- Cómo te llamas?
Aquella
pregunta chocó de frente con el entendimiento de Cleptómano y se hizo pedazos.
No movió un músculo ni dejó de mirar la mesa. Uno de los matones de Barbamenta
le golpeó con la mano tan abierta como de costumbre, tirándolo al suelo, silla
incluida. Pero si le dolió, o siquiera llegó a sentir algo, no dio muestras de
ello. Siguió mirando la veteada mesa enfrente suya, mientras el pirata gritaba
maldiciones y preguntas aderezadas con un fresco olor a menta. Qué importaban
ahora porqués y nombres? La única razón que le habría mantenido con vida se
había esfumado.
-
Última vez – repitió por milésima vez el capitán. Cuando se desesperaba, su
acento sharmajadí se hacía evidente – Cómo cojones te llamas, maldición!?
La
cicatriz era lo único que sentía. Un dolor lacerante que seguía la curva del
ojo izquierdo y llegaba hasta la nariz. Sangró durante mucho, mucho tiempo. Más
del que Cleptómano tenía el valor de recordar. Ni siquiera sabía hacía cuánto
había sido. Pudieran ser meses, años, horas, segundos. Lo único que tenía
seguro en la memoria era el olor de perros mojados y sus excrementos. Tenía un
vago recuerdo de comer. Y no podría jurarlo, a veces le limpiaban la jaula.
Aparte
de eso, no había nada más. Pasaba los días en una extraña duermevela vacía, sin
sueños ni recuerdos. Pero con interrogatorios. Barbamenta estaba empeñado en
saberlo todo acerca de su polizón. Habría obtenido el mismo resultado si le
hubiera preguntado a una pared. Claro que la pared no habría tratado tan bien a
los nudillos que impactaban contra el interrogado.
Un
hombre alto como armario y ancho como dos, encendió unas velas; comenzaba a
anochecer. El olor de la cera derretida le evocó una imagen de su infancia. Era
muy lejana y borrosa, como si hubiese pertenecido a un viejo sueño. Pero ahí
estaba, y no se iba. Un hombre corpulento, barbado y con coleta, reclinado ante
un escritorio desordenado, le mandaba, sin girarse a mirarlo, irse a la cama.
Era extraño: recordar a su padre escribiendo y no trabajando metales. La única
persona que lo reconocía. Su mentor y cuidador. Gracias a él, había aprendido a
leer, a escribir y a hacer cálculos. Jugaba con él cuando tenía tiempo. Le
había hecho sentir una persona de verdad, y no un recuerdo olvidado.
Pero
ahora estaba muerto. Y su madre. Y su infancia. Y pronto lo estaría él. Ahora
de momento, volvía a estar en el suelo, siendo izado lentamente por el armario
calvo. Los ojos verdes del pirata se le clavaban como cuchillas al rojo, aunque
no los sintió. Cleptómano estaba perdido en la nada.
Otra
imagen apareció delante de él. Estaba paseando por un pueblo. Su pueblo,
supuso. Al pasar, la gente lo miraba, extrañado. No sabía cuánto tiempo
llevaban viviendo allí, aunque aventuraba que el suficiente para que sus
vecinos lo reconociesen. Muchos no escondían su cara de asombro al comprobar
que el herrero tenía un hijo del que no sabían nada. El Cleptómano-niño no lo
entendía, claro. Como tampoco daba entendido sus problemas al jugar con los
otros niños – sin embargo, cuando lo empezó a comprender, fijó su atención en
otros menesteres, como el amaestrar ratas, para salir lo menos posible- Al
llegar a casa (supuso que era su casa), su padre vio su cara de confusión y le
dijo, arrodillándose para ponerse a su altura, algo similar a:
-
Hijo mío, no dejes que esas miradas te afecten. No tienen ni idea. No saben lo
que vales. Si haces caso a tu viejo padre, cumplirás tu destino. Un enorme
destino. Glorioso – Sus ojos brillaban de orgullo – Nunca lo olvides.
No
había entendido sus palabras en aquel instante. Pero en el lecho de muerte, también
le había dicho: “Desearía que tuvieras una vida mejor que la que te pude dar.
Ojalá vivas mejor de aquí en adelante”. O algo por estilo. Quizá lo que su
padre quiso decir era que su destino era el de ser rico. Vivir en una casa
enorme, con mayordomos y sin una sola preocupación salvo la de recolectar
impuestos a aldeanos locales. Qué si no implicaba “glorioso destino” mezclado
con “vivir mejor”? Él podía conseguir el oro. A pesar de su torpeza, tenía la
cara ideal para ello. Pero ahí estaba, en un barco hecho de fresno, con un
pirata que olía maravillosamente bien, siendo maltratado por un armario con
extremidades y durmiendo rodeado de excrementos. Su padre no lo habría aprobado.
Tampoco habría aprobado el latrocinio, pero al menos se había mantenido vivo
con sus míseros ingresos. Qué importaba su cara? Su cara no lo había hecho
inmortal. Si por algo seguía respirando era por las palabras de su padre. El
“glorioso destino” le había hecho, no sólo tratar de conseguir dinero de la
única forma que sabía, si no vivir, ahora se daba cuenta. Eso era lo que su
padre, en última instancia, querría de él. Vivir y poder cumplir su destino. Y
no viviría de seguir así.
Barbamenta
se levantó, indicando a su ayudante que ya podía devolverlo a su
encarcelamiento. Pero Cleptómano levanto los ojos y abrió la boca por fin:
-
Cleptómano – dijo con voz seca – me llamo Cleptómano.
El
pirata soltó una risotada.
-
Te he preguntado por el nombre real, no por tu mote, Clepsidra.
-
Twuinghfadel Ferminstorfeghrwyn fon Tuistergarderder Brescund – mintió
Cleptómano, sujetándole la mirada su captor. Y éste, poniendo los ojos en
blanco contestó.
-
Supongo que te conformarás con Clepto, no?
Cleptómano
asintió.
-
Estos dados están trucados!
La
emoción del juego, sus apuestas y trampas había disminuido considerablemente
desde que Barbamenta le había regalado su nuevo rostro. Después de contarle
cuatro historias sobre su infancia, haciendo especial hincapié en su afición
por la cría de ratas y sus entresijos más desconocidos, el pirata lo había
dejado ir a sus anchas y relacionarse con la tripulación. Aunque el ahora ex-ladrón
mantenía las distancias. La distancia que daba el palo mayor de la embarcación,
en concreto. La suerte nunca había sonreído a Cleptómano, pero él le forzaba la
sonrisa a fuerza de trampas y trucos. Y un poco de olvido, claro. Todo se había
complicado de mala manera. Más teniendo en cuenta que estaba en su espacio
cerrado, sin muchos lugares para esconderse.
-
Ya estoy harto de sus jueguecitos! Cogedlo!!! – Frel y sus enormes gritos
fueron como la señal de escapada para Cleptómano.
La
tripulación de La Goleta de Fresno
era, a su juicio, tan rencorosa como limpia. Al igual que no permitían que una
cagada de gaviota manchase la cubierta, tampoco toleraban una sola falta en los
juegos. Eran más intransigentes con eso que los norteños con sus madres.
Exageradamente más, a juicio del ladrón. Qué importaban unos cientos de trampas
a cada partida echada?
En
casos cómo aquél, siempre recurría al palo mayor. Tal que ahora mismo. Los
navegantes de Barbamenta eran letales en distancias cortas, habilidosos en el
saqueo y demás, pero escalando… escalando Cleptómano era el rey. De hecho, la
plataforma del vigía estaba notablemente más baja que en otras embarcaciones.
Por ello, podía llegar hasta el punto más alto del mástil, a salvo de que
cualquier ataque, mientras sus asesinos compañeros gritaban impotentes en
cubierta, frases tales como:
-
Ya bajarás, hijo de chacal!
-
Por tus dioses y los míos, que cuando bajes te rebanaré el trasero y te lo haré
comer!
-
Te abriré ese cráneo de mono que tienes, te quitaré los sesos, los marinaré y
me los comeré esta noche a la luz de la luna!
Y
otros piropos piratas similares.
El
golpeteo de madera contra madera anunció la llegada del capitán.
-
Qué os he dicho sobre Clepto! Dejad que baje ahora mismo!
Se
había olvidado. Ahora era parte de la tripulación. Luego de unas lunas viajando
con ellos y viviendo en la jaula, Barbamenta llegó a la conclusión de que sería
mucho más útil como grumete que como prisionero. Así, se le había hecho jurar
cumplir todas las normas de higiene y comportamiento del barco, muy estrictas:
baños programados, limpiezas a fondo dos o tres veces al día (y pobre del que
se dejase una mota de polvo!), lavarse las manos cuando servía en las cocinas,
alimentación equilibrada, asear bien a los animales robados (que luego eran
vendidos), no traer cadáveres a bordo… y muchas más.
Nada más bajar, el capitán cogió a su
subordinado por un brazo y se encaró a la tripulación.
- Desde el momento en que juró
cumplir nuestras normas, es uno de los nuestros! – rugió Barbamenta ante un
público visiblemente aterrorizado – Y qué os he dicho de tratar a los nuestros?
Un tenso silencio respondió su
pregunta
- No os oigo – dijo con un helado
tono de voz, para luego gritar a pleno pulmón – QUÉ OS HE DICHO!?
- No somos compañeros, somos
familia! No levantaremos jamás la mano contra la familia! Protegeremos a la
familia!
- Así me gusta. Venga, dejad de
holgazanear y poneos con vuestras tareas. Yo tengo que hablar con éste.
Para sus adentros, Cleptómano
sonrió. Era el nuevo, el protegido del jefe. No le podría pasar nada.
Llegaron al ordenado y pulcro
camarote del capitán. Se quitó peluca ribeteada de verde junto con el chaleco y
la camisa y se puso un gambesón. Ahora parecía más sharmajadí que nunca: alto,
ancho, moreno y de ojos verdes. Quién lo viera diría que era vendedor de
camellos más que cruel y limpio pirata.
Hizo sentarse a Cleptómano. Lo miró
durante un rato. Luego hinchó el pecho. Expiró largamente, con los ojos
cerrados. Y le metió el mayor directo a la mandíbula que había recibido jamás.
- Pero tú eres imbécil o qué!?
El ladrón se levantó como pudo,
sujetándose la mandíbula con una mano.
- Mira, no puedo cuidar de ti-
explicó Barbamenta mientras le daba la espalda – Ni tampoco quiero. Ahora eres
uno más de esta familia. Y a la familia no se la engaña. NI se le hacen
trampas. – continuó mientras tomaba asiento – Si quieres seguir aquí y que no
te demos de comer a los tiburones, más vale que te comportes. Lo he dejado bien
claro? – Lanzó una helada mirada a su interlocutor. Éste asintió como guiado
por una fuerza superior – Me alegro. Ahora, sal de mi vista!
Y Cleptómano salió de su vista tan
rápido que pareció teleportarse. También dejó de hacer trampas con sus primos
de adopción. Era mejor eso que pasarse lo poco que le quedase de su vida en el
estómago de un tiburón.
-
Detenedlo! Que no escape el hideputa!
Los
gritos llenaron de vida las calles empedradas. A la débil luz de las antorchas,
Cleptómano corría como sólo él sabía hacerlo. Hizo un par de quiebros y algún
que otro giro inesperado, pero sus perseguidores no dejaron en su empeño de
atraparlo y desollarlo, tal y como habían amenazado hacía un rato.
Había
aprendido a no hacer trampas en mar. En tierra, eso era otro cantar.
Ya
era uno más de la tripulación. Bromeaba con Sej. Perdía toda partida de lo que
fuera contra Frel, Jinn y Hrun el Multicolor. Aprendía todo sobre balística de
Eümer del Puente. Y del maestro Jermais Galathor prevención e higiene. De
Barbamenta no aprendía nada, porque ni le dirigía la palabra. Como al resto de
la tripulación, vamos. Su última interacción, aparte de órdenes gritadas, fue
el puñetazo de su camerino. Pero al menos empezaba a sentirse parte de algo.
Por primera vez en su vida, tenía amigos. Quizá a eso se refería su padre.
Sin
embargo, unas horas atrás, habían desembarcado en Mesch, una de las pocas islas
que comerciaban con piratas.
“Y
la única con gente tan persistente”, pensó para si Cleptómano, apunto de echar
todas sus tripas por la boca. Luego cayó en la cuenta de que la causa de estar
tanto tiempo corriendo era su nuevo rostro. Maldijo a sus atléticos malhechores
y aceleró incluso más el paso. O se escabullía de alguna manera, o moriría
corriendo.
En
el siguiente quiebro, que casi lo manda a besar el suelo, encontró una cesta de
mimbre con un buen tamaño. Excelente para usar sus años de experiencia. Por
arte de magia, Cleptómano desapareció de la vista de las torres móviles que le
daban caza
Vale
que en el barco, había tenido que escapar de mala manera, pero sus compañeros
se cansaban enseguida. Éstos parecían sabuesos que no paraban hasta que la
sangre de su presa le corriese por la mandíbula. Y todo por unas míseras
monedas ganadas honradamente con dados honradamente trucados y cartas
honradamente marcadas. Qué susceptible era la gente por dinero! Ahora más que
nunca se daba cuenta. Antes, con su cara, era imposible que lo pillaran, por lo
que estas escenas se veían reducidas a un mero trámite. No como en este
instante. En este preciso instante, levantaban la tapa del cesto.
-Sorpresa!
– exclamó Cleptómano. Unos brazos gigantes lo sacaron, lo zarandearon por el
aire y lo dejaron allí suspendido. –Mirad, sé que no hemos empezado con buen
pie, pero hey! Os devuelvo el dinero y listo, no? Total, son sólo unas
moneditas – Y ahora sí que besó el suelo. Después de recorrer un par de metros.
-
El dinero nos da igual, estúpido – dijo el único que tenía pelo, y
probablemente, el único que podía hablar sin monosílabos – Nos has dejado por
idiotas. Y eso es algo que no somos. Por lo que estamos ofendidos – razonó en
voz alta – No es así, chicos?
-
Sí! – clamaron dos. Otro, el que lo había sacado de su escondite, se limitó a
asentir y gruñir.
-
Bien. Bien. Bien – repitió el parlanchín. – Bien. Ahora, nos acompañarás a la
playa. Allí decidiremos qué hacer contigo. Grunnar, llévalo. No queremos que se
le cansen los pies. – Genial, encima, era un tipo ocurrente. La poca vida que
le quedara se haría eterna.
No
tardaron mucho en llegar a la playa. Claro que en una isla cuya costa está
compuesta casi en exclusividad por arena y palmeras, no es difícil. El gigantón
lo sostuvo mientras el resto encendían como buenamente podían, una hoguera. Lo
cual era elevar mucho de categoría esas brasillas.
-
Bien. Bien. Bien – Cleptómano puso los ojos en blanco al oír la muletilla. De
volver a escucharla, ya se moriría él solito. – No hemos encontrado mejor
manera de hacerte pagar por tus crímenes que prendiéndote fuego. Será… poético.
No es así, chicos?
Dos
síes y un gruñido siguieron a la pregunta. En la cabeza de Cleptómano sólo
había espacio para preguntarse dónde puñetas estaba la poesía en aquello. Ni
siquiera rimaba.
-
Grunnar, procede a achicharrarlo!
-
Eh! – Gritó el ladrón – Eh! No tengo derecho a un juicio o algo? Un combate a
muerte? Una última partida? Una última voluntad? Algo? – Nada de lo dicho hizo
que el lento paso del gigante se detuviera. Así pues, procedió a usar su
ingenio. – De verdad crees que con esas brasas me quemarás vivo? No creo que
note mucho más que la agradable calidez de los pechos de tu madre.
Funcionó
mejor de lo esperada. El tipo cayó muerto delante de él. Le habrían quitado su
rostro, pero sus palabras que convertirían en flechas. Además, provocan que el
mundo se pusiera del revés. Y ver negro. Muy negro.
Despertó
con el mundo puesto en su sitio. Abrió poco los ojos, que mostraron solo
imágenes borrosas. Poco a poco, se clarificaron, hasta que todo cobró forma y
sentido. Menos su intento de castigo. De verdad había convertido una
fanfarronería en una saeta. Lo veía difícil. No obstante, su mente se obstinaba
en recordar lo contrario.
-
Vaya, al fin despierto – Cleptómano se sobresaltó. Mandó las ligeras sábanas
hacia el techo y a su cuerpo al suelo.
De tantas veces que fue besado, el suelo creería que eran amantes o algo. –
Tranquilo, soy yo – añadió, conciliador, Barbamenta.
-
No estaba yo en una playa apunto de ser incinerado?
-
No lo habrían conseguido. Alguna quemadura fea, pero nada más.
-
Entonces, para qué intervenir. Los habría despachado, como siempre.
-
Con qué con tu rostro imposible de recordar, o con tus flechas de palabras? –
Aquello hirió a Cleptómano hondo.
-
Cómo sabes tú…?
-
No dejabas de repetirlo en sueños.
-
Qué ocurrió?
-
Bueno, Svjen, Hrun y Centollo te vieron pasar corriendo, y luego a esos tío.
Fueron a avisar a todo al que encontraron y siguieron su rastro a la playa.
Gallys disparó una flecha, que le dio en el cuello a ese tipo con pelo. Y
Centollo disparó varias piedras, con la mala suerte de acertarte a ti en plena
cabeza. Acto seguido, le dio a tu gigante, y se la rompió. El resto, fueron pan
comido. Tuviste suerte, Clepto. Esa piedra se desvió por el viento, si no, te
habría matado
-
Siempre un tipo con suerte – comentó, mirando a la nada. Luego volvió a mirar a
su capitán – Pero dime… porqué volvieron a por mi? No me debían nada. Podrían
haberme dejado a mi suerte, y sería un problema menos.
-
Porque – contestó Barbamenta, con mirada y tono de reproche – tú ahora eres uno
de mi tripulación. No lo olvides. La compañía de Barbamenta nos protegemos unos
a otros, sin importar el qué. Nos cuidamos mutamente. Harías bien en recordarlo
para la próxima – Y con brusquedad, se largó.
Aquello
lo dejó pensando durante un rato largo. “Nos protegemos unos a otros. Nos
cuidamos mutuamente”. Si aquello no era tener una familia, no sabía qué era.
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