Nada, ni siquiera el incendio de la Fragua de Sombras, había parado el Torneo de Vilañeja. Cuando el humo comenzó a asomar por el Norte y el Este, el Comité de Contención, duramente formado para casos como éstos, se puso en marcha después de 217 años de inactividad. Construyeron barricadas, y usaron técnicas aprendidas años atrás para evitar incendios, lo que demoró un tiempo la destrucción del pueblo y permitió continuar con normalidad los juegos. Cuando el fuego amenazó con reducir a cenizas el terreno, un tiempo más tarde, toda la aldea se unió para detener el avance de las llamas, sin alterar ni las hazañas de los participantes ni el disfrute de los nobles.
Ahora, tres días habían pasado desde que apareció el humo, uno desde que los calderos del pueblo se pusieran en movimiento y cinco desde que Cleptómano escapara a nado de su cautiverio a la sombra del Padre, reducido a cenizas ya. El ladrón había seguido el curso del Vera, afluente del Río de Plata. Se decía que Vera, uno de los Nueve Dioses, había perdido allí la virginidad al enamorarse de un árbol. Qué clase de mente enferma había escrito esa historia no lo sabía, pero más increíble le resultaba que a las doncellas no se les permitiese acercarse a los árboles de la Fragua por si llegaban a su matrimonio impuras. No obstante, en cuanto la corriente amainó un poco, salió del río. Mantenerse a flote era demasiado cansado.
Corrió hacia lo que le pareció el Sur, alejándose de la deflagración que había provocado. En cuanto le pareció estar a salvo, se sentó a dormir. Despertó con las primeras luces y un calor muy extraño. Se levantó de un salto y se puso a correr en una dirección equivocada. En realidad, le daba un poco igual la dirección, sólo quería no acabar como su padre, el herrero. Así estuvo corriendo toda la mañana. Y toda la tarde. Y los cuatro días siguientes, deteniéndose para descansar de vez en cuando e intentar comer una especie de bayas que salían a la misma velocidad que entraban y una especie de agua estancada que sólo aceleraba el proceso. Sin saber muy bien cómo, llegó al Puente Árbol, encima del Río de Plata, desde donde pudo cruzar a las inmediaciones de una Vilañeja ya completamente a salvo de ser reducida a combustible para hoguera.
El pueblo era famoso por que dos veces al año (el año que menos veces se convoca) se celebran un Torneo, compuesto por una serie de juegos, combates, justas y otros deportes nobles, cuyo objetivo es apagar la sed guerrera de los más altos estamentos a favor de la gloria, el prestigio, la cerveza y la conquista de bellas damas.
“Al fin un pequeño golpe de suerte” se dijo Cleptómano. Habría comida y bebida que se le quedarían en el estómago, y quizá podría hacerse con algo de dinero. Así pues, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se acercó a la aldea.
No era muy grande, pero con tantos vendedores ambulantes que vendían su mercancía en carros, banderas con blasones de todos los colores y tanta gente, era un gran caos. Así pues, Cleptómano se confundió con la muchedumbre, actuando de la mejor manera posible. Caminó un poco, parándose a mirar un puesto de pergaminos y otro de joyas, ambos con mucha atención, como si quisiera comprar algo. Hasta que llegó a un carro lleno de manzanas, peras y otras muchas frutas que le daban un hermoso aspecto multicolor. Hasta mangos había, fruto que no probaba desde que en su niñez se la había robado a un noble del bolsillo. Se acercó, como quién no quería la cosa, y se puso hablar cordialmente con el mercader, alabando la mercancía con palabras corteses. Al darse el hombre la vuelta, Cleptómano aprovechó, se escondió debajo de la túnica algunos trozos de fruta y escapó corriendo. Pero sólo durante unos 10 o 12 pasos, hasta que se dio de bruces con un Capa Roja. Del golpe, todas las frutas que había escondido se le cayeron. El ladrón iba a ofrecer alguna excusa tartamudeante, pero de un guantazo lleno de ira, el Guardia dejó inconsciente a Cleptómano.
El ruido de utensilios de cocina hizo que se incorporase. Olía a guiso de pescado, y se oía una olla burbujear, mientras un caldo era removido. Cleptómano comenzó a asustarse. Era una pequeña casita, de madera. No tenía habitaciones individuales. El rincón donde estaba la cama hacía esquina con un pasillo que se extendía a su izquierda, desde donde llegaba el olor, y también una cancioncilla dulcemente tarareada. Se miró a sí mismo, y vio que estaba desnudo. Enseguida se volvió a tapar con las sábanas. Se preguntó si no habría muerto en el bosque, o si todo había sido un sueño y hubiera estado en la casa de la vieja señora Lyne todo este tiempo, pero una anciana figura asomó a los pies de la cama y le cortó el pensamiento.
- Ah! Ya veo que has despertado - dijo la vieja mujer. Tenía una voz muy agradable, el pelo lacio y un vestido sucio, gris, muy humilde - Toma te he hecho este guiso -Le vertió algo en un cuenco.
Cleptómano se incorporó, y cogió con reticencia el cuenco - Tranquilo, no está envenado -le sonrió. Las arrugas de su rostros se marcaron mucho más. - No tienes que tener miedo -estaba tan hambriento, que eso le bastó para comenzar a comer. No paró hasta acabar con toda la olla, y el queso que le había dado para luego.
- Veo que tenías hambre! A saber cuánto tiempo has estado sin comer! - exclamó con una dulzura que sosegó el espíritu del ladrón. Sus ojos comenzaron a cerrarse - Eso es, duerme ahora, Cleptómano - Estaba tan cansado, que no reparó en que la anciana lo había nombrado.
Volvió a despertarse. La luz inundaba toda la casa. Debía ser mediodía, pero de qué día, eso no lo llegaba a adivinar. Se desperezó con lentitud y cogió un montón de ropa que había doblado en una mesita. Debían de ser para él, pues eran ropas de hombre: una camisa de lino negra, pantalones de cuero negros, mitones negros, chaleco y zapatos de cuero blando negros. Tanta negrura le parecía excesiva, pero no se quejó. Simplemente se los puso y comenzó a andar por la casa. Comió y bebió un poco de una mesa puesta muy humildemente, desvencijada y medio mohosa. Cuando estaba apunto de levantarse, la puerta se abrió, y entró la viejecita.
- Veo que ya estás bien -le dijo, muy alegre. Puso enfrente del pequeño hogar una cesta con hortalizas, y se sentó enfrente a Cleptómano. - Cuando te encontré después de la paliza que te dio el Guardia, creí que ibas morir. Y mientras te cuidaba, nada indicaba lo contrario. Tuve que darte leche con un embudo. - A su boca asomó una sonrisa maternal. Cleptómano abrió la boca, pero fue cortado inmediatamente por la señora - No me des las gracias, hijo. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Necesitabas ayuda y te la brindé. Y quizá ahora puedas devolverme el favor, verdad, Cleptómano? - El punto de malicia que había adquirido su voz pasó desapercibido ante la sorpresa y el horror del ladrón. No sólo sabía su nombre, si no que se acordaba de él después de haber estado fuera de casa! Qué clase de sortilegio era ese? Sin saber muy bien cómo reaccionar, cogió un cuchillo, y se levantó, dispuesto a amenazar a la señora, pero al hacerlo, volvió a su sitio y dejó el utensilio en su lugar, no sabría decir qué.
- Debajo de estas canas hay mucho más de lo que parece - ahora la voz parecía salida de una especie de pesadilla alucinatoria. La luz comenzaba a apagarse, mientras una sombra crecía, envolviendo a la anciana. Qué clase de comida le había dado mientras dormía!? - Toma asiento, Cleptómano - Le hizo caso, por supuesto. No se desorinaba por que la anciana no se ordenaba - O debería llamarte…
- No, Cleptómano está bien - dijo con gesto hosco. Para qué usar nombre cuando nadie se acordaba de uno? Hacia muchos años que nadie lo llamaba Cleptómano, y muchos más por su verdadero nombre. Aquello no estaba bien, no podía estarlo. Estaba demasiado inquieto. La mirada de aquella mujer le penetraba, le obligándole a permanecer sentado. Se sentía impotente, frustrado y más iracundo que nunca. Pero no hizo ademán de levantare. Sólo mantuvo su mirada de furia y rencor.
-Como gustes. Si, sé muchas cosas sobre ti. Hay muchos rumores sobre ti, aunque no lo creas. Pero para el pueblo no eres más que un monstruo sin cara que lleva a sus hijos a la cama. Yo sé un poquito más de ti, chico. Incluso alguna cosa que no sabes de ti mismo. Oh, vamos quita esa cara! No te haré nada. Sólo alquilaré tus servicios. Eres un ladrón, no? Pues escucha. Tengo mucho que ofrecerte.
Y Cleptómano escuchó. Y a medida que la horrible y áspera voz de la anciana deslizaba palabras por su oreja, él sabía que no le quedaba más remedio que obedecerla.
Ser Wayward Lansloth siempre llegaba en el momento más oportuno. Esta vez llegó con los primeros humos del Norte. Un miembro del Comité les prohibió continuar hasta haber contenido el fuego, pidiéndoles, muy amablemente, si podía coger un carro prestado para usarlo de barricada. Y el caballero tuvo que ceder, teniendo que llevar los cofres dentro del carruaje donde viajaban su esposa e hijos, bastante pequeño, por cierto. Encima, había llegado una semana antes de lo debido, pues en los juegos en los que se había anotado no comenzaban hasta siete después de su llegada, lo que provocó las iras de su esposa durante ese tiempo, mientras tenían que ver como otros caballeros cortaban moscas al vuelo, ensartaban quesos lanzados desde el otro extremo del campo o cabalgaban por un circuito de fuego.
A medida que su señora le lanzaba maldiciones que le resbalaban como cera fundida, Wayward se preguntaba qué gloria esperaban conseguir esos mozalbetes lanzando tajos al aire, a ver si ensartaban alguna mosca, o se debatían contra un estafermo. Él había estado en la vanguardia de las más grande batallas, como la Batalla de los 100 Acres o la Conquista de Sangretierra, siempre luchando por el Rey. Tenía muchas medallas, condecoraciones, y hasta una espada hecha por Phinthias, el mejor herrero que jamás haya existido en el Cruce. Cada cicatriz y cada herida las llevaba con orgullo. Cómo pretendían, pues, esos jóvenes conseguir nada, peleando como estaban contra moscas y quesos? Al menos él estaba inscrito en los combates libres, el tiro con arco y las justas. Eso sí merecía la pena.
De lo que ser Lansloth no era consciente era de la increíblemente deforme imagen que tenía de sí mismo. Él estaba de vacaciones en el Mordisco con sus padres, siendo todavía un mozo imberbe, cuando un heraldo lo reclutó para la vanguardia de la Batalla de los 100 Acres. Y lo único que había hecho era espolear a su caballo, con los ojos cerrados mientras agitaba su espada. La hazaña más espectacular que había llevado a cabo en ese combate fue cortarle la crin a su caballo con tanto movimiento. En Sangretierra, se había limitado a ocultarse en una pequeña sima y esperar a que alguien pasase, amigo o enemigo, para rebanarle alguna parte de su cuerpo. Pero, evidentemente, nadie sabía esto. Ser Wayward Lansloth era el mejor narrador de todo el país, como sólo lo puede ser aquél que se cree sus propias historias. De hecho, el que había parado el avance de las llamas había sido él, al transportar heroicamente el carro para hacer una barrera. Y pobre del infeliz que osara contradecirlo! Se enfrentaría a la cólera de cientos de admiradores y seguidores que creían en sus hazañas como un Sacerdote las Sagradas Escrituras del Dogma.
Y así pasaron los días, entre discusiones, encuentros, historias y recuerdos. Hasta que al fin, le tocó participar. Combate libre: seis personas en un círculo. El último que quede en pie dentro del círculo gana y pasa a la siguiente ronda, con otros seis, a su vez ganadores de otros combates simultáneos, y así hasta que solo queda uno, al que coronan como Rey del Combate. Con tal objetivo en mente, ser Lansloth se enfundó en su armadura chapada en plata, se ciño su espada, con un casco se tapó el rostro y las incipientes canas, y allá fue, a batirse con sus adversarios.
Horas más tarde, regresó a su tienda, con un ojo hinchado, la nariz, antes recta, bastante torcida y el prominente mentón bañado en sangre. Pero victorioso. Fue el precio a pagar por repetir la estrategia de los 100 Acres. Después de unas curas aplicadas por un Sacerdote dedicado a Khlapios, dios de la curación, salió a celebrarlo. De camino a la taberna, se enteró de que habían dejado tumbado a un ladronzuelo. “Esta juventud está descarriada”, pensó para si el caballero, “ya no existen los valores por los que luché. Una guerra necesitaban para saber qué es la vida! Así saldrían tan honorables, rectos y arrojados como yo.” Este pensamiento lo verbalizaría en la taberna durante lo que duró toda la celebración (hasta el amanecer, más o menos), seguida siempre de asentimientos y aprobaciones. A continuación, relataba alguna gran batalla, su público se maravillaba, un camarero traía otra ronda, y así hasta el final.
Al día siguiente, con un resaca que le hacía estallar la cabeza, consiguió salir victorioso del segundo círculo, con la diferencia de que esta vez no hubo celebración, sólo cama y su mujer, siempre maldiciendo cuando estaba en la tienda. Cuando no… bueno, ser Wayward ni quería ni le importaba saberlo. En los días sucesivos, conquistó el tercer y cuarto círculo, pero fue derrotado en el quinto. A alguien, y muy probablemente adrede, se le había caído una pieza de su armadura, con la que había tropezado y se había dado de bruces contra un adversario, que de un empellón, lo sacó del círculo, descalificándolo. Toda la taberna veía la mala pata, la injusticia de que en el reglamento las piezas sueltas de armadura no estén reguladas y concordaron en que, de estar en un mundo justo y no existir tan mala baba y envidia entre contrincantes, de estar todo regulado como debiera, aparte de otros muchos puntos que fueron discutidos, ser Lansloth se habría alzado con el título, y no ese jovenzuelo, lord Daft Casquivana (de verdad alguien con tan ridículo nombre podía haber ganado?), que no había vivido ninguna guerra ni nada. Además, los presentes también llegaron a la conclusión de que los combates libres y una guerra eran cosas bien distintas y que por tanto, su caballero seguía valiendo más que nadie, siendo el más honorable, valeroso… En realidad, los argumentos los daba todos Wayward, mientras el público asentía. Y así fue toda la noche, hasta el amanecer, que coronaron al hombre como verdadero ganador del torneo.
Dos días más tarde, comenzó el torneo de arquería. Sólo había que clavar la flecha en el centro de la diana, nada que no pudiese, pues miles de personas había muerto bajo la certera furia de sus flechas. Un árbitro muerto y un espectador tuerto más tarde lo convencieron de que su vista estaba más cansada que en su juventud y se retiró. No obstante, aquello noche también fue coronado vencedor en la taberna, pues, como resultaba evidente, si su vista estuviera bien, habría sido el claro vencedor.
Al fin, después de todo, había llegado su momento. Para lo que había nacido. Las justas. La última, más espectacular y favorita entre el público. En todos sus años, jamás había perdido una justa. Este año había pocos participantes, por lo que serían ocho en la primera vuelta, luego cuatro, luego dos, y de ahí, surgirían el Gran Campeón, que se llevaría, la fama, la gloria y a la Reina de la Belleza. Por fin este año, lady Laguna había asistido a un Torneo, por lo que era su oportunidad. Estaba decidido a ganarse el favor de esa dama y poder librarse, aunque solo fuera por unas fugaces horas por la noche, de su gritona esposa. Nadie se había atrevido a decirle que Brenne Laguna estaba ya bien servida, y que lo rechazaría, pues la ilusión y convencimiento que desprendía al hablar de ello los hacía recular.
Como era de esperar, ser Lansloth, con arrojo y los ojos bien cerrados, había quedado vencedor en la primera vuelta. Y en la segunda, contra todo pronóstico. Mas aún quedaba la última, la que decidiría al vencedor. Lord Begelord Fastes era su adversario, hombre despiadado, lleno de cicatrices y embutido en una amenazadora armadura negra adornada con espinas metálicas. Ambos contendientes se saludaron, fueron a sus puestos y ensillaron caballos. Al son de las trompetas, Lansloth tragó saliva y se precipitó hacia delante, lo que le dio la victoria en el lance, pues la lanza de su enemigo le rozó la parte superior del cráneo, haciéndole descubrir un hueco por donde metió, de casualidad, su arma, rompiéndosela en el pecho. En el segundo lance, no hubo tanta suerte: viendo que iba a repetir la estrategia, lord Fastes desvió la lanza con su escudo mientras acometía a su rival por el costado. Nunca antes un caballero había visitado el suelo con tanta velocidad. Quedaba pues, un último lance. El definitivo. En cuando sonaron por tercera vez las trompetas, ser Wayward se lanzó en atropellada carrera por su oponente ciego de determinación e ira. Poca gente lo había dejado quedar tan mal como aquella vez. Sin embargo, tanto apresuró a su caballo, que éste tropezó (los animales se parecen a sus dueños, dicen) justo en el momento en el que Begelord movía todo su cuerpo para impulsar la lanza y asestar un golpe con toda su fuerza. Al estar su objetivo cayendo, perdió el equilibrio, yéndose a golpear con la lanza de su adversario. Ambos acabaron encontrando el suelo. Y puesto que ambas lanzas estaban partidas, y los jueces no supieron quién había derribado a quién, pues la escena había sido demasiado rápida confuso para ellos, dictaminaron empate. Este año, habría dos Grandes Campeones y dos Reinas de la belleza.
Lleno de ira homicida, lord Fastes era capaz de aceptar tal resultado. Su espíritu combativo le decía que tenía que haber un ganador. Dos era inaceptable. Ninguna batalla acababa con dos vencedores. A grandes trancos, se situó enfrente de ser Lansloth, y le dijo, a viva voz:
- Esto no puede quedar así - su aliento era espantoso. Dio media vuelta y se dirigió al público - Exijo un paso de armas! - Y ser Wayward se dijo a sí mismo: Estoy bien jodido.
El paso de armas era el recurso del desempate, del desquite, de hacer pagar una afrenta. El desafiante tendría que defender una fortaleza, real o no, del desafiado, ambos con un máximo de cuatro hombres a sus órdenes. Cada año, se redactaban nuevas reglas, se quitaban algunas viejas, y el escenario cambiaba. Pero la esencia era la misma. Por tanto, los participantes (cuatro siervos de la cada Fastes para el desafiante, cuatro veteranos muy veteranos, para el desafiado) fueron informados de las nuevas reglas: podrían rendirse levantando al visera del casco (primera concesión a la piedad en treinta años), la única forma de ganar sería matando a todo el equipo contrario y reclamar el tesoro del centro de la fortaleza para el equipo y además, los invasores tendrían que llevar una armadura de cuero proporcionado por los jueces. Con estas prerrogativas, estaba perfectamente justificado el pensamiento pesimista de ser Lansloth.
El equipo defensor tomó posiciones en la fortaleza, que más bien era un fuerte de madera, rectangular, con una pequeña cabaña donde se escondía el tesoro, una copa de oro puro, con incrustaciones de diamantes, rubíes y esmeraldas. Se decía de ella que había forjada en los albores de la civilización, y que quién bebiera hidromiel de su interior, adquiriría aliento de dragón. Otros decían que inmortalidad. La mayor parte, que la cogorza era bestial. De cualquier manera, nadie había probado aquella cosa, pues su dueños sólo la tenían como reliquia en un estante, cogiendo polvo, hasta que decidieron donarla para el Torneo presente. Begelord apostó un arquero en la precaria pasarela que bordeaba la parte superior del muro de madera; el resto, y él mismo, defenderían el interior del fuerte.
El pensamiento de Lansloth no había cambiado. Y no le faltaba razón. Nunca había dirigido un ataque. Tampoco una defensa, pero un ataque era peor. Necesitaría elaborar un plan, capacidad que no poseía. Al menos, no moriría sólo. Una distancia de 20 o 30 cuerpos los separaban de la puerta del fuerte. Sin embargo, había una roca a unos 10 cuerpos de la fortaleza, punto muy bueno para disparar. Así, nada más oír la señal de comienzo, corrieron como si el enemigo estuviera detrás de ellos. Llegaron a la roca con uno menos, pero un atacante, el único que llevaba un arco, fue capaz de derribar al defensor de una certera flecha entre ceja y ceja. Un alivio, pero poco más.
Sacaron los espadas y allá fueron. Otro sirviente ocupó el puesto de su compañero muerto, pero en el momento en el que empujaron para intentar abrir el portón, perdió el equilibrio y se rompió el cuello en la caída. Otro alivio, peor quedaban otro dos. Los maderos cedieron enseguida, eran madera muy antigua, sequísima, era sólo cuestión de tiempo. Nada más entrar, el último sirviente que quedaba vivo se arrojó hacia ellos, pero una rápida estocada del colega de la izquierda del caballero acabó pronto con su acometida. Y ambos compañeros de equipo se lanzaron a por la gloria de acabar con el jefe y vengar al amigo caído. Mal hecho, según pudo ver Wayward desde su rezagada posición. En dos centelleantes movimientos de espada, sus amigos estaban en el suelo, muertos. Temblando, alzó la espada y se encaró a su enemigo. Las estocadas se sucedían sin cesar, pero Lansloth bien pudo apreciar que sólo estaba jugando con él. Cantaron las espadas por todo el recinto, y cuando Fastes ya estuvo harto de juegos estúpidos, alzó su arma para descargar el golpe final contra su enemigo. Sin embargo, ser Wayward, con los ojos cerrados, fue capaz de interponer su acero en la trayectoria del de su enemigo, perdiendo el equilibrio por la fuerza que su adversario ejercía. Cayó pues hacia atrás, encima de la cabaña donde se guardaba el tesoro. Rompió una pared en el proceso, lo que descubrió, a los atónitos ojos de ambos combatientes, que no había ningún tesoro allí guardado.
Cleptómano corrió como sólo había corrido perseguido por el fuego. Aquellos dos imbéciles estaban demasiado enfrascados en su juego de honor como para percatarse que había entrado por la puerta rota, entrada en la cabaña y cogido el cáliz, sin esconderse. No le habría resultado más complicado entrar en una taberna y pedir una pinta.
Y ahora, con el tesoro en sus manos, corría. Oh, claro que corría. La anciana se lo había dejado muy claro. O llevaba el tesoro, o dejaba de llevar sus pelotas colgando. Si no quería acabar de alguna manera peor. Y viendo la mirada de la señora, sabía que era capaz de hacer cosas mucho peores que castraciones. Así pues, sin dilación, se dirigió a casa de la vieja mujer.
Por el camino, empezó a escuchar un tumulto en creciente alzamiento. Estarían empezando a buscar la copa. O se daba prisa, o lo matarían dos veces. Y ninguna de las dos muertes sería agradable.
Atravesó el pueblo como un relámpago. Ya casi no le quedaba aire, peor tenía que hacerlo. Y lo hizo. Abrió la puerta tan atropelladamente que casi se cae. Y allí estaba la mujer, sentada, tomando a saber qué brebaje.
- Enséñame eso, Cleptómano - dijo entre imperativa y ansiosa. El ladrón se acostumbraba a que lo llamasen, y con reticencia, le enseñó su botín. Ella se lo arrancó de las manos - Oh, si! Al fin es mío! El Cáliz del Primer Hombre! - el tono de pesadilla volvió a sus labios, sonando triunfante y codicioso. Cleptómano pensó que la había cagado, pero bien.
- Tranquilo, amigo mío - le sonrió. El ladrón cada vez tenía más miedo - Toma, tu recompensa - Y de un baúl al lado del hogar sacó una daga de plata y mango con incrustaciones de obsidiana, un saco del tamañote un puño lleno de monedas, un saco lleno de comida y un colgante con una extraña forma serpenteante. Ha simple vista, no sabía qué era. Miró los tesoros con suspicacia - No te alarmes, no van a desaparecer. Los… colecciono. Eso te debería bastar. Y ahora, tómalos, o no, pero lárgate de aquí si no quieres morir. Esos dos tipos, ser Lansloth y lord Fastes, vienen hacia aquí, con un buen séquito. No te gustaría ver lo que pasará.
Más asustado que nunca, cogió todo el botín que le ofrecían, y de un salto superhumano, saltó por la ventana trasera, al tiempo que la muchedumbre furiosa derribaba la ventana. La anciana en seguida se puso enfrente de la multitud, y nadie se percató del fugitivo.
- Tú, bruja! - dijo ser Wayward Lansloth - Tenemos una disputa que ganar. Y sabemos qué fuiste tú, eras la única que no estaba en el Torneo. Devuélvenos el trofeo y no pasará nada.
- Sois vosotros lo que debierais temerme - su voz horrorizó a todos los concurrentes - Vuestro es poco más que una mierda de perro en mis zapatos. Y sin embargo, por esa mierda os matáis los unos a los otros. Esa mierda os ciega. Por esa mierda, habéis olvidado viejas costumbres que más os valdría no olvidar. Dad un paso más, y sabréis por qué - Amenazó. Todos dieron, al unísono, un paso hacia atrás. Lord Fastes se orinó del susto. Sin embargo, ser Wayward, por primera vez en su vida, se armó de valor. Pero, como él mismo, llegó en el momento más inoportuno. Dio un paso adelante. Y otro. Y cruzó el umbral de la casa de la anciana.
- A mi no me das miedo, vieja bruj… -Y a juzgar por los gritos, aquéllas fueron las últimas palabras de ser Wayward Lansloth.
A pesar de todo el equipaje que ahora llevaba, Cleptómano estaba a varias millas de distancia de Vilañeja. Y pese a la distancia, oyó los inhumanos gritos que surgían en dirección de la casa de la anciana. Y pese a todo: el cansancio, el peso de más, el hambre, lo irregular del terreno… pese todo, corrió. Y corrió. Hasta que, en medio de un extenso prado, cayó rendido.
Me ha gustado mas que lo demás, xD
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