en el abdomen. Y surtió efecto. A duras penas, Cleptómano consiguió levantarse. Cuando alzó la cabeza, vio al horrible mono. No le llegaban más allá de la rodilla, pero esa cola podría ahorcarlo en seguida. Retrocedió unos pasos mientras el ser le enseñaba los dientes en señal desafiante. El ladrón no sabía muy qué hacer. Supuso que si actuaba con precaución, el animal se iría. Y ahí se quedó, de pie, viendo como aquel mal bicho le enseñaba cada pieza dental. Hasta que se cansó. En un abrir y cerrar de ojos, le había dado la espalda, poniendo especial interés en que Cleptómano viese bien su marronáceo trasero simiesco. Un ramalazo de odio cruzó la mirada del náufrago. Sin pensarlo, se abalanzó sobre el mono. Pero haciendo gala de su condición animal, ese mal bicho enganchó su cola a un árbol y se escabulló entre ellos a tal velocidad que el pobre se dio de bruces contra su barca. Creyó oír, encima de su cabeza, como el mono le sacaba la lengua. Ya no tenía la menor duda. Odiaba a ese puto mono.
            Sin embargo, al levantar la cabeza, se fijó en que su machete faltaba. Y levantándola un poco más, veo en que el mono la tenía en sus manitas. Como dándose cuenta de sus intenciones, sonrió y se escapó de rama en rama. Cleptómano, jurando que destriparía ese mono y luego se comería sus tripas cocidas, comenzó a perseguirlo. Claro que es muy difícil perseguir a un animal completamente adaptada para ir por las copas de árboles. Y más, cuando éste tiene un tercer apéndice de la extensión de 6 brazos, uno detrás de otro. Llegando al límite de sus fuerzas. Cleptómano lo siguió hasta la montaña. Cuando llegó a sus faldas, el cabrón ya llevaba mucho subido. “Así que de ahí saliste, eh, capullo?” Se dijo a si mismo. “Pues ahora te vas enterar”. Pero no había nada para poder agarrarse. Aquella pared era casi completamente lisa. Cómo puñetas haría ese mono para subir? Una investigación más minuciosa de la pared le hizo fijarse, a su derecha, en unas pequeñas grietas, casi imperceptibles, en las que encajaban pies y manos. Estaban hechas casi a propósito para que alguien pudiera subir por ellas. Fue un detalle que se le escapó por completo. En su mente sólo estaba el jodido simio.
            Se hizo noche plena cuando acabó de subir. La luna estaba en su cénit y el cielo despejado permitía ver razonablemente bien. Por el rabillo del ojo percibió un rápido movimiento, seguido de una gran cola. Y sin pensarlo, se abalanzó a por su presa. En ese momento, resbaló y casi se despeña, pero consiguió agarrase a un saliente a tiempo. Maldijo entre dientes a todas las deidades que pasaron por su mente y continuó con un poco más de cuidado, pero sin detenerse.
            Llegó, sin darse cuenta, a la abertura de una cueva. “Así que por aquí viniste” murmuró entre dientes. Con un rictus de locura, entró sin pensarlo. Unos metros hacia delante, se encontró antorchas y la cola del simio. La suerte le sonría al fin! Ni se paró a pensar qué hacían allí unas antorchas bien puestas e iluminadas.
            Corrió y corrió sin ver por dónde iba. Poco le importaba. Ese jodido monstruo le devolvería el machete o hundiría la isla a hostias si era necesario. Peor el jodido monstruo era rápido de narices y lo más que alcanzaba a ver era el final de su cola. Durante un momento, creyó sentir una ligera brisa, pero enseguida se quitó ese pensamiento de la cabeza. Hasta que la brisa se hizo viento y la roca dio paso a las estrellas. Estaba en lo alto de las montañas! Qué puñetas estaba pasando ahí? Iba a cuestionarse ciertas cosas, pero volvió a ver al susodicho mono, y se puso a correr ladera abajo, por unas escaleras talladas perfectamente en piedra. Pero Cleptómano seguía a su rollo y ni cuenta se dio.
            Comenzó a descender cada vez más aprisa, dando alcance al bichejo, pisándole casi la cola… hasta que la pisó. El mono, dolido, como por acto reflejo, enrolló la cola al tobillo de su perseguidor y tiró, derribándolo. Y Cleptómano descendió todo el último trayecto rodando. El mundo no dejó de dar vueltas durante mucho tiempo.
            La parada fue brusca. Aún tumbado sobre hierba, el cielo no paraba de moverse. Trató de cambiar de postura, pero su cuerpo se negaba a moverse. Dolía a horrores. Cada hueso y músculo parecía quererle decir a su dueño que existía, y donde estaba. Menos los ojos; ellos preferían irse apagando poco a poco. Una cabeza de simio asomó antes de desmayarse. Y algo parecido a un humano.
El despertar fue duro. Abrió los ojos y sólo vio oscuridad. Pero al menos su cuerpo parecía no doler. Incluso respondía a su voluntad en cierto grado. Trató de ponerse en pie. Y lo consiguió. Su lecho estaba a la altura del suelo, de madera. Y no era que no viese, si no que era de noche, sus ojos se empezaban a acostumbrar. A tientas, encontró su ropa, encima de un pequeño taburete. Se puso sus jirones y con las manos por delante, trató de buscar la salida. En lugar de ellos, enfrente de él apareció lo que pareció una figura humana. Del susto, se cayó de espaldas.
            - S’hanza zu holo ma suku – La inflexión de aquel hombre teñido de negro parecía inquerir algo.
            - Pero qué coño!? – Exclamó sorprendido el náufrago. Y con razón. Nunca en su vida había visto a un señor cuyo color de piel fuese el de la noche misma y cubierto con un taparrabos que no dejaba mucho a la imaginación.
            - Oh, mis disculpas caballero – dijo el hombre, con un grave acento crucí – No tenía conocimiento de que hablarais la lengua del Cruce. Ruego, absolváis de culpa por hablar en un idioma bárbaro y desconocido para vos – E hizo una reverencia.
            - N… no te preocupes… e…es só… solo que… - tartamudeó de sorpresa Cleptómano.
            - Comprendo vuesa sorpresa, mas no habéis de alarmaros. Estáis a salvo. Descansad, lo necesitareis. Pronto vuesas dudas serán atendidas – Haciendo otra reverencia, salió de la cabaña. Mudo de asombro, con los ojos ya casi fuera de sus órbitas, Cleptómano volvió a su lecho, creyendo que no volvería a conciliar el sueño. Pero lo hizo.
            Abrió los ojos a plena luz del día. El tipo de la otra vez estaba allí, de espaldas, ocupado en sus quehaceres. En su hombro, el mono. El puto mono de cola infinita. Con furia en la cara, se levantó repentinamente y se puso a gritar a la vez que se acercaba a grandes zancadas. El hombre enseguida se levanto e interpuso su cuerpo entre Cleptómano y su presa, dándole tiempo al animal a largarse por la venta. El ladrón no dejaba de patalear y manotear al aire mientras maldecía a grito pelado. El hombre oscuro lo acabó derribando con una mano firme e imparable.
            - Lo siento, vuesamerced – dijo con tono contrito – Mas no permito esos alardes de violencia en mi propio techo. Y menos contra mi mascota.
            - Eso… -trató de contestar alucinado – ese odioso monstruo salido del culo del mismísimo Rhyelap, es una puta macota!? – Acto seguido, el dolor de una bofetada se instaló en su mejilla.
            -No permito que habléis así de Aganu. Es fiel y amoroso. Si estáis ofendido porque esa tosca roca que traía era vuestra, pido disculpas, mas non admitiré más descalificaciones hacia mi compañero. – Aseguró con mirada severa.
            - Lo… lo siento. – Adujo mientras se miraba los pies – Es que… me costó mucho tallarla. Es mi único medio para volver al hogar.
            - Si ese es el entuerto, desfarémolo lo antes posible, si sois paciente. Y ahora, salid a dar un garbeo. Luego me reuniré con vos. – Sin mediar palabra, siguió a sus quehaceres. Y sin mediar palabra, Cleptómano salió de la tienda.
             Aquella comunidad era distinta a cuantas había visto. Eran bárbaros, si, pero tenían ciertos toques civilizados que le hacían preguntarse a uno de dónde los habían sacado. Demasiado lejos de cualquier civilización como para tener detalles como el dinero, escala social o cordero asado. Podría parecer inútil el dinero en una comunidad tan pequeña, pero la presencia de ricas telas, regios caballos y armas ornamentadas delataba el papel que tenía en el estatus. Sin embargo, ese idioma bárbaro y el hecho de que tanto hombre como mujeres trabajasen en igualdad, así como el hecho de tener a los niños instruidos desde pequeños les daba un toque muy curioso. Bárbaros sin duda, pero civilizados a su modo.
            Un rato más tarde de haber extraído estas conclusiones, el hombre encontró a Cleptómano.
            - Buenos días, vuesamerced – Saludó en una reverencia.
            - Buenas días…
            - Gungar, si a vuesamerced le place.
            - Me place, me place – contestó sin saber muy bien qué decir. Su rostro cambió a horror cuando el mono se encaramó al hombro de tan servicial señor.
            - Deseáis algo para que vuesa estancia sea más confortable? – Se ofreció humildemente.
            - Podéis hacer algo con esa… cosa? Me pone del hígado! – Respondió conteniendo la ira.
            - Vuelvo a disculparme si en el pasado, su comportamiento fue malo, mas no podría separarme de M’rapasumi. Es más leal amigo. El cual, todo sea dicho – Y hablándole a su mascota, dijo – N/go, ramaná, suliman. – Acto seguido, bajó del hombro de su dueño para rápidamente mostrar a los pies de Cleptómano su machete – No lo necesitaréis más, pero creí conveniente este efímero detalle para una postrer reconciliación.
            - Es… un buen detalle – reconoció, conteniendo ahora la alegría – Pero mantened a ese… marsupilami a cierta distancia, al menos de momento. Me pone un tanto nervioso.
            - Así se hará, vuesamerced. Querríais acompañarme ahora? Es la hora de comer.  Estaréis famélico.
            - Bien es cierto. Vayamos pues.
            En el centro de la aldea, el banquete era compartido por todo el pueblo. Cada uno llevaba lo que podía, y todos comían de todos. Según le explicaron, eran demasiado pocos como para permitir que murieran de hambre, así que trataban de cuidarse lo más posible, a pesar de que el dinero fuese algo demasiado sagrado como para ser compartido.
            “Pues van listo como se cuiden igual que Barbamenta a mi”, pensó con amargura. Lo cual, le llevó a hacer cierta pregunta, al acabar el banquete.
            - Cómo es que no me habéis preguntado mi nombre?
            - Porque no lo necesitamos. Uno de los regalos que los armindolienses nos dieron fue el de la bondad y el sentido de la ayuda al prójimo, sin importar quién fuera
            - Armindol estuvo aquí – Preguntó no sin cierta perplejidad – Bueno, eso explicaría ciertas cosas… - tuvo que admitir. Su interlocutor asintió.
            - Hace años, muchos, Armindol vino a regalarnos su mayor valía: la civilización. Gracias a sus conocimientos de navegación, podemos comerciar con islas próximas. Nos dieron la agricultura, ganadería, e incluso el idioma, que se transmite entre los sanadores del pueblo, como un servidor.
            - Ya veo… pero me ayudaréis a salir de aquí?
            - Por supuesto, vuesa merced. Pero tendremos que poner a prueba su paciencia, mi buen señor.
            - No importa – respondió contento el ladrón.
            Pasaron 7 lunas, más o menos, cuando por fin Cleptómano puedo tocar la posibilidad real de largarse de esa isla. Una barca inmensa, suficiente para 5 como él, muy ancha en su centro, para albergar un mástil y una cabaña. Sin embargo, con un par de remos, se manejaba perfectamente gracias a un ingenioso sistema de cuerdas y más palas. Se veía que habían aprendido bien de los armindol. Dentro de la cabaña, habían puesto las provisiones que él había recolectado, así como comida suficiente para un mes y su machete, junto con algo de ropa. Emocionado, se giró hacia Gungar y le dio un abrazo.
            - Gracias! Gracias! Gracias, Gungar! Nunca olvidaré esto, de veras!
            - Todo es poco para ayudaros, vuesamerced, mas nos gustaría celebrar una pequeña fiesta, antes de que partáis. Por supuesto.
            Aquella noche, la isla se llenó de júbilo, luz y bailes. Cleptómano fue escuchado como a un dios bajado del cielo. Cantaron canciones, se emborracharon y algunos hasta triunfaron en muchos sentidos. 
            Al amanecer, entre caras tristes, Cleptómano partía hacia el horizonte.

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