Todavía quedaba un poso de sueño en su mente cuando Cleptómano empezó
a despertarse. Tenía esa sensación de irrealidad, de no querer abrir los ojos y
seguir durmiendo. Pero el mundo de la vigilia lo llamaba, y lentamente, el
ladrón llegó a él. Cuando todos sus sentidos se encendieron de nuevo, el
rabillo del ojo lo avisó de movimiento. La alarma recorrió todo su cuerpo. Se
había dado cuenta de que ni sabía dónde estaba, ni con quién, ni qué había
hecho la noche anterior, aunque eso tenía algo que ver con un leve dolor de
cabeza que amenazaba resaca. En frente suya había una pared de madera. Se giró.
Un bulto se movía, con movimientos gráciles y seguros. Poco a poco iba
acercándose a él. Lo mejor que podía hacer era quedarse quieto y esperar. Si cometía
el error de acercarse, sacaría su cuchi… las uñas. Lo malo de estar desnudo es
no poder guardar los cuchillos. Bueno, podía morderlo. O darle un empujón y
correr. Si se alejaba lo suficiente no lo reconocería. Pensó mejor ese último
pensamiento. Maldijo al universo. Comenzó a evaluar todas sus posibilidades,
que no eran muchas (ninguna, más bien) mientras se acercaba la figura. Ya se
había subido a la cama. Acercaba sus labios hacia el rostro de Cleptómano. Él
sudaba a chorros. Contrajo las piernas, el cuerpo entero, dispuesto a saltar, a
correr, a lo que fuera, cuando una voz femenina dijo:
- Oye, nene, quieres seguir a oscuras o abro la
ventana?
Cleptómano lo recordó
todo. Cervezas, sonrisas, escaleras y sábanas. Una muy cálida sensación.
Felicidad suprema. Sueño profundo.
Decidió seguir a oscuras.
No había ser
existente en el momento actual más feliz que Cleptómano. Su rostro había pasado
de no tener rasgo para el resto del mundo a llevar tatuada una sempiterna
sonrisa. Meses habían pasado desde Barbamenta de la diera aquel regalo. Si,
regalo. Una vez llegado al Cruce y de acostumbrarse a su nuevo rostro, todo
habían sido ventajas: se había acostado con mujeres sin extrañas y estúpidas
consecuencias, había podido ponerse a trabajar honradamente para pagarse el
viaje, había cogido carruajes, viajado con personas… Una delicia!
El
invierno había provocado un corte del camino que lleva del brazo oeste del
Mordisco al Valle, por tanto, se había quedado en una granja, trabajando con el
sudor de su frente. Hasta tenía una relación medio seria con la hija del granjero,
una bella moza de anchas caderas y sonrosadas mejillas, como siempre se imaginó
a su madre. El sol al fin brillaba en el horizonte. Metafóricamente hablando,
porque con el tiempo que hacía, que no paraba de nevar, era una suerte ver algo
más que blanco nuclear.
Como llegó, el invierno se fue. Cleptómano era
feliz, con su chica, Didi, y sus suegros, Gordo y Felda. Aparte de coger leña y
hacer pequeñas chapuzas, herraba a los caballos y fabricaba pequeños
utensilios. Una vida sencilla, una vida feliz.
El tiempo seguía pasando y el futuro y pasado
de Cleptómano, que ahora se hacía llamar Anth, se diluían lentamente en la
humildad del trabajo y la cálida vida familiar. Ya no le dolía la traición de
Barbamenta. Ya no recordaba su antigua vida de ladrón sin cara. Ya no le
importaba ese viaje hacia el Valle. Lo único que quería era vivir su presente.
A quién le importaban las palabras de su padre? Era feliz y punto. Su padre no
tendría nada que objetar.
A veces se preguntaba por qué su nueva familia
lo había aceptado tan fácilmente, sin preguntarle sobre su pasado y esas cosas.
Gordo le había respondido: “Haces feliz a Didi. Trabajas bien y tienes cara de
honrado. Yo no necesito más”. Cara de honrado. Cleptóman… perdón, Anth casi
estalla en lágrimas. Abrazó a su suegro con fuerza y fue mejor persona que
nunca.
El tiempo, como es su costumbre, no dejó de
pasar. Las estaciones se sucedían. Las lunas no dejaban de alumbrar las noches,
ni los soles de alumbrar el día. Tenían lo justo para comer, pues los impuestos
eran altos. Había movimiento político al parecer. Pero mientras se tuvieran
entre ellos y comida suficiente para pasar el invierno, todo quedaba en un
segundo plano.
Que cuánto tiempo estuvo vegetando Clept… Anth?
Años. Lustros. Décadas. Siglos. Bueno, siglos no. Y si me apuráis, no creo que
llegase a las décadas. Eh, os estoy contando una historia, no una monografía.
No seáis tan pejigueros y atended, que empieza lo bueno.
Un hermoso día primaveral. De éstos que sólo
salen cuando ha dejado de llover. Anth, en su pequeña forja, donde crea
tenazas, limas, sierras y alguna llave perdida, está ahora mismo dándole los
últimos toques a… pongamos un pequeño hacha. Detrás de él aparece Didi,
nerviosa. Él se da cuenta de que alguien está parado a su espalda. Se da la
vuelta y sonríe. Le pregunta: “Qué haces aquí?” con una sonrisa dulce. Ella
está colorada, y no despega su mirada del suelo. Anth reitera la pregunta, pero
sigue dando largas. Le rehúye la mirada. Así que nuestro hombre le da un beso a
su amada, la mira dulcemente, se gira para seguir trabajando, pero Didi lo
interrumpe. Dice: “Estoy embarazada”. Se le cae el martillo encima del pie. Da
gritos de dolor combinados con saltos de felicidad. Abraza a su compañera
llorando
Guardad
este momento en la memoria. Cleptómano ha muerto, sólo vive Anth, un ser con
rostro y una vida feliz, que no tiene trazas de acabar por ahora. Pero de las
montañas siempre vienen nubes de tormenta.
Una noche de tormenta, de esas en las que sabes
que algo malo va a pasar, por el camino que lleva a la granja aparece una
anciana, de esas que sabes que ocultan algo. Con paso acelerado, alcanza la
puerta de la casa y llama con fuerza. Se desgañita. Al cabo de un rato, abre Gordo.
- Qué quiere? – Pregunta el orondo granjero
- Soy una anciana y me he perdido – Contesta la
anciana con voz temblorosa – Podría pasar aquí la noche hasta que amaine la
tormenta?
- No veo inconveniente. Pero somos muy pobres.
No sé…
- Tranquilícese, buen hombre – Interrumpe
mientras entra en la casa, sin preocuparse por el protocolo – Le recompensaré.
Ve. Tengo oro – Dice mientras enseña unas monedas.
Gordo se pone contentísimo. Por fin podrían
arreglar el granero! Va corriendo a presentarle a su mujer a la invitada. Luego
de unas palabras, prendada queda de la sabiduría de la anciana. Baja ahora Didi
de su cuarto compartido, curiosa por saber a qué obedece tanto alboroto. Algo
de barriga asoma por sus amplias ropas. La visitante, por supuesto, se da
cuenta de su estado y usa sus años de experiencia: será un niño sano, libre de
enfermedades. Fuerte para la granja. Guapo para las mozas. Todo un partido. Y
todo esto lo sabe leyendo la palma de la mano de la agraciada, escuchando su
barriga y mirando a los ojos. Una ciencia exacta, vamos.
Cuatro consejos sobre la mejor forma de plantar
trigo, una lección sobre sorgo y la posibilidad de plantar grosellas aún con el
clima que reina en aquella zona consiguen ganar la confianza de los habitantes.
Muchas más perlas de sabiduría después, la anciana sube, lentamente, a su
habitación, alegando cansancio por el viaje. Llega y lo primero que hace es
mirarse en el espejo. Echa una mirada de desprecio. Aborrece su forma, pero se
resigna. Ha sido útil, y debería seguirlo siendo, al menos, hasta acabar su
misión. Dice unas palabras y en el espejo se materializa la imagen de Anth, con
problemas de insomnio. Justo como lo quería. Murmura otras palabras y
desaparece. Sale de su cuarto y en encamina al de su objetivo. Se da cuenta de que
le cuesta andar, pero de forma genuina, no fingida. Cada vez le costaban más
esa clase de cosas. Debía de darse prisa.
Entró sin, más, en la habitación:
- Cleptómano! – Susurró con fuerza. Y el ladrón
se levanta, alucinado y con miedo. Mira de arriba abajo a la anciana. No la
reconoce.
- No sabes lo que ves, eh? – Dice, en voz baja
– No hables! Todo llegará. Sólo necesito hacer un trato.
- Mire, señora – Contesta Anth con fingida
determinación – No sé a quién busca, pero no parece un hombre muy respetable.
Debe de ser que me parezco. Tanto da, se ha equivocado. Váyase de mi casa y
deje en paz a mi familia!
- Vamos, Cleptómano, déjate de juegos. Sé que
eres tú, pues tú no te pareces a nadie, y a la vez te pareces a todos. Sé todo
lo que te ocurrió. Puedo ayudarte.
- Largo de aquí – Responde Cleptómano – Déjalos
en paz. No quiero volver.
- Y vas a dejar que los deseos de tu padre no
se cumplan? Lo traicionarás?
- Padre está muerto, no creo que le molesten
las traiciones. Él quería que yo fuera feliz. Ahora lo soy. Váyase, quienquiera
que sea, y no vuelva. O se arrepentirá.
- Ya veo… - Reflexiona un poco – Mira, quizá no
quieras volver a ser descarado, pero puedo ayudarte. Darte medios para ser
feliz. Qué me dices a eso?
- Yo…
- Bien, escucha. Tu pueblo de origen está a
sólo unas horas al noroeste de aquí. Vuelve. Vuelve a tu casa. Lleva clausurada
años, Lord Gaskell se aseguró de ello. Encontrarás, detrás del escritorio de tu
padre, un pequeño cajón escondido, con papeles. Dámelos y te dejaré con tu
vida.
- Y por qué debería?
- Porque quieres a tu familia. Porque te
sientes culpable de no hacer caso a tu padre. Porque eximirte de esa
culpabilidad.
- Pero…
- Todo quedará explicado cuando me traigas esos
papeles. Hazlo! Y ahora, duerme.
Cae Anth en su cama. Duerme como un tronco. La
anciana vuelve a su cuarto. No duerme, no lo necesita. Ahora queda esperar.
Cleptómano se despertó. Sentía como si el mundo
se le hubiera caído encima y el tiempo se hubiera partido en la boca de su
estómago. O lo habría sentido en toda su potencia si tuviera conciencia de la
digresión temporal como recurso narrativo. Como a él esas cosas no le importan,
sólo notaba el estómago revuelto.
Bajó a comer algo, junto a su familia. La
cocina estaba desierta. Raro. El sol ya estaba muy alto, Felda debería estar
cocinando.
Recorrió la casa. Nadie en las habitaciones.
Nadie en el granero. Nadie en el huerto. Nadie en ninguna parte. Cogió algo de
pan con queso, unos chorizos para el camino y se dirigió a cumplir su cometido,
a lomos del único caballo que vivía con ellos.
Pocas horas pasaron hasta llegar al pueblo. Su
pueblo. Seguía siendo igual. Dos calles transversales que desembocaban en la
plaza del pueblo, atravesadas por otras pequeñas calles irregulares que
arruinaban la sensación de orden. Casas pequeñas de madera y piedra, al estilo
del Valle, que aguantaban bien las abundantes lluvias y mortales nevadas. Hoy
había mercado. Malo. Quería pasar desapercibido. En fin, habría que improvisar.
Ató a su caballo en un poste en la entrada sur
de la ciudad. Caminando, recordaba pequeños retazos de su vida: en aquélla
esquina, se había caído y nadie le había ayudado, porque no sabían quién era.
Enfrente de la casa de Gueren lo habían apedreado los niños del pueblo, porque
pensaban que le quería robar. Y lo mismo el viejo Ashford detrás de aquél
puesto de fruta que ahora parecía regido por su hijo. Aunque lo de Ashford lo
tenía merecido: todos sabían que su padre había sido el regente del Valle hasta
que las deudas lo habían dejado en el barro, y muchos niños iban a burlarse de
él. El joven Cleptómano no quiso ser menos.
Trató de escribirle con sangre de vaca algo muy ofensivo, no recordaba
qué. La paliza que le había dado lo tuvo un mes sin salir. Y otro más como
castigo de su padre.
Fue navegando por calles y memorias, dándose
cuenta de lo mucho que agradecía a Barbamenta el haberle dado al fin una vida.
No es que antes no la tuviera. Tampoco que le desagradara. Ahora podía ser una
persona real. Y sonrió.
Y al
fin, llegó a su antigua casa. Estaba al final de uno de esos caminos pequeños,
entre dos casas, que si no prestas atención, te los saltas. Él no se lo saltó.
Siguió el camino que llevaba hasta el porche. No había verjas, ni rejas ni
nada. Su padre siempre había sido muy confiado.
La puerta estaba bloqueada, cubierta con varios
tablones. Trató de desclavarlos con las manos, pero no hubo manera. Luego
comenzó a tirar. Tanto fuerza hizo que le resbalaron los dedos y acabó tumbado
en el suelo, por la inercia de su fuerza.
- Hijo, qué diantres pretendes hacer? –
Preguntó una voz a su espalda – Ahí no hay nada para ti.
Cleptómano se puso de pie. La voz se volvió
corpórea. Era Mundt, el leñador. Había envejecido más de lo debido. Casi no lo
reconocía. Pensó que a él tampoco lo reconocería, así que no podía decir: “Hola,
soy hijo de Hotvar, vengo a buscar los documentos perdidos de mi padre”. Nadie
lo creería. Habría que improvisar.
- Soy… Smit, un enviado del rey. Estoy haciendo
inventario de las casas abandonadas, para ver si se pueden usar para dar cobijo
a las víctimas de la guerra.
- Oh! Al fin algo con cabeza! Espere, espere,
que ahora se la abro.
Al cabo de un rato, volvió con un hacha, y al
cabo de otro, ya estaba dentro.
Mundt no paró de hablar sobre su padre. Lo buen
herrero que era, el buen servicio que hacía al pueblo, incluso acogiendo de vez
en cuando a huérfanos bajo su tutela. Eso hizo expresar una mueca de dolor al
reconvertido ladrón.
- Cuando murió – Contaba –hubo tres semanas de
luto. Nuestro señor se desvivió para conseguir un herrero tan bueno, pero no
hubo manera. Nos conformamos con uno normalito. Pero como no era Hotvar, nos
negamos a que viviese dónde él. Construimos una nueva herrería entre todos y
sellamos ésta. No queríamos que su memoria se deshonrase, entiende?
Entre tanto, Cleptómano deambulaba como si no
supiese dónde estaba. Lo miraba todo, ya fuera cajón, alacena o taza. Y todo le
traía recuerdos. Hoy se veía que era una mañana de recuerdos. Vio esquinas
mordisqueadas por ratas aún no del todo domesticadas. Arañazos en el suelo por
jugar con espadas. Alguna mancha seca de traspiés embarazosos (cómo se le
habían pasado a su padre? Con lo pulcro que él era!) Y así, por todas las
habitaciones que conformaban ambos pisos.
Cuando le pareció que ya había hecho suficiente
teatro, fingió tener sed. Y funcionó. Mundt le fue a conseguir agua. Aprovechó para
ir corriendo al despacho de su padre. Piso de abajo, yendo hacia la forja, mano
derecha, atravesando la despensa. Siempre le había parecido extraño que un
herrero tan humilde tuviera un despecho, como si de un noble se tratase. Tampoco
es que hubiera preguntado. Probablemente ya nunca lo sabría. Se acercó al
escritorio, y con esfuerzo, lo apartó. Una atenta mirada a los troncos que
conformaban la pared reveló que el musgo crecía alrededor de un rectángulo que
simulaba madera, pero que al tocarlo estaba frío. Un frío metálico. “Mi padre
era un artista” pensó con orgullo. Lo retiró sin mucha dificultad y cogió todo
papel que había dentro.
Con los documentos apretados contra el pecho,
salió corriendo de la casa. Se encontró de frente al leñador.
- Hijo, a dónde vas con tanta prisa? – Le gritó
al verlo pasar.
- Se me hace tarde! – Contestó elevando la voz
sin parar de correr.
Esquivó a todo aquél que le salía al paso. En
el Valle, todos eran muy confiados y te querían ayudar. No necesitaba ayuda.
Necesitaba velocidad.
Llegó al lugar dónde había dejado su penco y
guardó los pergaminos en la alforja. Así, sin orden ni concierto. Algo le decía
que más le valía darse prisa.
El caballo y él sudaban. Ya era hora de la
comida, pero no tenía hambre. Sólo la idea fija de llegar cuanto antes. No era
la primera que tenía tal sensación. Por eso quería apurar. Regresó a la granja
en la mitad de tiempo que le había llevado la ida. Cómo no, la anciana estaba
allí, en la puerta, esperándolo.
- Los
has traído? – Preguntó con un tono de orden inmediata.
- Dónde está mi familia? – Preguntó, con
amenaza fingida.
- No estás en condiciones de amenazar a nadie,
Cleptómano – Respondió con una capa de amabilidad que ocultaba algo más. Algo
peligroso – Dame los papeles, y todo se aclarará.
- Qué son? – Quiso saber, al tiempo que
desmontaba y revolvía en las alforjas – Y para qué los quieres?
- A su debido tiempo – Contestó, al arrancar de
la mano que los tendía los papeles, mientras le dedicaba al ladrón una mirada
de suspicacia.
Entró la anciana en la casa, y Cleptómano la
siguió. Encima de la mesa de la cocina, desplegó los pergaminos. Palabras que
no comprendía se mezclaban con dibujos que no entendía. Pero esa anciana estaba
contenta. Su vista iba de una a otra cuartilla, leyendo y asintiendo,
susurrando por la bajo. De repente, la atmósfera se volvió densa. Costaba
respirar, ya no digamos moverse. Mas la anciana estaba en su elemento. Parecía
haber crecido. Se giró. Ya no era más anciana. Era aquélla zorra! La bruja! La
que mató a ser Lansloth!
- Leo por tu cara que me has reconocido –
Comentó en ese tono de zorra tan odioso-
En fin, creo que te debo unas explicaciones…
- Qué era todo eso? – Gritó Cleptómano,
sobreponiéndose a la densidad del ambiente – Y qué…
- Oh, un parche para mis… habilidades. Espera,
que te lo muestro – Y un estallido nácar mandó al ladrón volando por los aires.
Un agujero sustituía al ala dónde había estado la cocina. Dentro de esos
agujeros, la bruja, que de algún modo sabía que se llamaba Kjara, levitaba,
envuelta en una aureola irisada.
- De nada por haberte sacado el zumbido de las
orejas – Dijo a la par que se acercaba flotando – Cómo puedes comprobar, tu
padre era un gran hombre – comentó al tiempo que se miraba. No era una anciana,
si no joven, mucho más joven que la última vez que la había visto. Cerró los
ojos y con unas palabras en un idioma cuya sonoridad invitada a no querer saber
nada de la civilización que lo hablaba, cambió su amplia túnica gruesa por
ropas más ligeras, que se adaptaban al cuerpo como una segunda piel, mostrando
sugerentes formas de mujer.
- Pero… el… herrero… - Consiguió articular,
luego de sobreponerse a tanta visiones fantásticas.
- Oh, vamos! Crees que era un inocente herrero?
Por el amor del Abismo!- añadió con deje despectivo – Tu padre era uno de los
mayores sabios del mundo. Trabajó mucho tiempo para el rey. Para éste no, para
otro. No sé cuál, todos me parecen iguales. Tú naciste con la Batalla de los
100 Acres. En cuanto te vio, supo que estaba en lo cierto. Y desapareció.
- Espera, espera, qué?
- Tú vienes anunciado en las profecías. Tú eres
la llave que abrirá el encierro de la magia. Ese es tu destino. Por eso debes
vivir. De verdad creíste que tenías que ser rico? Qué patético!
La cara de Cleptómano era una sábana blanca
sorprendida. No sabía qué pensar. Toda la base en la que se sustentaba su vida,
tanto la anterior como ésta, se habían caído.
- Cierra esa bocaza – Obligó Kjara con una
orden mágica. Y casi se descola la mandíbula de lo fuerte que le hizo cerrarla –
Si, él sabía de la magia, era lo único que pararía a Armindol. O lo levaría a
ser imparable. Quería que cuanto estuvieras preparado, tú les parases los pies.
No sé qué le hizo echarse atrás, pero aquí estoy yo para recordártelo.
- Pero… - trató de decir antes de que le
volviera a cerrar la boca.
- Tú calladito! Me vas a hacer caso. Vas a ir
al norte y cogerás esa magia para mí. Y juntos pararemos a Armindol. Habla ya.
- Y qué pasa si me niego! - Gritó al recuperar el aliento – Ya no soy el
que era! Tengo familia! Tengo cara! Soy una persona, no tu marioneta!
- No, no eres una marioneta. Eres un peón. Una
copia de una llave. Pero la original, se ha perdido, eso te hace a ti la original.
Por tanto, eres indispensable.
- No! Me niego a que me vuelvas a utilizar!
Quiero ser yo! Quiero disfrutar de mi regalo! Quiero… - Notó algo en la
mejilla. Se llevó la mano y… había desaparecido. Su regalo. Abrió los ojos de
par en par, consternado.
- Los regalos se pueden quitar. Ahora ve,
Cleptómano! Yo cuidaré de ti! Pues eres el único que puede cumplir esta misión.
- No – Se reafirmó – Tengo familia. No los
abandonaré.
- No. No tienes familia.
Enmudeció. Qué quería decir con aquello? Sabía
que la tenía, claro que la tenía! Hasta tenía un hijo! Abrió la boca para
preguntar, pero se vio interrumpido.
- Muertos. Cicuta – Hizo materializarse un
frasquito con una estallido fucsia – Los enterré por la noche en el huerto.
Cleptómano corrió. El huerto era inmenso. Pero
al poner encima de él, se puso a escavar. Como un loco, deambuló de un lado a
otro, escarbando con sus manos. Le sangraban las uñas. No podía ver por las lágrimas,
pero seguía quitando la tierra. Tenía que mentir. Tenía que mentir! ERA
MENTIRA!
Kjara veía el espectáculo, levitando, con cara
aburrida. Sabía que esto pasaría, pero pensaba que tendría más entereza. Los
mortales eran patéticos. A excepción de Hotvar, que había encontrado un hueco
para que su magia fluyera (bueno, no exactamente, pero había aprovechado ese
hueco). Se iban a enterar esos armindol de lo que era una semidiosa enfurecida.
Oh, se había detenido. Perfecto. Se acercó.
Allí
estaba Cleptómano, arrodillado, gritando al cielo, lleno de lágrimas. Y una
mano de mujer asomaba por encima de la tierra.
- Ahora eres mi avatar aquí, Cleptómano. No lo
olvides – Y se desvaneció.
Cleptómano lloraba. Cleptómano gritaba. Bajo un
cielo nublado, Cleptómano calló. Cleptómano cayó. Inmóvil, Cleptómano recibió
la lluvia. Y no paró de llover en mucho tiempo.
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