Sed bienvenidos

Sentaos si queréis. O permaneced de pie. Pero si queréis oír historias, mejor será que paguéis

lunes, 25 de marzo de 2013

Cleptómano XVII


               Todavía quedaba un poso de sueño en su mente cuando Cleptómano empezó a despertarse. Tenía esa sensación de irrealidad, de no querer abrir los ojos y seguir durmiendo. Pero el mundo de la vigilia lo llamaba, y lentamente, el ladrón llegó a él. Cuando todos sus sentidos se encendieron de nuevo, el rabillo del ojo lo avisó de movimiento. La alarma recorrió todo su cuerpo. Se había dado cuenta de que ni sabía dónde estaba, ni con quién, ni qué había hecho la noche anterior, aunque eso tenía algo que ver con un leve dolor de cabeza que amenazaba resaca. En frente suya había una pared de madera. Se giró. Un bulto se movía, con movimientos gráciles y seguros. Poco a poco iba acercándose a él. Lo mejor que podía hacer era quedarse quieto y esperar. Si cometía el error de acercarse, sacaría su cuchi… las uñas. Lo malo de estar desnudo es no poder guardar los cuchillos. Bueno, podía morderlo. O darle un empujón y correr. Si se alejaba lo suficiente no lo reconocería. Pensó mejor ese último pensamiento. Maldijo al universo. Comenzó a evaluar todas sus posibilidades, que no eran muchas (ninguna, más bien) mientras se acercaba la figura. Ya se había subido a la cama. Acercaba sus labios hacia el rostro de Cleptómano. Él sudaba a chorros. Contrajo las piernas, el cuerpo entero, dispuesto a saltar, a correr, a lo que fuera, cuando una voz femenina dijo:
- Oye, nene, quieres seguir a oscuras o abro la ventana?
            Cleptómano lo recordó todo. Cervezas, sonrisas, escaleras y sábanas. Una muy cálida sensación. Felicidad suprema. Sueño profundo.  Decidió seguir a oscuras.

            No había ser existente en el momento actual más feliz que Cleptómano. Su rostro había pasado de no tener rasgo para el resto del mundo a llevar tatuada una sempiterna sonrisa. Meses habían pasado desde Barbamenta de la diera aquel regalo. Si, regalo. Una vez llegado al Cruce y de acostumbrarse a su nuevo rostro, todo habían sido ventajas: se había acostado con mujeres sin extrañas y estúpidas consecuencias, había podido ponerse a trabajar honradamente para pagarse el viaje, había cogido carruajes, viajado con personas… Una delicia!
 El invierno había provocado un corte del camino que lleva del brazo oeste del Mordisco al Valle, por tanto, se había quedado en una granja, trabajando con el sudor de su frente. Hasta tenía una relación medio seria con la hija del granjero, una bella moza de anchas caderas y sonrosadas mejillas, como siempre se imaginó a su madre. El sol al fin brillaba en el horizonte. Metafóricamente hablando, porque con el tiempo que hacía, que no paraba de nevar, era una suerte ver algo más que blanco nuclear.
Como llegó, el invierno se fue. Cleptómano era feliz, con su chica, Didi, y sus suegros, Gordo y Felda. Aparte de coger leña y hacer pequeñas chapuzas, herraba a los caballos y fabricaba pequeños utensilios. Una vida sencilla, una vida feliz.
El tiempo seguía pasando y el futuro y pasado de Cleptómano, que ahora se hacía llamar Anth, se diluían lentamente en la humildad del trabajo y la cálida vida familiar. Ya no le dolía la traición de Barbamenta. Ya no recordaba su antigua vida de ladrón sin cara. Ya no le importaba ese viaje hacia el Valle. Lo único que quería era vivir su presente. A quién le importaban las palabras de su padre? Era feliz y punto. Su padre no tendría nada que objetar.
A veces se preguntaba por qué su nueva familia lo había aceptado tan fácilmente, sin preguntarle sobre su pasado y esas cosas. Gordo le había respondido: “Haces feliz a Didi. Trabajas bien y tienes cara de honrado. Yo no necesito más”. Cara de honrado. Cleptóman… perdón, Anth casi estalla en lágrimas. Abrazó a su suegro con fuerza y fue mejor persona que nunca.
El tiempo, como es su costumbre, no dejó de pasar. Las estaciones se sucedían. Las lunas no dejaban de alumbrar las noches, ni los soles de alumbrar el día. Tenían lo justo para comer, pues los impuestos eran altos. Había movimiento político al parecer. Pero mientras se tuvieran entre ellos y comida suficiente para pasar el invierno, todo quedaba en un segundo plano.
Que cuánto tiempo estuvo vegetando Clept… Anth? Años. Lustros. Décadas. Siglos. Bueno, siglos no. Y si me apuráis, no creo que llegase a las décadas. Eh, os estoy contando una historia, no una monografía. No seáis tan pejigueros y atended, que empieza lo bueno.

Un hermoso día primaveral. De éstos que sólo salen cuando ha dejado de llover. Anth, en su pequeña forja, donde crea tenazas, limas, sierras y alguna llave perdida, está ahora mismo dándole los últimos toques a… pongamos un pequeño hacha. Detrás de él aparece Didi, nerviosa. Él se da cuenta de que alguien está parado a su espalda. Se da la vuelta y sonríe. Le pregunta: “Qué haces aquí?” con una sonrisa dulce. Ella está colorada, y no despega su mirada del suelo. Anth reitera la pregunta, pero sigue dando largas. Le rehúye la mirada. Así que nuestro hombre le da un beso a su amada, la mira dulcemente, se gira para seguir trabajando, pero Didi lo interrumpe. Dice: “Estoy embarazada”. Se le cae el martillo encima del pie. Da gritos de dolor combinados con saltos de felicidad. Abraza a su compañera llorando
 Guardad este momento en la memoria. Cleptómano ha muerto, sólo vive Anth, un ser con rostro y una vida feliz, que no tiene trazas de acabar por ahora. Pero de las montañas siempre vienen nubes de tormenta.

Una noche de tormenta, de esas en las que sabes que algo malo va a pasar, por el camino que lleva a la granja aparece una anciana, de esas que sabes que ocultan algo. Con paso acelerado, alcanza la puerta de la casa y llama con fuerza. Se desgañita. Al cabo de un rato, abre Gordo.
- Qué quiere? – Pregunta el orondo granjero
- Soy una anciana y me he perdido – Contesta la anciana con voz temblorosa – Podría pasar aquí la noche hasta que amaine la tormenta?
- No veo inconveniente. Pero somos muy pobres. No sé…
- Tranquilícese, buen hombre – Interrumpe mientras entra en la casa, sin preocuparse por el protocolo – Le recompensaré. Ve. Tengo oro – Dice mientras enseña unas monedas.
Gordo se pone contentísimo. Por fin podrían arreglar el granero! Va corriendo a presentarle a su mujer a la invitada. Luego de unas palabras, prendada queda de la sabiduría de la anciana. Baja ahora Didi de su cuarto compartido, curiosa por saber a qué obedece tanto alboroto. Algo de barriga asoma por sus amplias ropas. La visitante, por supuesto, se da cuenta de su estado y usa sus años de experiencia: será un niño sano, libre de enfermedades. Fuerte para la granja. Guapo para las mozas. Todo un partido. Y todo esto lo sabe leyendo la palma de la mano de la agraciada, escuchando su barriga y mirando a los ojos. Una ciencia exacta, vamos.
Cuatro consejos sobre la mejor forma de plantar trigo, una lección sobre sorgo y la posibilidad de plantar grosellas aún con el clima que reina en aquella zona consiguen ganar la confianza de los habitantes. Muchas más perlas de sabiduría después, la anciana sube, lentamente, a su habitación, alegando cansancio por el viaje. Llega y lo primero que hace es mirarse en el espejo. Echa una mirada de desprecio. Aborrece su forma, pero se resigna. Ha sido útil, y debería seguirlo siendo, al menos, hasta acabar su misión. Dice unas palabras y en el espejo se materializa la imagen de Anth, con problemas de insomnio. Justo como lo quería. Murmura otras palabras y desaparece. Sale de su cuarto y en encamina al de su objetivo. Se da cuenta de que le cuesta andar, pero de forma genuina, no fingida. Cada vez le costaban más esa clase de cosas. Debía de darse prisa.
Entró sin, más, en la habitación:
- Cleptómano! – Susurró con fuerza. Y el ladrón se levanta, alucinado y con miedo. Mira de arriba abajo a la anciana. No la reconoce.
- No sabes lo que ves, eh? – Dice, en voz baja – No hables! Todo llegará. Sólo necesito hacer un trato.
- Mire, señora – Contesta Anth con fingida determinación – No sé a quién busca, pero no parece un hombre muy respetable. Debe de ser que me parezco. Tanto da, se ha equivocado. Váyase de mi casa y deje en paz a mi familia!
- Vamos, Cleptómano, déjate de juegos. Sé que eres tú, pues tú no te pareces a nadie, y a la vez te pareces a todos. Sé todo lo que te ocurrió. Puedo ayudarte.
- Largo de aquí – Responde Cleptómano – Déjalos en paz. No quiero volver.
- Y vas a dejar que los deseos de tu padre no se cumplan? Lo traicionarás?
- Padre está muerto, no creo que le molesten las traiciones. Él quería que yo fuera feliz. Ahora lo soy. Váyase, quienquiera que sea, y no vuelva. O se arrepentirá.
- Ya veo… - Reflexiona un poco – Mira, quizá no quieras volver a ser descarado, pero puedo ayudarte. Darte medios para ser feliz. Qué me dices a eso?
- Yo…
- Bien, escucha. Tu pueblo de origen está a sólo unas horas al noroeste de aquí. Vuelve. Vuelve a tu casa. Lleva clausurada años, Lord Gaskell se aseguró de ello. Encontrarás, detrás del escritorio de tu padre, un pequeño cajón escondido, con papeles. Dámelos y te dejaré con tu vida.
- Y por qué debería?
- Porque quieres a tu familia. Porque te sientes culpable de no hacer caso a tu padre. Porque eximirte de esa culpabilidad.
- Pero…
- Todo quedará explicado cuando me traigas esos papeles. Hazlo! Y ahora, duerme.
Cae Anth en su cama. Duerme como un tronco. La anciana vuelve a su cuarto. No duerme, no lo necesita. Ahora queda esperar.

Cleptómano se despertó. Sentía como si el mundo se le hubiera caído encima y el tiempo se hubiera partido en la boca de su estómago. O lo habría sentido en toda su potencia si tuviera conciencia de la digresión temporal como recurso narrativo. Como a él esas cosas no le importan, sólo notaba el estómago revuelto.
Bajó a comer algo, junto a su familia. La cocina estaba desierta. Raro. El sol ya estaba muy alto, Felda debería estar cocinando.
Recorrió la casa. Nadie en las habitaciones. Nadie en el granero. Nadie en el huerto. Nadie en ninguna parte. Cogió algo de pan con queso, unos chorizos para el camino y se dirigió a cumplir su cometido, a lomos del único caballo que vivía con ellos.
Pocas horas pasaron hasta llegar al pueblo. Su pueblo. Seguía siendo igual. Dos calles transversales que desembocaban en la plaza del pueblo, atravesadas por otras pequeñas calles irregulares que arruinaban la sensación de orden. Casas pequeñas de madera y piedra, al estilo del Valle, que aguantaban bien las abundantes lluvias y mortales nevadas. Hoy había mercado. Malo. Quería pasar desapercibido. En fin, habría que improvisar.
Ató a su caballo en un poste en la entrada sur de la ciudad. Caminando, recordaba pequeños retazos de su vida: en aquélla esquina, se había caído y nadie le había ayudado, porque no sabían quién era. Enfrente de la casa de Gueren lo habían apedreado los niños del pueblo, porque pensaban que le quería robar. Y lo mismo el viejo Ashford detrás de aquél puesto de fruta que ahora parecía regido por su hijo. Aunque lo de Ashford lo tenía merecido: todos sabían que su padre había sido el regente del Valle hasta que las deudas lo habían dejado en el barro, y muchos niños iban a burlarse de él. El joven Cleptómano no quiso ser menos.  Trató de escribirle con sangre de vaca algo muy ofensivo, no recordaba qué. La paliza que le había dado lo tuvo un mes sin salir. Y otro más como castigo de su padre.
Fue navegando por calles y memorias, dándose cuenta de lo mucho que agradecía a Barbamenta el haberle dado al fin una vida. No es que antes no la tuviera. Tampoco que le desagradara. Ahora podía ser una persona real. Y sonrió.
 Y al fin, llegó a su antigua casa. Estaba al final de uno de esos caminos pequeños, entre dos casas, que si no prestas atención, te los saltas. Él no se lo saltó. Siguió el camino que llevaba hasta el porche. No había verjas, ni rejas ni nada. Su padre siempre había sido muy confiado.
La puerta estaba bloqueada, cubierta con varios tablones. Trató de desclavarlos con las manos, pero no hubo manera. Luego comenzó a tirar. Tanto fuerza hizo que le resbalaron los dedos y acabó tumbado en el suelo, por la inercia de su fuerza.
- Hijo, qué diantres pretendes hacer? – Preguntó una voz a su espalda – Ahí no hay nada para ti.
Cleptómano se puso de pie. La voz se volvió corpórea. Era Mundt, el leñador. Había envejecido más de lo debido. Casi no lo reconocía. Pensó que a él tampoco lo reconocería, así que no podía decir: “Hola, soy hijo de Hotvar, vengo a buscar los documentos perdidos de mi padre”. Nadie lo creería. Habría que improvisar.
- Soy… Smit, un enviado del rey. Estoy haciendo inventario de las casas abandonadas, para ver si se pueden usar para dar cobijo a las víctimas de la guerra.
- Oh! Al fin algo con cabeza! Espere, espere, que ahora se la abro.
Al cabo de un rato, volvió con un hacha, y al cabo de otro, ya estaba dentro.
Mundt no paró de hablar sobre su padre. Lo buen herrero que era, el buen servicio que hacía al pueblo, incluso acogiendo de vez en cuando a huérfanos bajo su tutela. Eso hizo expresar una mueca de dolor al reconvertido ladrón.
- Cuando murió – Contaba –hubo tres semanas de luto. Nuestro señor se desvivió para conseguir un herrero tan bueno, pero no hubo manera. Nos conformamos con uno normalito. Pero como no era Hotvar, nos negamos a que viviese dónde él. Construimos una nueva herrería entre todos y sellamos ésta. No queríamos que su memoria se deshonrase, entiende?
Entre tanto, Cleptómano deambulaba como si no supiese dónde estaba. Lo miraba todo, ya fuera cajón, alacena o taza. Y todo le traía recuerdos. Hoy se veía que era una mañana de recuerdos. Vio esquinas mordisqueadas por ratas aún no del todo domesticadas. Arañazos en el suelo por jugar con espadas. Alguna mancha seca de traspiés embarazosos (cómo se le habían pasado a su padre? Con lo pulcro que él era!) Y así, por todas las habitaciones que conformaban ambos pisos.
Cuando le pareció que ya había hecho suficiente teatro, fingió tener sed. Y funcionó. Mundt le fue a conseguir agua. Aprovechó para ir corriendo al despacho de su padre. Piso de abajo, yendo hacia la forja, mano derecha, atravesando la despensa. Siempre le había parecido extraño que un herrero tan humilde tuviera un despecho, como si de un noble se tratase. Tampoco es que hubiera preguntado. Probablemente ya nunca lo sabría. Se acercó al escritorio, y con esfuerzo, lo apartó. Una atenta mirada a los troncos que conformaban la pared reveló que el musgo crecía alrededor de un rectángulo que simulaba madera, pero que al tocarlo estaba frío. Un frío metálico. “Mi padre era un artista” pensó con orgullo. Lo retiró sin mucha dificultad y cogió todo papel que había dentro.
Con los documentos apretados contra el pecho, salió corriendo de la casa. Se encontró de frente al leñador.
- Hijo, a dónde vas con tanta prisa? – Le gritó al verlo pasar.
- Se me hace tarde! – Contestó elevando la voz sin parar de correr.
Esquivó a todo aquél que le salía al paso. En el Valle, todos eran muy confiados y te querían ayudar. No necesitaba ayuda. Necesitaba velocidad.
Llegó al lugar dónde había dejado su penco y guardó los pergaminos en la alforja. Así, sin orden ni concierto. Algo le decía que más le valía darse prisa.
El caballo y él sudaban. Ya era hora de la comida, pero no tenía hambre. Sólo la idea fija de llegar cuanto antes. No era la primera que tenía tal sensación. Por eso quería apurar. Regresó a la granja en la mitad de tiempo que le había llevado la ida. Cómo no, la anciana estaba allí, en la puerta, esperándolo.
 - Los has traído? – Preguntó con un tono de orden inmediata.
- Dónde está mi familia? – Preguntó, con amenaza fingida.
- No estás en condiciones de amenazar a nadie, Cleptómano – Respondió con una capa de amabilidad que ocultaba algo más. Algo peligroso – Dame los papeles, y todo se aclarará.
- Qué son? – Quiso saber, al tiempo que desmontaba y revolvía en las alforjas – Y para qué los quieres?
- A su debido tiempo – Contestó, al arrancar de la mano que los tendía los papeles, mientras le dedicaba al ladrón una mirada de suspicacia.
Entró la anciana en la casa, y Cleptómano la siguió. Encima de la mesa de la cocina, desplegó los pergaminos. Palabras que no comprendía se mezclaban con dibujos que no entendía. Pero esa anciana estaba contenta. Su vista iba de una a otra cuartilla, leyendo y asintiendo, susurrando por la bajo. De repente, la atmósfera se volvió densa. Costaba respirar, ya no digamos moverse. Mas la anciana estaba en su elemento. Parecía haber crecido. Se giró. Ya no era más anciana. Era aquélla zorra! La bruja! La que mató a ser Lansloth!
- Leo por tu cara que me has reconocido – Comentó en ese tono de zorra tan odioso-  En fin, creo que te debo unas explicaciones…
- Qué era todo eso? – Gritó Cleptómano, sobreponiéndose a la densidad del ambiente – Y qué…
- Oh, un parche para mis… habilidades. Espera, que te lo muestro – Y un estallido nácar mandó al ladrón volando por los aires. Un agujero sustituía al ala dónde había estado la cocina. Dentro de esos agujeros, la bruja, que de algún modo sabía que se llamaba Kjara, levitaba, envuelta en una aureola irisada.
- De nada por haberte sacado el zumbido de las orejas – Dijo a la par que se acercaba flotando – Cómo puedes comprobar, tu padre era un gran hombre – comentó al tiempo que se miraba. No era una anciana, si no joven, mucho más joven que la última vez que la había visto. Cerró los ojos y con unas palabras en un idioma cuya sonoridad invitada a no querer saber nada de la civilización que lo hablaba, cambió su amplia túnica gruesa por ropas más ligeras, que se adaptaban al cuerpo como una segunda piel, mostrando sugerentes formas de mujer.
- Pero… el… herrero… - Consiguió articular, luego de sobreponerse a tanta visiones fantásticas.
- Oh, vamos! Crees que era un inocente herrero? Por el amor del Abismo!- añadió con deje despectivo – Tu padre era uno de los mayores sabios del mundo. Trabajó mucho tiempo para el rey. Para éste no, para otro. No sé cuál, todos me parecen iguales. Tú naciste con la Batalla de los 100 Acres. En cuanto te vio, supo que estaba en lo cierto. Y desapareció.
- Espera, espera, qué?
- Tú vienes anunciado en las profecías. Tú eres la llave que abrirá el encierro de la magia. Ese es tu destino. Por eso debes vivir. De verdad creíste que tenías que ser rico? Qué patético!
La cara de Cleptómano era una sábana blanca sorprendida. No sabía qué pensar. Toda la base en la que se sustentaba su vida, tanto la anterior como ésta, se habían caído.
- Cierra esa bocaza – Obligó Kjara con una orden mágica. Y casi se descola la mandíbula de lo fuerte que le hizo cerrarla – Si, él sabía de la magia, era lo único que pararía a Armindol. O lo levaría a ser imparable. Quería que cuanto estuvieras preparado, tú les parases los pies. No sé qué le hizo echarse atrás, pero aquí estoy yo para recordártelo.
- Pero… - trató de decir antes de que le volviera a cerrar la boca.
- Tú calladito! Me vas a hacer caso. Vas a ir al norte y cogerás esa magia para mí. Y juntos pararemos a Armindol. Habla ya.
- Y qué pasa si me niego! -  Gritó al recuperar el aliento – Ya no soy el que era! Tengo familia! Tengo cara! Soy una persona, no tu marioneta!
- No, no eres una marioneta. Eres un peón. Una copia de una llave. Pero la original, se ha perdido, eso te hace a ti la original. Por tanto, eres indispensable.
- No! Me niego a que me vuelvas a utilizar! Quiero ser yo! Quiero disfrutar de mi regalo! Quiero… - Notó algo en la mejilla. Se llevó la mano y… había desaparecido. Su regalo. Abrió los ojos de par en par, consternado.
- Los regalos se pueden quitar. Ahora ve, Cleptómano! Yo cuidaré de ti! Pues eres el único que puede cumplir esta misión.
- No – Se reafirmó – Tengo familia. No los abandonaré.
- No. No tienes familia.
Enmudeció. Qué quería decir con aquello? Sabía que la tenía, claro que la tenía! Hasta tenía un hijo! Abrió la boca para preguntar, pero se vio interrumpido.
- Muertos. Cicuta – Hizo materializarse un frasquito con una estallido fucsia – Los enterré por la noche en el huerto.
Cleptómano corrió. El huerto era inmenso. Pero al poner encima de él, se puso a escavar. Como un loco, deambuló de un lado a otro, escarbando con sus manos. Le sangraban las uñas. No podía ver por las lágrimas, pero seguía quitando la tierra. Tenía que mentir. Tenía que mentir! ERA MENTIRA!
Kjara veía el espectáculo, levitando, con cara aburrida. Sabía que esto pasaría, pero pensaba que tendría más entereza. Los mortales eran patéticos. A excepción de Hotvar, que había encontrado un hueco para que su magia fluyera (bueno, no exactamente, pero había aprovechado ese hueco). Se iban a enterar esos armindol de lo que era una semidiosa enfurecida. Oh, se había detenido. Perfecto. Se acercó.
 Allí estaba Cleptómano, arrodillado, gritando al cielo, lleno de lágrimas. Y una mano de mujer asomaba por encima de la tierra.
- Ahora eres mi avatar aquí, Cleptómano. No lo olvides – Y se desvaneció.
Cleptómano lloraba. Cleptómano gritaba. Bajo un cielo nublado, Cleptómano calló. Cleptómano cayó. Inmóvil, Cleptómano recibió la lluvia. Y no paró de llover en mucho tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario