Todavía
hoy, existe una cabaña de techo de paja oculta entre la maleza y pinos tan
altos que entorpecen el vuelo de las aves. Es de base circular, tan pequeña que
apenas cabrían dos hombres dentro. Sin ventanas, sólo una desvencijada puerta
de madera por la que entra la poca luz que consigue atravesar los pinos. Su
aspecto es tal que parece que se vaya a caer ante la primera brisa de
primavera, pero lleva en pie más inviernos de los que el grupo de mercenarios
que la construyeron llegaron a imaginar. Y agradecen con toda su alma a su
líder por haberles hecho construir ese refugio: aislados y ocultos de un mundo
de fanatismo que no se lo pensaría dos veces en atacar a un grupo de
mercenarios renegados. Un inconveniente importante cuando el trabajo te exige
ser discreto o si quieres conservar la vida por esos lares.
Dos
de esos mercenarios, un hombre y una mujer, se encontraban apostados a ambos
lados de la puerta de la cabaña. Las grandes nevadas se aproximaban y la
temperatura no tenía piedad.
-
Me resulta increíble que hayan conseguido caber tres hombres ahí – comentó la
mujer como tratando de hacer una broma.
-
A mí me resulta increíble que no se escuche nada – contestó con fastidio el
hombre – Estas paredes son más finas que las gotas de lluvia, por qué no
escuchamos absolutamente nada? Normal que sea el último en enterarme!
-
No te enfades, Vash. Si te escuchan, nos encuentran.
-
Ya lo sé, ya lo sé. Pero como aquí nadie confía en mí y no me dice nada… - La
mujer lo miró con reproche – Menos tú, Stjäla, amor – La rodeó con sus brazos y
trató de besarla, pero ella opuso resistencia. Unos amorosos forcejeos más
tarde, Vashtudyk consiguió su objetivo y una mirada de amor y pensamientos no
aptos para los pocos menores que leerán estas líneas.
-
Recuerdas aquella vez cuando robamos aquel carnero y nos quedamos tú y yo solos
ahí dentro? – preguntó la ladrona con los brazos alrededor de su cuello y un
tono picaruelo.
-
Por supuesto – contestó, agarrándola por la cintura – Las maniobras que hicimos
eran de otro mundo.
-
Y menos mal que esto no tenía ventanas, si no aquel carnero habría huido
espantado.
-
Quizá hubiera sido mejor, después de cómo acabó todo.
-
Yo sí te quiero ver acabar.
Vash
la soltó, con los ojos como platos.
-
Ahora? Aquí? El relevo está a punto de llegar!
-
Lo hemos hecho más rápido.
-
Iockvara está medio muerto!
-
Ni que no lo hubiera estado más veces!
-
Ya has oído a Rïm – dijo, en un tono mucho más serio – Su corazón es débil. Y
después de un corte tan profundo… - dejó de hablar. Se le hizo un nudo en la
garganta.
-
Tranquilo, corazón – le consoló Stjäla con un abrazo – Saldrá de esta. Siempre
lo hace. Los Tres le cuidan.
Después
de un beso rápido, se sentaron en el suelo, tapados por el manto negro del
guerrero, hasta que por fin, llegó el relevo.
Lo
adivinaron entre la maleza unos momentos antes de llegar: unos bultos blancos
que no podían ser otra cosa que los masivos brazos de Friska. Con ellos se
aproxima una incesante voz cantarina, que enseguida reconocieron como la de
Fjöde.
-
…Entonces mi padre le dijo: “No mis berenjenas no están podridas. Pero tu nariz
quizá sí”. Y al viejo Thujeim casi le explota la vena de la frente! Fue
graciosísimo, en serio! Ah! Hola, chicos!
-
Hola – contestó la pareja al unísono.
-
Sabéis algo?
-
Nada! Somos los últimos en enterarnos! – Respondió Vash. La respuesta de Stjäla
fue un codazo amistoso a su compañero y un “no empieces”. Fjöde sonrió. Friska
miraba un pino con la boca abierta.
-
Es increíble lo discreto que puede llegar a ser el jefe ahí dentro. Una vez,
cuando me tocó hacer guardia a mí, había traído a un pirata gurendano y le pegó
una paliza él solo y no sé escuchó nada! Cuando salió, pude ver al pirata hecho
papilla. El jefe me dijo que no había hablado, así que me mandó ir a buscar a
Iockvara… - Y calló. Todos callaron, mirando al suelo. Hasta Friska.
La
ladrona rompió el silencio.
-
Cómo está?
-
Mal – dijo la menuda arquera, sin dejar de mirar al suelo –Respira con
dificultad. Suda un montón. Rïm dice que hará todo lo que pueda.
-
Quién está con él? – preguntó el pelirrojo
-
Mys – Y dándose cuenta de que podía estar preguntando por el sacerdote caído,
añadió – Thau.
-
Iremos al campamento a hacerle compañía entonces – apostilló el guerrero,
mientras se levantaban – Avisa si sabes algo de Sander. Odio no enterarme de
nada.
-
Lo mismo os digo. Sobre Iockvara, quiero decir.
Mientras
que la pareja se alejaban con paso pesado, pudieron escuchar a Fjöde preguntar
a Friska (que es el equivalente a hablar solo): “Por qué un sacerdote tan
devoto como Iockvara habrá decidido venirse con nosotros?”
Thau
corría. Llevaba su armadura, cuatro placas de metal teñido de negro, unas botas
de cuero altas y unos mitones que habían visto décadas mejores.
A
pesar del peso, y de la incomodidad, corría.
Iockvara,
el viejo Iockavara, el único cuerdo que había conocido, empeoraba. Estaba
blanco como la nieve, salvo un leve púrpura en los dedos de los pies. Seguía
sudando, pero muy quieto. Su voz era cada vez más débil, más ronca. Había poco
tiempo y Rïm no dejaba de recoger hierbas.
Sabía
que siempre había sido un cobarde, pero, demonios! Iockvara estaba enfermo!
Necesitaba cuidados, no un guerrero a su lado. El único que podía hacerlo era
Rïmedel, y andaba perdido buscando saben los Tres qué hierbajos inútiles.
Cuando
lo encontrase, lo iba a escuchar. Pero bien. Lo que necesitaba ese imbécil era
disciplina. Sander era demasiado benévolo.
Estaba
a punto de gritar el nombre del herborista cuando de su derecha le llegó un
placaje que lo derribó al suelo. Su atacante lo inmovilizó en cuestión de
segundos. Trató de zafarse con unos ineficaces movimientos cuando vio el brillo
de una espiral metálica. Entonces alzó la cabeza.
-
Mys, soy yo. Necesito ver a Rïm. Iockvara está empeorando.
Sus
ojos, que eran lo único visible de su rostro debido a su turbante, no
cambiaron. Sólo hizo un ligero asentimiento, se apartó y con un cabeceo, indicó
al segundo al mando que lo siguiera. Tardaron un buen trecho hasta llegar al
herborista.
Rïmedel
estaba agachado al pie de un árbol, apartando tierra con una mano. Con la otra
sujetaba el tallo de una extraña planta de hojas con bordes puntiagudos y
flores de un gris oscuro antinatural. Thau saludó, pero el herborista ni se
inmutó. Se acercó unos pasos y volvió a saludar, más alto, sin obtener
respuesta. Enfadado, se adelantó los pocos pasos que le quedaban, cogió al
menudo sanador por el cuello de la túnica, soltando improperios furiosos… Hasta
que en un segundo, volvió a estar en el suelo, inmovilizado por Mys.
-
Gilipollas! Mira que eres gilipollas!
Iockvara está… - La mano de su compañero le impidió seguir.
El
herborista se atusó la túnica, con calma, y contestó.
-
Crees que no lo sé? Sé mucho más que tú de esto. Puede que el viejo no haya
sido mi mejor amigo, pero no lo dejaré morir – Levantando la cabeza hacia Mys,
le ordenó que lo soltara, y dando la espalda a Thau mientras se incorporaba,
añadió.
-
Asumo que has venido no sólo a insultarme, si no a advertirme. Bien. Vamos. – Y
se fue corriendo en dirección al campamento, seguido de cerca por Mys. Después
de darle una patada a un pino cercano y volver a maldecir al herborista, Thau
se puso en camino.
Desde
allí, Rïm y su silencioso compañero
llegaron en apenas cien latidos. El primero entró sin vacilar en la tienda
mientras Mys hizo guardia fuera. El herborista examinó con precisión al
yaciente Iockvara. A cada hallazgo de mal agüero, chasqueaba la lengua (y no
fueron pocos). Con los rápidos y seguros movimientos que da la experiencia,
machacó, mezcló y diluyó todos los ingredientes necesarios hasta obtener dos
morteros con un líquido similar al agua y una pastilla de hierbas enrolladas.
La pastilla se la colocó bajo la lengua e inmediatamente el anciano comenzó a
respirar con normalidad. De su zamarra sacó un frasco y vendas, con los que
renovó el vendaje y el emplasto del pecho del enfermo. O había signos de
infección, por lo que se permitió una sonrisa.
Del
cinturón sacó un cuchillo cilíndrico, que hundió en uno de los morteros. Puso
el pulgar en extremo del mango, que estaba hueco. A continuación, clavó el
cuchillo en el brazo del sacerdote, y soltó el pulgar. Lo retiró y usó trozos
de vendas para comprimir. Repitió varias veces el proceso hasta que escuchó
ruido fuera. El bueno de Mys no dejaba pasar a Thau. Con calma, acabó el primer
mortero, dejando que la discusión fuese a más. Antes de que Mys pusiese fin a
la discusión de forma abrupta, Rïmedel intervino.
-
No pasa nada. Déjalo pasar.
Nada
más entrar, se arrodilló a la cabeza del sacerdote y le susurró palabras.
Palabras dulces, palabras de confort, palabras de recuerdo. El sanador se
sorprendió. Jamás habría pensado que el segundo al mando, tan serio, tan duro,
fuese capaz de preocuparse tanto. Una máscara, supuso, para compensar la poca
disciplina que les imponía Sander.
Era
extraño: Sander apenas lideraba. Sí, tomaba las decisiones de los encargos,
decía los grupos, pero nada. Dejaba que la dinámica de grupo fluyese
libremente. O quizá él hacía esa dinámica posible, de maneras invisibles.
-
Eh! Qué haces ahí parado? – los gritos de Thau lo sacaron de su ensoñación –
Maldita sea, para una sola cosa que sabes hacer, y no la haces ni bien… - La
preocupación era genuina. Rïm no creía que hubiera estado asó si fuera su padre
el que estuviera yaciendo en aquella tienda.
Tomó
el pulso al enfermo, le escuchó el corazón directamente poniendo la oreja sobre
el pecho, le examinó las pupilas, y después de un poco de reflexión, hizo
trizas una hierba que sacó de una bolsa de su zamarra, la añadió al
mortero y al de repetir el pinchazo,
Thau lo detuvo en seco.
-
Pero qué vas a hacer, animal? No pensarás meterle eso!
-
Mire, Segundo – contestó. Jamás había sido tan respetuoso. Ni tan frío – Esto
es extracto de Hierba Sitenera con savia de pino y flores de Hivianís. Es lo
que hace que su corazón funcione a pesar de la pérdida de sangre. Y como su
corazón ya estaba débil, necesito que haga más efecto. Para eso lo tengo introducir
el cuchillo hueco en el brazo, y que el remedio vaya directo a la sangre.
Entiende? Me dejará hacer mi trabajo?
Thau
se calló de inmediato y le dejó hacer su trabajo. Al cabo de cuatro veces,
hasta acabó ayudando a hacer las compresiones.
-
Dónde aprendiste a hacer eso? – preguntó rompiendo el silencio. Ya llevaban
medio mortero.
-
He viajado mucho.
-
Lo sé. Sander me lo dijo. Pero dónde exactamente?
-
Antivia. Allí me hice el cuchillo hueco y aprendí a usarlo para introducir
remedios en sangre. El remedio en concreto es una vieja receta de mi familia,
en Trhúnd.
-
Con razón te dejó venir. Nadie debe de saber más que tú.
-
Eso, y que evité que perdiera la mano de la espada.
-
Eso también debió contar para algo, sí.
Acabado
el mortero, y viendo que Iockvara parecía dormir tranquilo y con mejor color,
Rïmedel respiró tranquilo. Luego se puso a preparar más morteros.
-
Oye, no habría una manera no tener que ponerle eso a cada rato?
-
La hay. La vi en Armindol, pero no se puede sin sus recursos. Ya lo he intentado.
-
Estuviste en el Imperio? – Estaba genuinamente sorprendido. La idea parecía tan
remota y descabellada como un cerdo volando a lomos de Friska.
-
No exactamente – respondió sin levantar la mirada de sus quehaceres – Me colé
en una de esas tiendas que usaban para los heridos en las campañas con el
Cruce.
-
Pero eso fue hace mucho tiempo – Seguía habiendo sorpresa, aunque disminuida.
Rïm no podía ser tan mayor, aunque, bien pensado, quizá tuviera algún remedio
para disimularlo.
-
Sí. Sin embargo, como parte de la conquista, dejaron algunas de esas tiendas
cerca de la capital… No recuerdo ahora su nombre. Ya sabes de dónde te hablo.
Con un sistema de sanación, aunque pequeño, es más fácil que un país se someta.
Ahora hay un edificio que hace las funciones de aquellas tiendas, pero cuando
fui yo, aún estaban. Es efectiva, pero dependen demasiado de la tecnología.
-
Dices eso que algunos extranjeros llaman Conquista Invisible?
-
La misma.
-
Qué bien se lo montaron.
-
Toda la razón – dejó los utensilios en el suelo. Seis morteros esta vez. –
Ahora nos llevará algo más tiempo. No, no los usaré todos. Es por si hay
emergencias, aunque debería ser la última vez ésta.
-
Puedo ayudarte?
-
Como gustes – le sonrió.
Dentro
de la minúscula cabaña se aglutinaban tres hombres en la penumbra: uno
arrodillado enfrente de la puerta, atado de pies y manos para no poder moverse;
dos de pie, a ambos lados del prisionero, sin poder moverse.
El
arrodillado, afortunadamente tapado con un taparrabos, lucía una descolorida barba
verde. No dejaba de mantener cerrado su ojo izquierdo y le faltaba la pierna
derecha. Mantenía siempre la cabeza erguida, desafiante ante sus captores.
Sander,
por otra parte, comenzaba a perder su temple. En un principio calmado y
razonable, el tiempo no dejaba que olvidase que Iockvara se podía estar
muriendo en una tienda no muy lejos de allí. Y eso lo ponía hecho una furia.
Cleptómano,
por su parte, callaba.
-
Mira, te daré la última oportunidad – Sander señalaba al recluso con su
amenazante índice con un movimiento contenido para no meterlo donde no debiera
– Dinos por qué nos seguías y te soltaremos.
-
No – contestó el tuerto, lentamente, con voz firme.
Sander
bajó su dedo y apartó la mirada, apretando los labios de rabia. Suspiró y
dirigió la mirada a Cleptómano.
Cleptómano
seguía con la mirando al suelo, callado.
-
Bien – se dirigió al prisionero, tratando de aparentar calma – Conoces a mi
equipo. No son malos chicos, pero sí muy leales. Si se lo pidiera, podrían
hacerte cosas muy, muy feas... Pretendes seguir callando?
-
Sí – respondió sin apartar la mirada – No puede ser peor que cuándo me quitaron
el ojo – Lo abrió, revelando una cuenca vacía. Sander retrocedió, asqueado.
-
Cierra eso, o te lo cerraré yo.
-
Creía que el torturado era yo, norteño analfabeto- Hizo una mueca con la que
enseñaba todos sus dientes, acercando su cuerpo hacia su captor, hasta que
estuvo tan peligrosamente cerca que Sander lo abofeteó sin piedad, con un
movimiento corto y fuerte.
-
Pirata imbécil. Sabes lo que nos haces sufrir? Por culpa de ti y los tuyos, mi
más antiguo amigo podría estar muerto. Y ahora te burlas de mí? No lo toleraré!
– Lo abofeteó de nuevo. El prisionero escupió algo de sangre.
-
Al menos, hostias mejor que cuentas. Qué Sander eres tú? El vigésimo segundo?
El nonagésimo cuarto? El milésimo? – Esta vez fue un golpe de rodilla en la
cara. La nariz le sangraba – Oh, lo siento si lo he enfadado, majestad – No
perdía la mueca burlona, aún con la cara llena de sangre- Mas este humilde
pirata pierde a veces el temple cuando matan a más de quince de sus mejores
hombres por nada.
-
Nada! – Rugió Sander- Nos emboscasteis!
-
Sólo queríamos hablar!
-
Deja de decir eso – Un puñetazo partió la mejilla del pirata. Sander resoplaba
con la ira. Su prisionero parecía no sentir dolor. Apenas recibido el puñetazo,
volvió a alzar la cabeza y a poner la
mueca burlona.
Sander
no aguantó más. En un frenesí de ira, comenzó a tirar puñetazos al pirata, sin
contemplaciones, gritando sobre Iockvara, maldiciendo a todos los piratas,
maldiciendo a este pirata.
Cuando
terminó, la cara del prisionero no era más que una masa sanguinolenta. Reposaba
apoyado en la pared de sus espaldas, respirando con dificultad. Y con la mueca.
-
Vámonos de aquí. Quiero ver cómo está Iockvara. Además, tendré que volver a
presentarte a los demás.
Abrió
la puerta, pero se detuvo.
-
Qué haces ahí parado?
Cleptómano,
por fin, alzó la cabeza.
-
Sander, necesito hablar con él. No pongas esa cara. Dame hasta la puesta de
sol. Creo que le puedo sacar algo. Lo conozco. O eso creo.
-
Ya podías haberlo dicho antes!
-
Lo siento. Este hombre me jodió en el pasado. Me ha costado superarlo.
-
Oh… Entiendo. Despáchate a gusto. Vendré con la puesta de Sol.
Y
saliendo, cerró la puerta.
-
Menos mal que se ha ido – El pirata hablaba despacio, con dificultad – Tenía que
hablar contigo en privado, Clépt…
-
Calla. Ni si quiera tendría que estar hablando contigo – Cleptómano miraba sin
mover la cabeza, sólo con los ojos, y muy brevemente – No después de haberme
abandonado.
-
Eso no fue culpa mía. Me engañaron – Trató de alcanza al ladrón con una mano,
pero este la apartó con un rápido movimiento. Luego miró con extrañeza. Al
parecer, se había desatado las manos. Se ve que no era el único con años de
experiencia.
-
Eres un pirata, Barbamenta. No tengo que creerte.
-
Pero uno honrado – Balbuceó. Cleptómano se encogió de hombros. Trató de darse
la vuelta, pero no había tanto espacio, así que acabó en una incómoda posición
de medio lado.
-
Sé que no me crees – continuó Barbamenta – Pero nadie en mi tripulación es abandonado.
Cuando supe que me habían engañado, castigué a ese cabrón y te busqué.
-
Y por eso estás aquí, no?
-
Sí… No – Aquello hizo que el ladrón mirase al pirata a la cara.
-
K… Kja… Kjara – Consiguió articular.
Cleptómano
abrió mucho los ojos. Comenzó a respirar con dificultad. Quiso maldecir, gritar
algo, pero sólo llegó a hacer sonidos ahogados. La cabaña se le quedaba
pequeña. Más de lo que ya era. Trató de salir, pero Barbamenta lo cogió por la
muñeca. Un agarre muy firme y fuerte para alguien en su condición.
-
No es lo que piensas…
Cleptómano
se paró en seco. Se giró muy lentamente. Encaró al arrodillado pirata. Y lo
soltó todo.
-
Qué no es lo que pienso!? Y entonces qué es!? Esa bruja mató a mi familia! Me
envió al Norte a buscar saben los Nueve qué! Con un grupo de mercenarios locos!
Y ahora me envía al tipo que me abandonó para vigilarme!? Qué propósito tiene
esto!? Acaso su magia aumenta con mi dolor!? Qué es esto!? Dímelo!
-
Esos mercenarios – Explicó pausadamente - … Se supone que deberías reunirte
conmigo… Ellos… Los contrató Armindol…
El
ladrón se derrumbó sobre sus rodillas. Es que nadie le dejaría en paz? Primero,
una sádica bruja. Ahora, un imperio entero. Qué tenía él de especial? Su cara?
Eso era lo único, pero… Qué tenía que ver eso con nada? No podía ser tan
especial. Sander parecía recordarlo a veces. Y Barbamenta siempre lo conseguía.
No podía ser eso! Por qué no lo dejaban en paz? Por qué tenía que ser todo tan
duro?
-
No te preocupes… No creo que lo sepan – Trató de calmarlo, un tanto en vano –
El Imperio Armindol opera con mucho secretismo.
-
Pero entonces… Tú… - Cleptómano no era capaz de salir de su asombro.
-
Tranquilo… - Con dificultad, Barbamenta se movió hacia adelante. Cogió por los
hombros a su anterior tripulante, y poco a poco le dijo – Kjara me dijo dónde
encontrarte, que te protegiera para alcanzar tu misión, o me abstuviera a la
consecuencias. Me da igual. Te sacaré de aquí y te vendrás conmigo.
-
No! – Exclamó, con los ojos desorbitados - Os mataría a todos! Y luego ella me castigaría
a mí! No quiero hacer este viaje solo! – Imploró, llorando - No quiero estar solo!
-
Está bien – Le contestó sonriendo. Una sonrisa bastante perturbadora, pues aún
era un amasijo de sangre – Convénceles para poder ir con vosotros. Tendré mi
ojo bueno puesto en ti todo el rato.
-
Y tu tripulación?
-
Les di órdenes estrictas. Si no vuelvo en dos meses, se van sin mí.
Cleptómano
esbozó una sonrisa. Barbamenta amplió la suya. Y se abrazaron.
-
Será difícil convencerlo. Haré lo que pueda. Ahora saldré. Tengo que volver a
presentarme.
Nada
más salir. Barbamenta volvió a atarse las manos con mucho arte. Apoyó la
espalda en la pared, fingiendo seguir desvalido. Oyó las preguntas confusas de
sus compañeros, la demostración de Cleptómano de que eran compañeros, la
confirmación del iletrado líder sobre su identidad. Mientras se alejaban,
escuchó cómo el tal Iockvara se había recuperado bien. Eso era bueno. Aumentaba
las posibilidades de entrar en la pandilla. Se alegró. Ningún pirata era
abandonado.
Y
menos uno que necesitaba ayuda tan desesperadamente.