Diario de a bordo;
Tercera luna llena. Año 712 IA
Partimos ayer noche, para levantar las menos
sospechas posibles. Un barco como éste empieza a ser llamativo después de dos
días estando simplemente atracado. Una breve parada es suficiente para que los
hombres descarguen sus necesidades y deshacerse de material comprometedor. Por
el momento, todo correcto, sin sobresaltos. A uno de los chicos le faltó su
ración de comida. Haré que mi segundo investigue quién es el tragaldabas y le
de un castigo.
El
pirata leyó por cuarta vez en el día sus notas. Algo raro pasaba en el barco, y
estaba dispuesto ha averiguar qué. Y para ello, repasaría sus notas las veces
que hiciera falta. En ellas, lo había anotado todo, así que, de haber cualquier
suceso extraño, estaría allí. Era cuestión de tiempo.
Diario de a bordo;
Quinto cuarto menguante. Año 712 IA
Rumbo al archipiélago Tortuga.
Allí, si bien no seremos bien recibidos, al menos podremos abastecernos como
los dioses mandan. Si en los próximos días encontramos algún barco, sería bueno
atracarlo. Si es más tarde, mejor olvidarlo, la tripulación no estaría en
buenas condiciones.
El incidente de la comida se ha
vuelto a repetir. Traté de ser lo más condescendiente posible al hablar con la
tripulación. Quizá alguno estuviera enfermo. Seguían callados. Tuve que
ponerles más turnos de limpieza. Conocen las normas perfectamente, aunque
intenté ser lo más blando posible. Espero que el trabajo les suelte la lengua.
Tenía que concentrarse para leer las
anotaciones completas. Una furia como pocas veces había sentido le invadía,
provocada a medias por la impotencia y la ignorancia. Sólo una vez había
sufrido una situación parecida y no había acabado bien. Desde entonces, estaba
dispuesto a hacer lo que fuera para que no se repitiera. Y lo había conseguido.
Hasta ahora.
Diario de a bordo;
Segunda luna nueva. Año 712 IA
Estamos a dos días de la Isla
Tresdedos, la mejor del archipiélago para que mis marineros se desfoguen. También
necesitaremos comida para nuestro polizonte. Un pinche jura por uno de esos
extraños dioses tarsos que ha visto a un hombre robar su ración de comida.
Inmediatamente, pusimos patas arriba todo el galeón. Buscamos hasta entre los
cojones de los perros. Ni rastro. El pinche tampoco parece recordar sus rasgos.
Ciego de rabia, lanzó un cuchillo con
inusitada furia contra una pared, clavándose en medio del mar Bravío. Lanzó un
puñetazo a la mesa de trabajo, de madera noble, con la mala fortuna de romper
una pata. Todo lo que en ella cayó al suelo. Pateó el revoltijo de pergamino y
madera al tiempo que maldecía. Como tigre enjaulado, fue de un lado a otro,
gruñendo y jurando que no lo volverían a atrapar, que no volvería a dormir
hasta atrapar a ese hijo de puta, a la vez que golpeaba y apalizaba cualquier
objeto de su trayectoria. No tuvo piedad con ninguno, ni con el baúl con sus
pertenencias. De repente, se paró. Observó todo el desastre. Se cagó en la
madre que lo había parido y se puso a recoger. Horas más tarde, al anochecer,
luego de limpiar de tinta su diario, volvió a la faena.
Diario de a bordo.
Sexto cuarto creciente. Año 712 IA
Llevo 8 días contando día a día,
3 veces por día a la tripulación. Un cocinero ha desaparecido, pero el número
sigue siendo el mismo. El polizón, quienquiera que sea, se camufla con la
tripulación. A la hora de contar la menos. Y más marineros, incluso mi segundo,
me dicen haber visto al polizón, pero nadie recuerda sus rasgos. A partir de
ahora, los contaré uno a uno, mirándoles bien. No se escapará a mi ojo. No desapareció
la comida durante el atraque en Tresdedos, así que deduzco que se buscó la vida
en la isla. Pero el capullo no nos ha abandonado.
Pero su medida fracasó. Sí que era verdad que
un cocinero había desaparecido. Volvieron a buscar en toda la Goleta de Fresno, pero ni rastro. Su
ojo, ése que había descubierto
ladrones y asesinos, al que nunca se la escapaba nada, se le escurría un vulgar
polizonte hijo de perra como la arena entre los dedos. Trató de serenarse.
Estaba reuniendo toda la evidencia que había conseguido. No quedaba mucho para
acabarla. Primero la leería por completa. A continuación… que maría el barco si
hacía falta, si con eso ese bastardo se calcinaba en su interior.
Diario de a bordo.
Tercera luna llena. Año 712 IA
La tripulación cree que es un
fantasma, una maldición o un mago. Hay un poco de todo. Escupen al suelo con
fórmulas mágicas, cuelgan musgo, arrojan sal sobre su hombro izquierdo y alguno
no se cambia la ropa porque dice que lo protege de todo mal. De lo único que le
protegerá es de la limpieza, porque mal, mal lo va a pasar mal como me siga con
esa actitud. Sabe mis normas perfectamente. De nuestro polizonte no sabemos
nada nuevo, salvo que le encanta saquear las cocinas sin ser visto.
Las cocinas… una vaga idea comenzó a asomar
en su cabeza. Se acomodó bien en su silla y se quitó la pata madera. Miró por
la ventana de su derecha. Oscuridad. Y una brillante luna menguante. Caviló un
rato más. Luego siguió leyendo.
Diario de a bordo.
Séptima luna llena. Año 712 IA
Considero mis normas sobre la
higiene duras, pero justas. Y lo más importante: claras. Gracias a ellas, somos
el barco con menos muertes por infecciones. Irónicamente, es muy posible que
seamos la que más castigos impone. Por ello, nadie se extrañó cuando le corté el
cuello a ese supersticioso rompe-reglas.
Ni la piel de las patatas quedó
sin registrar en la búsqueda de nuestro indeseable polizonte, pero no apareció.
La gente dice que lo sigue viendo. Por mi parte, no he visto nada fuera de lo
común. No es tonto. Sabe que si veo a alguien ajeno, se comerá sus propios
intestinos a la cena.
Sólo quedaba una entrada. Se acordaba
bastante bien, pero la leería de todos modos. Siempre conviene recordar
detalles, aunque sean pocos. Ese gusano… no. Esa mierda de gusano iba a saber
quién era Barbamenta, y el porqué de ser tan temido en todo el mundo conocido.
Diario de a bordo.
Segundo cuarto menguante. Año 712 IA
Lo he visto! Estaba en cubierto,
inclinado sobre la borda mirando a los peces cuando apareció. Al principio,
creí que era un cocinero, por sus ropas. Pero al fijarme más, vi que no lo
conocía. Entonces mi ira afloró y salté a por él. Mal hecho, poco puedo saltar
con la pata de madera. Y el parche me quita profundidad de visión, por lo que
besé el suelo, claro. Le di una oportunidad para escapar. Estoy furioso
conmigo. Me levanté lo más aprisa que pude y lo perseguí. Desapareció sin dejar
rastro. Hay algo que se me pasa, algo en las cocinas, pero no sé qué todavía.
Hay algo que me escama. Estoy
seguro de haber visto su rostro. Estaba atardeciendo, pero había bastante luz
todavía. Lo vi de frente, lo que bastaría para que no me olvidase jamás de su
rostro. Y sin embargo, nada. No consigo evocarlo, salvo un par de rasgos. Muy
vagamente además.
Dejó de leer y cerró los ojos. Trató de
visualizar al engendro. Tenía ojos marrones... no castañ… no! Oscuros! Si, eso
muy. Muy oscuros. Y una pequeña melena lisa. Más bien, muy rizada. Sí, sí! Su
ojo no le podía fallar tanto. Sólo tenía con concentrarse. Cara ovalada, con el
mentón salido y su nariz en forma de patata. No, más bien respingona. No, no,
aguileña. O puede que… por todos los demonios del maldito infierno! Se le había
olvidado! No podía ser! Volvió a golpear con furia la mesa. Esta vez, se partió
en dos.
No podía ser. Si su ojo le había
fallado, había fracasado. Una vez, un navegante al que había contratado, hace
ya muchos años, lo había delatado. Eso era cuando su rizada melena era negra
como el carbón, veteada de ciertas franjas esmeralda. Y al delatarlo, lo habían
encerrado. Asuntos de dinero. Todo el mundo cree que si eres un pirata, tienes
un tesoro en alguna isla llena de tortugas y cocoteros. Pero Barbamenta nunca fue
un pirata típico, y lo poco que gastaba, se lo gastaba en él y su barco, por lo
que nunca llevaba mucho oro. Y cuando tu bolsillo no puede pagar las deudas,
las paga tu cuerpo. Así perdió un pie y el ojo. Al final, consiguió escapar con
un par de cabezas de regalo. Se juró que con el otro ojo, no perdería de vista
a nadie, para no volver a ser traicionado. Pero ahora el traidor era su único
instrumento de confianza. Sin embargo, existía una posibilidad…
De repente, se le abrieron tanto
los ojos que casi se le salen de las cuencas. Ya sabía dónde estaba ese
bastardo. Lo de pasar inadvertido lo descubriría en cuanto lo encontrase. Era
una cuestión sin importancia comparada con el hecho de estar semanas bajo sus
narices, burlándose de él. Se levantó de la silla con tal brusquedad que cayó
de bruces al suelo. Se había olvidado de ponerse la pata de palo. Con una mano
apoyada a un aparador más o menos conservado, trató de ponerse en pie, mientras
que con la otra se limpiaba la sangre que le manaba la nariz. A saltos, llegó
hasta donde había tirado su pata y se la colocó. Ahora cojeando, se dirigió
hacia la puerta. Vaciló. Bruscamente, dio media vuelta. Abrió un cajón al otro
lado de la habitación. Al sacarlo, se partió, desparramando pelos negros y
verdes. Barbamenta se agachó y comenzó a rebuscar hasta que encontró una peluca
entera. La colocó bien prieta, y se dirigió con firme decisión a la puerta.
Al abrirla, se paró en seco:
toda su tripulación, menos los del turno de limpieza, estaban allí. Recobró la
compostura y dijo muy serio.
- Qué puñetas hacéis aquí? No
tenéis nada mejor que hacer, cotillas de pacotilla?
- Perdone, mi capitán – se
excusó por todos el segundo – Pero escuchamos tanto ruido y tantos gritos que
creímos que… el fantasma le había poseído.
Sin siquiera darle tiempo a
acabar del todo la frase, el capitán le golpeó con el dorso de la mano con
tanta fuerza que le dejó la marca del anillo, una calavera atravesada por dos
cimitarras sobre una media luna, al igual que su bandera.
- No quiero volver a oír hablar
de ese fantasma, entendido? – Recorrió con su ojo a todos los que allí estaban.
Cada vez que miraba a alguien, éste bajaba la cabeza y asentía – Bien. Coged
las armas. Es un hombre. Un mago quizá. Pero sé dónde se esconde. Vamos!
Nadie, ni el timonel, se quedó
en su puesto. Sin excepción, 116 personas, armadas y con ganas de revancha,
seguían por toda la embarcación a su capitán, hasta las cocinas. Muchos se
miraron interrogantes: allí ya habían estado, más veces de las que sabían
contar. Atónitos, contemplaron cómo su capitán pateaba barriles. Pero no
dijeron ninguna palabra (más les valía). Sorprendidos, vieron cómo su capitán
levantaba una trampilla que pesaba alrededor de 7 arrobas con una sola mano.
Entonces saltó con decisión y todos lo siguieron sin dudar, a pesar de que
ninguno conocía el destino que les aguardaba detrás de esos maderos.
Chapoteando al caminar,
Barbamenta se preguntaba cómo había sido tan imbécil. Esta bodega no se usaba
desde que él había adquirido la Goleta de
Fresno y se había olvidado que existía hasta ahora. El polizonte debió
descubrirla de casualidad, buscando un buen escondite. Y vaya si lo encontró.
No podía salir de allí salvo a la hora de la comida, cuando los barriles se
retiraban. Demonios! Ese comemierda tendría lo que se merece!
Escuchó algo moverse justo
delante de él. Se acercó cautelosamente, pero, tal que salido de la nada, el
hombre saltó hacia su cara, apoyó un pie para impulsarse en su nariz, lo que
disparó la hemorragia de nuevo, cayendo a sus espaldas rodando. Se levantó
antes de que Barbamenta pudiera girarse del todo y corrió hacia la trampilla…
frenando en seco para no acabar empalado en la horda de marineros furiosos que
se moría por ver su sangre. Atrapado entre la espada y las espadas, no tuvo más
remedio que asumir su derrota y arrodillarse. El mismo capitán lo ató y lo
llevó por un pasillo de piratas furiosos hasta la cubierta. Allí, lo encadenó
al pie del mástil central y lo despojó de todas sus ropas. El tuerto y cojo
marinero se marchó, luego de darle una última mirada de desprecio, musitando
un: “No lo matéis”.
Al amanecer, después del
desayuno, concentró a todos sus hombres de nuevo alrededor del polizonte. Le
habían metido una buena paliza, lo había oído, pero parecía como nuevo ahora
mismo. Ni un solo moratón. Nadie diría que había sido torturado por un puñado
de fuertes marineros si no fuera por un ojo morado y una mancha amarillenta en
el brazo izquierdo. Le escupió a la cara. Luego se dirigió a sus hombres.
- Tal y cómo os dije! Ni mago,
ni brujo, ni fantasma, ni leches! Sólo un polizonte muy escurridizo!
Hubo vítores para su capitán,
abucheos para el polizonte y tomates voladores. Pero todo cesó de repente
cuando una mano se levantó.
- Pero, si es así, cómo es que
nunca lo hemos visto? – Inquirió el dueño de la mano. Otros asintieron con él.
Milagrosamente, él y sus compañeros, conservaron la mano.
- Bueno, eso tiene una curiosa
explicación, que a mi me costó creer. Pero es la única que puedo aventurar –
Desenvainó la cimitarra y colocó el filo desafilado debajo de la barbilla del
polizonte, obligándolo a mirar a su público. Su mirada no expresaba nada,
aunque quizá la indiferencia ocultaba un miedo supremo – No os parece un rostro
común, fácil de olvidar? – Todos asintieron. No caía duda, era el rostro más
común que habían visto jamás – Mi madre, que Khartul la tenga en su gloria, me
contaba historias de un desgraciado personajillo que se suicidó porque nadie
recordaba su cara. Sospecho que este individuo tiene una magia similar. O estoy
muy equivocado? – Acercó su rostro al del hombre. Éste lo miró de refilón, pero
no dijo nada – Contesta! – ordenó mientras le arreaba tal revés que lo dejó
tumbado en el suelo.
- Puede que no… - Balbuceó con
tímida firmeza el hombre.
- “Puede que no” – Barbamenta
soltó una fuerte risotada – Eres descarado, capullo. Dime, cómo te llamas? –
Preguntó con tono imperioso mientas lo levantaba por el pelo de la nuca. No
pesaba nada para él.
- Clept… Cleptómano – tartamudeó
el ladrón debido al dolor.
- Cleptómaco… qué clase de
nombre es ese para un polizonte? – inquirió, entre sorprendido y enfadado el
capitán.
- Qué clase de mote es
Barbamenta para alguien que no tiene
barba? Me lo llevo preguntando desde que sub… -La frase quedó ahogada por un
grito de dolor, Barbamenta le había soltado un puñetazo en la boca del estómago
con la mano de la cimitarra. Lo lanzó con fuerza al suelo, mientras que el
hombrecillo se retorcía.
- No finjas que tienes cojones
más grandes que este barco, hijo de puta. Si los tuvieras, no te habrías
escondido tanto de mi – Se arrodilló junto a Cleptómano. Le obligó a ponerse a
cuatro patas. Luego dijo – Mira, no sé qué haces aquí, pareces más un
ladronzuelo de poca monta que un polizonte que arriesga su pellejo por un viaje
gratis. Tampoco sé cómo haces eso de que te olvidemos. Por culpa de eso, nos
has jodido pero bien. Sin embargo – sonrió cruelmente – Creo que sé cómo
solucionarlo – Acercó el filo de la cimitarra a la cara de Cleptómano, mientras
que con la otra sujetaba su cabeza, y… deslizó, suavemente, pero firme. Más
sangre de la esperada manó de la herida y el ladrón, con los ojos cerrados,
tuvo que reprimir un grito. Pero no pudo reprimir unas lágrimas. Lo comprendía.
Le estaba quitando lo único que tenía en su mísera vida. Y no podía hacer nada.
Al levantarse, dejó caer al
ladrón. Le escupió de nuevo mientras limpiaba la cimitarra sus ropas. Se dio la
vuelta y se dirigió a sus subordinados.
- Que alguien encierre a este
despojo a los calabozos – ordenó con sequedad.
- Pero, mi capitán, no tenemos
calabozos - se atrevió a decir el
contramaestre.
- Vosotros creo que lo llamáis
perreras – se giró, para encaminarse a su camarote – Ah! Y no limpiéis su
jaula. Haremos una excepción con… cómo se llamaba? Cleptópaco.
Y mientras cerraba la puerta,
dos peludos y altos piratas arrastraban a un catatónico y sangrante Cleptómano
hacia su encierro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario