Sed bienvenidos

Sentaos si queréis. O permaneced de pie. Pero si queréis oír historias, mejor será que paguéis

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Cleptómano XXIII

- Cómo es posible que hayan llegado tan al norte?
La tundra se extendía en todas direcciones. Y con ella, una empalizada negra de un material desconocido. Quizá metal. Una discontinuidad en el uniforme muro dejaba entrever que ahí estaba la puerta.
Agazapados tras una roca, Thau y Vash contemplaban la inmensa mole.
- Harán todo lo posible para jodernos – contestó Vashtudyk – Y eso que se supone que trabajamos para ellos.
- No irás a creer a ese pirata? – preguntó con cierto tono de recriminación el segundo al mando.
- No. Si tuviera razón, esto sería mucho más sencillo – Thau asintió. Al menos, las tonterías de Barbamenta no calaban en el grupo.
- Bien. Volvamos a informar.
- Me muero de ganas por saber de qué forma intentaremos suicidarnos esta vez – comentó, ácido
Una mirada severa lo calló durante el lento camino de vuelta. Fueron arrastrándose, muy lentamente, entre las rocas y las pocas elevaciones que evitaban que fueran vistos. Varias veces quedaron expuestos en campo abierto. Por fortuna, con sus capas podían confundirse con bastante eficacia con su medio. Y así siguieron hasta que el sol se ocultó. Al amparo de la noche, corrieron hasta que la vegetación se levantaba más de dos palmos del suelo. Allí redujeron el paso hasta quedar al fin cubiertos por pinos y cipreses.
Algo más seguros, comenzaron a dejar pistas falsas para ocultar su rastro. La luna ya estaba muy alta cuando llegaron al campamento. Fjöde y Stjäla hacían guardia. Las saludaron (Vash con un largo y húmedo beso a la segunda) y fueron a la hoguera, dónde todavía estaba Sander con alguien a quién no supieron reconocer.
- Tranquilos, chicos. Es Cleptómano. Nuestra misión– dijo, con el fastidio evidente de quién repite una oración por milésima vez. El llamado Cleptómano metió la mano en la camisa y sacó un colgante. Pronto cobraron consciencia de su papel en el grupo y se sentaron. Al otro lado, Barbamenta comía pan con leche.
- Por qué sigue aquí? – preguntó con violencia Thau.
- Es el único que no se olvida nunca de Cleptómano. Puede sernos útil.
- No seas modesto, hijo – intervino el pirata con la boca llena – Tú tampoco haces mal trabajo acordándote de él.
- Soy el jefe. Es mi trabajo – Y dando por zanjada la conversación, añadió – Qué nuevas traéis?
- Malas – contestó Vash.
- Realmente malas – puntualizó Thau mientras se sentaba – Funestas, diría. Armindol se nos ha vuelto a adelantar.
Cleptómano, distraído partiendo ramas y arrojándolas al fuego, alzó la cabeza, nervioso. Cruzó miradas con el pirata, que enseguida dejó de comer. Una seria preocupación atenazaba su rostro.
Una expresión muy parecida, pero con un poso de miedo en el fondo de los ojos, se exhibía en la cara de Sander. Pidió explicaciones a Thau.
- Ya sabes lo grande que es el Hrüspraitlat. Pues de Este a Oeste han puesto una empalizada, negra como la boca del lobo y grande como tres personas. A veces salen soldados a patrullar, con sus lanzas y alabardas mágicas.
- Chico, eso no es magia – explicó Barbamenta – Eso…                                                    
- No lo interrumpas – Sander tenía un tono muy amenzador. Más que en el interrogatorio. El pirata enseguida cerró la boca, pero no bajó la mirada.
- No hay mucho más que decir. Son demasiados. Y no creo que podamos atravesar las montañas. Son demasiado escarpadas.
- Qué propones entonces, Thau?
- Eso es tu trabajo, jefe.
Sander se quedó callado, mirando al fuego. En el silencio, sólo se escuchaba comer a Barbamenta y el crepitar del fuego. Cleptómano quiso decir algo, pero Barbamenta lo cortó con una mirada. Apuró lo que quedaba en su bol y comenzó a hablar.
- Conozco estas empalizadas. Hacen lo mismo en el mar. Sin barcos, solo los muros. Cuando viajamos varios barcos juntos, localizamos las puertas, nos dividimos y con unos días de diferencia, pasamos las puertas disfrazados de mercaderes. No conozco las montañas, pero si decís que no podemos ir por ahí, os creo.
- Y luego somos nosotros los que trabajamos para Armindol, no? Viejo traidor! – Ninguno esperaba esa explosión por parte de Thau. Se había levantado con fuerza, rojo de ira y gritando a pleno pulmón. Que no se fiara del pirata era comprensible, pero esto era demasiado. Sander se levantó, quiso calmarlo, pero lo rechazó enseguida – No, Sander. Escúchame! Es una locura! Nos matarían y secuestrarían a Cleptómano! Es que no lo ves!? Trabaja para ellos!
Y volvió a hacerse el silencio. Un silencio tenso, lleno de miradas hacia el pirata. Sin alterarse, se levantó.
- Mira, chico: llevo escapando del Imperio más años de los que tú has vivido. Por algo soy pirata. Llevo este parche por su culpa. No llevo esta pierna por su culpa. Juré proteger a toda mi tripulación de sus garras. Cleptómano es de esa tripulación. Y por eso me duele hacer esto. Mucho, mucho más que a ti. Pero no hay otro remedio. Agradecería, si tienes otra sugerencia, que te sentases y nos hicieses partícipe de ella. Si no es el caso – añadió, bordeando la hoguera, acercándose a su interlocutor – cierra la puta boca.
Como invitado a pelear, Thau se acercó al pirata. Sin embargo, Sander se interpuso entre ambos. Se encaró a su subordinado.
- Ni se te ocurra. Vete a tu tienda y descansa. Ya hablaremos tú y yo. Vash, acompáñalo.
A regañadientes, ambos hombres fueron a sus tiendas. Sander volvió a reprender a Barbamenta con la misma cantinela de siempre: nosotros no trabajamos para el Imperio, recuerda el contrato que te enseñé. Vuelve a decir eso y te quito el otro ojo. Mandó al pirata y a Cleptómano a su tienda y se quedó solo ante el fuego.
- Crees que lo haremos?- preguntó el ladrón ya en la tienda.
- Para nuestra desgracia, sí. No tenemos otra salida.
- Y trabajan…
- No te quepa la menor duda. Pero ellos no lo saben. Ni tampoco el resto de Armindol.
Momentos más tarde, Barbamenta se durmió. Cleptómano tardó mucho, mucho más tiempo.
A la mañana siguiente, Sander los reunió a todos alrededor de la hoguera y les anunció que seguirían un plan similar al del pirata. Hubo murmullos de sorpresa, alguna protesta y una disimulada y barbuda sonrisa.
- Silencio! – gritó el capitán. Últimamente estaba muy serio. Nunca había estado tan serio – Sé que no os gusta, pero es lo que hay. No podemos desperdiciar un buen plan cuando lo tenemos delante.
>> No seremos mercaderes. Seremos norteños. De los buenos, de los creyentes. Tenemos taparrabos suficientes para todos. Nos dividiremos en tres grupos y…
- Alto, alto, alto! – interrumpió Vash – Me estás diciendo que después de renegar de una sociedad que no nos aceptaba, que nos daba la espalda y nos subyugaba a una infeliz y monótona vida, tenemos que fingir, en una misión suicida, que tal cosa jamás pasó?
- Es una descripción bastante acertada – observó Iockvara.
- Me niego!
- Vash, por favor… - Le rogó Stjäla.
- No! No lo haré! Y si tuvierais dos dedos de frente, lo haríais también! Es un suicidio!
- Vash, me gusta tan poco a ti – contestó Iockvara – Pero hemos de hacerlo. Tenemos un contrato.
- Y yo dignidad!
- Yo estoy con Vash – lo apoyó Thau. De una zancada, atravesó los restos de la hoguera hasta su compañero – Nos matarán. Si nos reconocen, que lo harán, no detendrán, torturarán y matarán. No dará resultado.
- Siento decirlo, Sander. Pero yo estoy con mi esposo – Ambos se cogieron de la mano.
- Friska y yo estamos contigo, capitán! – dijo Fjöde dando saltitos.
Rïmedel y Mys seguían en silencio, algo apartados del círculo. Cleptómano quiso decir algo, pero Barbamenta lo detuvo enseguida. Se adelantó él mismo, y comenzó a hablar.
- Esto no es cuestión de democracia. Todos tenemos una misión. Y la única manera de cumplirla es este plan suicida – El único ojo los miraba a todos, feroz y amenazador. Todos lo atendían – Si no queréis, iros. Buscaos otros mercenarios, con otras misiones, otras caras y no volváis. Que la única herida que os quede sea el remordimiento de no habernos ayudado en vuestro lecho de muerte – Se retiró, con un elegante paso atrás. Todo elegante que se puede dar un paso atrás con una pata de palo.
- Sander – Thau se llevó la mano a la espada – Si vuelve a hablar lo mato.
- Haz lo que quieras. Pero tendrás que pasar por encima de Mys – lo señaló y el mencionado movió la cabeza – Además, Barbamenta tiene razón. Ya sé que nunca lo hemos hecho, y que traiciona nuestros principios. Por eso, el que no quiera traicionarse, que nos abandone. Pero que recuerde que eso es traicionar nuestro juramento. Traicionar a nuestra pequeña familia. Traicionarme a mí – Dio la vuelta y comenzó a caminar – Cuando el sol llegue a aquel árbol, quiero que hayáis tomado una decisión. Estaré en mi tienda.
Barbamenta trotó un poco y le susurró al oído: “No hacía falta ponerse tan melodramático”. Siguió hasta su propia tienda. Cleptómano lo siguió al poco.
El resto de guerreros se quedaron mirando al suelo, tristes y llenos de vergüenza.
Cuando llegó la hora señalada, todos estaban dispuestos a seguir con el plan. Sander los miró, casi al borde de las lágrimas. Barbamenta sonrió para sus adentros.
Se dividieron en tres grupos: el primero, Sander, Cleptómano, Barbamenta y Mys. El segundo, Thau, Friska, Fjöde y Rïmedel. El último, con Vash, Iockvara y Stjäla. Caminaron en silencio, hasta el linde del bosque, y allí siguieron hacia el este, paralelos a la muralla, buscando puertas. Pronto encontraron la primera, y se encaminó hacia ella el grupo de Vash. Las ropas tan llamativas los hacían destacar ante el paisaje de verdes y marrones. A medio camino, la puerta se abrió, sin sonido, fluida. Unos puntos grises que supusieron, eran soldados, resaltaban en el umbral. Los puntos se hicieron a un lado dejando pasar al grupo. Las puertas volvieron a cerrarse, y continuaron.
Llegaron a la segunda puerta con el sol muy bajo. El mismo cuadro de antes se repitió aquí, sin variaciones, salvo por los protagonistas: esta vez era el grupo de Thau. Ya sólo estaba el grupo de Sander.
Eran el grupo más dispar de los tres: mientras que en los otros dos todos iban con taparrabos y capa (y una tira que tapaba los pechos a las chicas), aquí sólo Sander tenía el atuendo típico. Cleptómano y Barbamenta llevaban una túnica multicolor que los envolvía enteros. Cleptómano llevaba además la capucha puesta, para no verse la cara. Mys, siempre con su turbante, apenas se había cambiado. Él era de otra región, mucho más al norte. Otras reglas se aplicaban allí.
Llegaron bien avanzada la noche, pues Barbamenta tropezaba constantemente con su túnica. Las puertas se volvieron a abrir cuando estaban a medio camino. Varias luces se encendieron, como salidas de la nada, que les cegó durante unos instantes. Unos pasos y se acostumbraron, pero tenían que seguir avanzado protegiéndose la cara. Aquello era peor que mirar fijamente al Sol.
En el umbral fueron recibidos por cuatro soldados idénticos; cara y atuendos. Usaban una extraña armadura gris mate, sin ningún tipo de juntura o bisagra visible, pero que les permitía libertad de movimientos. Tampoco parecían llevar casco o armas.
Fueron examinados atentamente. Hasta cacheados. La armadura no se sentía fría en la piel. Extrañamente, no les quitaron las armas, sólo preguntaron por qué el bajito de la capa, ese que se tapaba tanto la cara, no paraba de temblar.
- Está enfermo – contestó Barbamenta.
- Y no es un guerrero – añadió Sander rápidamente – Ya sabe cómo son. No aguantan un resfriado de nada.
Los soldados se miraron un largo rato. Al final de veinte latidos, asintieron. Les indicaron un intricado camino para llegar a la puerta del otro lado y volvieron a sus puestos, que visto desde dónde estaban, no era más que mirar la muralla negra desde muy cerca.
Poniéndose en camino, Barbamenta y Sander tuvieron una discusión entre susurros, sin hacer nunca contacto visual, sobre el apresurado comentario del segundo y de cómo un milagro los había hecho seguir con vida. Mys no parecía atento a nada en particular. Cleptómano no dejaba de mirar nervioso a su alrededor.
El campamento era un inmenso mar de negrura sin término aparente. Unas tiendas, con formas de cúpula sin entrada aparente y con espacio suficiente para una persona, se agrupaban en cuadrados de veinte de lado. Cada cuatro cuadrados, una construcción rectangular mayor se elevaba en la confluencia de las esquinas. De él colgaban cintas, distintas para algunos de los rectángulos, pero con un orden o propósito que Cleptómano no supo determinar.
Además, había otras construcciones cúbicas, aún mayores, que aparecían con la agrupación de aún más cuadrados. Cleptómano sólo pudo ver dos, cada una coronada con banderas distintas. Dónde guardaban las armas o los animales de guerra, era un misterio.
La conversación entre ambos líderes había derivado sobre cuál era la dirección correcta, pues las direcciones eran demasiado complicadas para un sitio tan ordenado, según observaba Sander. Pero al querer seguir recto, un colorido caos de pieles y palos les bloqueó el paso.
Los norteños habían establecido campamentos dónde buenamente podían, que era, en general, allí donde la separación entre cúpulas era de más de dos cuerpos. Los animales, caballos y cabras, pastaban libres por el campamento. Las tiendas no tenían paredes, sólo techo, y los que no eran guerreros dormían sobre esteras de cuero. Los guerreros dormían en el mismo suelo. Algunas siluetas se marcaban en la hierba. En muchas se podía ver la marca del arma.
Como las direcciones tomaron sentido, comenzaron a seguirlas. Las que pudieron. El campamento anexo debía haber crecido, y muchas veces tuvieron que dar rodeos para llegar al paso siguiente. Ninguno de los cuatro se hacía una idea del porqué. Sumaba extrañeza el hecho de que ningún campamento estuviera ocupado. Vieron algún soldado armindol salir de sus tiendas (si es que se podían llamar así). Sin hacer ruido, la superficie se deslizaba hacia un lado, dejando un pequeño espacio para salir. El interior estaba iluminado, y pudieron ver una cama, un baño y… nada más. Se cerraban enseguida. En los campamentos norteños no había nadie, salvo alguna cabra o gallina comiendo hierba.
Sander y el pirata aparentemente habían acabado de discutir. Aparentemente, porque de vez en cuando aún soltaban alguna frase, a las que Cleptómano no prestó ninguna atención. Sólo quería salir de allí lo antes posible. Y lo consiguieron. Despuntaba el alba cuando llegaron a la otra puerta. Realmente, no supieron verla; un grupo de soldados idénticos a los primeros les llamó la atención de que estaban delante de la puerta. Volvieron a ser examinados de arriba abajo, pero con menos minuciosidad que antes. Las luces se encendieron y la puerta se volvió a deslizar. Apenas diez pasos después, se cerraron. Ya estaban fuera.
De vuelta a la tundra.
Caminaron hasta que se hizo pleno día. Un bosquecillo de pinos les sirvió como refugio. Se cambiaron de nuevo al negro y durmieron unas horas, hasta mediodía. Se adentraron más en el bosque, hasta que dejaron de aparecer árboles para dar paso a un terreno pedregoso. A la caída de la tarde, llegaron al meandro de un río, que siguieron contracorriente, hasta llegar a un lugar de piedra plana y agrietada por las nudosas raíces de un árbol tan antiguo como el tiempo. Lo llamaban S’Khtru, “Aquél que siempre estuvo allí”. Un tronco sinuoso se alzaba con una altura de tres personas, y luego se dividía en incontables ramas, cada uno con un tono de marrón distinto, rayando del blanco más puro a un negro abismal, pasando por color del barro seco  o hasta madera húmeda. Siempre lleno de hojas, pequeñas, ovaladas y profundamente verdes, nunca perdía sus frutos. En cualquier estación (que eran dos: invierno e invierno, pero mucho más frío), cada una de las ramas soportaba sus redondos y dorados frutos, llamadas rakshujd, cuyo dulzor y jugo habían alimentado a infinitas tribus de norteños emigrando hacia tierras menos frías. Ahora serviría de punto de encuentro al grupo.
Sin mediar palabra, fueron hasta la base del árbol y durmieron hasta el día siguiente.
Cleptómano cobró consciencia repentinamente ante un constante ruido que creyó que era el agua del río. A medida que se despejaba, se dio cuenta de que eran voces de personas. De Sander y Barbamenta en concreto. Discutían a voz en grito.
Abrió los ojos. Ambos hombres tenían sus caras a menos de un palmo de sus narices. Se gritaban y la saliva saltaba, pero no paraban de hablar y hablar. Mys, sentado en la orilla de río, pescaba con una caña de un marrón muy claro.
- Tenemos que volver! – decía Sander desgañitándose
- Por última vez! – rebatía con toda la fuerza de sus pulmones Barbamenta – Significa morir!
- Son mis subordinados! Son mis amigos!
- Cleptómano es tu misión!
- Y lo dice el que lo abandonó en una isla desierta!
En un pestañeo, el pirata soltó un puñetazo directo a la barbilla que tumbó a su adversario. Iba a subirse encima y seguir machacándolo, pero éste se irguió rápidamente y respondió con un puñetazo en el estómago. Aún doblado por el dolor, Barbamenta lo embistió, y ambos cayeron al río. No se ahogaron, porque el agua apenas llegaba a las rodillas. Estuvieron un rato forcejeando y revolviéndose, tratando de hundir la cabeza de su enemigo en el agua.
Cleptómano, por fin, se levantó. Se dirigió hacia Mys. Este lo miró, asintió, se remangó el pantalón, se metió en el agua y separó a ambos luchadores en una intricada maniobra que acabó con Barbamenta ahogándose bajo las manos de Mys y a Sander sin poder sacar su cabeza del agua por culpa de los pies de Mys. Quince latidos más tarde, se retiró y con la mano izquierda sacó al pirata, y con la derecha al líder de los mercenarios. Al fin, los llevó a tierra, donde tosieron y escupieron agua, maldiciéndolo. Cleptómano no daba crédito y miraba con ojos desorbitados al encapuchado. Este se encogió de hombros y volvió a pescar.
El ladrón se acercó a los yacientes, se agachó entre los dos y les dijo:
- Si está pasando lo que creo que está pasando… Yo lo haré
Barbamenta se incorporó enseguida. Se puso de pie, y todo lo digno que pudo repsondió:
- No. Es demasiado peligroso.
Irguiéndose a su vez, trató de usar un tono que no dejase lugar a dudas. Pero las dejaba:
- Soy el único que puede.  Y sin ellos no podemos continuar.
- Barbamenta tiene razón – intervino Sander, que trataba de levantarse – Ir sólo es un suicidio. Aunque les guste estar secuestrados tanto como la sarna, preferirían morir antes de ver su misión inconclusa.
- Piensa en Kjara, Cleptómano – añadió el pirata.
Celptómano apretó los puños y respiró profundamente
- Ya lo sé. Pero sólo yo puedo entrar y rescatarlos. No sé lo que nos espera cuando lleguemos, pero creo que necesitaremos todas las manos posibles.
- Quizá, pero… - Trató de decir Barbamenta
- Además – siguió, dirigiéndose a Sander – Tú mejor que nadie sabes lo que les hacen los norteños a los renegados. Si no actuamos pronto, no quedará nadie a quién rescatar. Ya vamos tarde.
 Ambos hombres se miraron.
- Cleptómano tiene muchos años de experiencia en estas cosas. Deberíamos intentarlo – concedió el pirata.
- No me gusta. Pero no dejaré a mis hombres atrás.
Cleptómano tragó saliva y sonrió. Tenía el presentimiento de que se estaba metiendo en un buen lío.
 Llegaron a la puerta al día siguiente a la puerta, cerca del anochecer. Habían pasado buena parte del día anterior vistiéndolo con un taparrabos que no tapaba nada, unas botas casi inútiles y una capa con tantos colores que había perdido la cuenta. Caminaron toda la noche, a buen paso, hasta llegar, por fin, a la muralla. Y luego caminar hasta encontrar una puerta. Daba la sensación de que las cambiaban de lugar.
Se encaminó solo. Era al único que no reconocerían. Eso suponía estar solo dentro. Había hecho cosas así muchas veces, pero nunca para rescatar personas. Sólo para rescatar dinero. Debía de haber cambiado más de lo que creía. Buscó el colgante en un bolsillo de la capa mientras caminaba. Lo sacó un momento, lo apretó bien fuerte, y con un suspiro, lo volvió a dejar dentro. No tardó en llegar a la puerta, que, como antes, ya estaba abierta a medio camino.
Fue cacheado tan someramente que ni le descubrieron el colgante. Ya estaba dentro. Sin saber del todo a dónde dirigirse, se encaminó a su derecha, pero enseguida se encontró con un campamento norteño vacío que le impedía el paso. Continuó a su izquierda, de nuevo derecha, hasta otro campamento vacío. Repitió esta rutina durante un buen rato hasta toparse con el que parecía el único campamento con gente. Eran dos mujeres con una tira de tela hecho con parches de colores que les cubrían los pechos, apenas una tira de cuero para el pubis y una capa con aún más colores que la suya propia. Al verlas de lejos, trató de dar marcha atrás, pero una llamó su atención. Cleptómano quedó parado, enfrente del campamento.
- Tú! Ven aquí – Le ordenó. Cuando llegó a su altura, vio que ambas les sacaban dos cabezas y sus hombros medían el doble que los suyos. Ellas lo estudiaron de arriba abajo y la misma que lo llamó añadió – Eres de los nuevos, veo. Sigue por ahí – Señaló a su espalda – Y llegarás. Mucha gente viene últimamente sólo por eso.
Cleptómano asintió y se dirigió sin pensarlo al lugar señalado. No sabía cuál era ese lugar, pero, pensaba, sería mejor que ser aplastado por gigantescas osas.
Siguió mucho, mucho rato hasta llegar al lugar que le hizo arrepentirse de su anterior pensamiento.
La totalidad de los norteños del campamento estaba reunida en una de grandes cubos. El absoluto negro, coronado por una bandera azul con la silueta de tres águilas, contrastaba con el mar de colores que eran los norteños. Hombres y mujeres, grandes y robustos como árboles, gritaban a pleno pulmón algo sobre unos prisioneros. Alzaban sus enormes armas, grande como el mismo Cleptómano, como si no pesaran más los coloridos colgajos que usaban por ropas. Algunos, más pequeños y delgados, sólo agitaban sus brazos, sin armas a la vista.
Rodeaban la estructura con un cerco muy denso, obligando a los soldados a abrirse paso a empujones. Aquí y allí se podían ver escaramuzas entre ambos bandos, que eran rápidamente acabadas con un relámpago armindol y el norteño en cuestión tirado en el suelo. En la mayor parte de los casos, aunque con dificultad, los soldados llegaban al cubo sin ser molestados. Cleptómano tuvo una idea.
Se unió a la multitud, agitando su puño con igual rabia y desgañitándose con sonidos que imitaban palabras. Nadie notó nada extraño, salvo un norteño, con el cuerpo ancho de tres robles, que días más tarde descubrió que le faltaba su maza y comenzó una pelea en una taberna a catorce días de viaje del campamento. Hubo siete muertos y trescientos heridos. Más tarde, lo calificarían de “tarde aburrida”.
Tal y como entró, Cleptómano salió. Con una maza de más. Siguió desde la distancia a un soldado que se metió en su tienda. Antes de que el agujero se cerrase, dio un salto digno de un tigre hambriento, arrastrando al soldado en su caída. El armindol se golpeó la cabeza con la esquina de su mesa, quedando inconsciente al instante. Al final no necesitaría la maza.
Comenzó a buscar el lugar por dónde sacar la armadura. Ni botones, ni junturas, ni cordones, ni broches. Una superficie lisa y gris desconocida para él.  Bueno, algo tenía que haber. Tocó por todas partes, buscando algún botón o resorte secreto. Nada.
Ya se daba por vencido cuando se le ocurrió la brillante idea de usar las manos del soldado. Tenía cierta lógica que sólo el portador de… lo que fuera, se lo pudiera quitar. Al posar la mano sobre la cintura, la armadura comenzó a cambiar de forma, como un líquido, hasta quedar reducida a un guante en su mano derecha. El guante se deslizó de la mano con facilidad y se lo puso.
Se le ajustaba perfectamente, pero no pasó nada. Posó la mano sobre la cintura y, como antes, el guante se movió como un líquido recorriendo todo su cuerpo hasta cubrirlo entero. Sólo faltaba por cubrir la capa, que se quitó. Cogió del bolsillo el colgante y con ella tapó al soldado, que estaba desnudo. Extrañamente, la armadura envolvió el colgante, dejando un bulto que se deslizó hasta el muslo derecho, dónde desapareció. Al pasar la mano por la zona, recuperó el colgante. Debía de tener un bolsillo ahí, pensó. Antes de salir de la tienda, dejó la maza al lado del cuerpo. Sería una escena curiosa de ver cuando se despertase.
De algún modo que no entendía, al acercarse a la pared libre, se abría un agujero. Salió por él, al mismo lugar en el que había entrado y se dirigió al cubo.
Lo encontró muy fácil, guiándose por el oído. Tomó aire y comenzó a abrirse paso hasta el cubo. Trataba de colarse por los pocos huecos que iban dejando los norteños, aunque en la mayor parte de las veces, tuvo que avanzar a empujones, por los que obtuvo más de una mirada de odio. En una ocasión, un norteño más grande que las puertas de un palacio se le encaró. Metido en su papel, Cleptómano lo miró a los ojos, con firmeza, e hizo el universal gesto de llevarse la mano izquierda a la cadera. El norteño le gruñó en la cara y siguió jaleando. El ladrón continuó su camino, reprimiendo temblores de pánico.
Dos guardias, con casco y alabardas, estaban apostados en la puerta. Cleptómano se preguntó cómo se lo habrían puesto, cuando uno posó la mano derecha delante de la cabeza, haciendo un movimiento hacia atrás. Así, su rostro quedó revelado: era exactamente igual al de los otros armindol. Cleptómano nunca fue capaz de distinguirlos.
El soldado le dijo que al salir, recordase hacerlo por esa misma puerta; no querían que los norteños viesen que tenían más de una salida. Asintiendo, entró en el edificio.
 Daba la impresión de ser más grande por dentro que por fuera. Quizá se debiera a un truco arquitectónico, no sería el primero que veía y le levantaba dolor de cabeza. Sin embargo, este tenía algo que su mente no era capaz de comprender y lo desechaba, sin llegar al dolor de cabeza. Era una sensación muy extraña, como el estar a punto de entender algo y que de repente se escapara para volver a empezar de nuevo a entenderlo, así que dejó eso de lado y observó a su alrededor. El suelo tenía el aspecto de madera, pero no era madera. Ninguna que él conociera. Era un marrón brillante, que reflejaba la luz del techo. No, no era luz del techo: el mismo techo resplandecía con una luz mortecina, como la luna, pero iluminaba perfectamente toda la sala, como si fuera un sol. Las paredes, de una especie de madera rugosa, eran más claras, ricamente adornadas con estandartes azules con siluetas de tres águilas.
Enfrente de él, un mostrador de otro material desconocido, del mismo color que el suelo, protegía a un par de soldados. A ambos lados, dos puertas recortaban la pared, ambas de ese mismo metal negro, protegidas por otros dos guardias.
Uno de los guardias del mostrador le hizo una señal con la cabeza hacia su izquierda. El guardia se apartó y le abrió la puerta. Entró en una estancia blanca. Tan blanca que dañaba la vista. Pero siete figuras se habían levantado enfrente. Dos de ellas se acercaron, y una habló en voz alta.
- Fantástico! Ya nos han dado de comer, así que nos deben de decapitar ya! Empezaba a aburrirme!
Las dos figuras adelantadas lo miraron con reproche y siguieron caminando hasta pararse en medio de la sala. El que había gritado, se sentó, abrazado a otra figura.
- Dinos, a qué has venido? – preguntó el mayor de todos.
- Iockvara! – contestó Cletpómano por fin – Soy yo, Clepto! – Se acercó a paso vivo, pero chocó con algo en el aire. Alguna especie de cristal los separaba.
Todos se acercaron a Iockvara y a Thau. No faltaba nadie: Rïm, Vash, Stjäla, Fjode y Friska. Y ninguno parecía reconocerlo o alegrarse. Salvo Friska, a la que se le iluminó el rostro.
- Es una trampa – afirmó Thau sin dejar de mirarlo.
- Pero podría no serlo – gritó Fjöde – Mirad la cara de Friska!
- Baja el tono, corazón – le reprendió Stjäla – Ya sabes que Friska no es…
- No podemos fiarnos de alguien con la inteligencia de un mosquito – siguió Vash, lo que le valió un codazo de su mujer. Una bien grande, en la boca del estómago.
- No ha estado bien, pero razón no le falta, cariño – endulzó.
- Pero, es que está tan convencida – Fjöde la miró, deseosa de que tuviera razón.
- Apenas recordamos la cara de Clepto cuando estamos con él, cómo se va a cordar después de tanto tiempo? – puntualizó Thau – No puede ser.
- Y sin embargo – intervino Iockvara - parece serlo. Tienes pruebas, extraño?
Del muslo sacó colgante y lo apoyó en el cristal invisible. Menos Rïm, todos se inclinaron a verlo.
- No lo veo – dijo Vash
- Desde aquí parece auténtico – afirmó Stjäla
- Imposible. Tiene que ser robado – siguió Thau, sin dejar de mirar a Cleptómano.
- Ya ves, extraño, que no es prueba suficiente – dijo Iockvara – A qué has venido entonces? A burlarte de unos prisioneros religiosos?
Entonces Cleptómano se quitó el traje, revelando su colorido taparrabos.
- Fenomenal! El único norteño listo nos viene a matar antes de nos linchen! – exclamó Vash.
- No! No! Sólo quiero que veáis que no voy armado. Dejadme hablar – Thau y Vash murmuraron algo y fueron al final de la sala. El resto, prestaron atención – Rïm, recuerdas cuándo fuimos a arrancar hierbas para los heridos? Al irnos a dormir, vi que tenías una cicatriz en el costado derecho. Me contaste su origen. Tu hermano. El fanático de tu hermano, con el permiso de tu padre.
Rïmedel sonrió y asintió.
- De verdad le constaste eso? – se oyó decir a Vash desde el fondo – A mí tardaste años en decírmelo!
- Es buen hombre – contestó el herborista.
Iockvara sonrió también – Creo que tendremos que confiar en ti.
- Yo necesito alguna prueba más – dijo Thau. Fjöde y Stjäla protestaron, pero siguió insistiendo.
- Está bien. Pero será rápido. No debemos de tener mucho tiempo. Fjöde, una vez me contaste que en tu pueblo había un ciervo blanco que un día te comió la ropa interior que habías colgado…
- Me escuchabas! Siempre me escuchabas!
- Pero el resto no – dijo Thau – Esa no me sirve.
- Bueno, está bien! – Iockvara nunca había parecido tan serio – Yo le creo, y eso debería ser suficiente para ti, igual que lo sería para Sander. Discúlpate con Fjöde. – Siguió para Cleptómano – Lo siento.
- Tranquilo, sé cómo es. Sabéis cómo os puedo ayudar?
- Yo vi cómo pasaban la mano por aquella pared de allí – dijo Stjäla
Volvió a ponerse el traje e hizo lo que le dijo. No pasó nada. Seguían sin poder salir.
- Alguna otra idea?
- Estaba más a la izquierda.
Volvió a probar y un destello azul salió de la nada. Ahora sí estaban libres.
- Muy bien. Y ahora qué? – dijo Vashtudyk.
- Tengo un pequeño plan – contestó Cleptómano. Se puso a rebuscar en la armadura hasta que encontró lo que buscaba: una cuerda. No estaba hecha de ningún material conocido, pero serviría. – Id atándoos con esto. Yo salgo un momento.
- Alto! – pidió Thau – Cómo haremos para reconocerte.
- Seguid este casco – Y pasándose la mano por la cabeza, hizo aparecer un casco con la silueta de tres águilas sobre un pequeño cuadrado azul. Bajo éste, se veía un extraño símbolo.
- Buena idea.
Cleptómano salió a la sala principal, encaminándose al mostrador.
- No hace falta que digas nada- le informó uno de los guardias del mostrador - Ya estamos organizando a la masa. Ahora saldremos nosotros para escoltaros.
 Y sin mediar palabra, todos los soldados salieron. Aquello sí que era tener suerte.
Fue detrás del mostrador y enseguida encontró la otra puerta que le habían dicho. Ya empezaba a pensar como armindol. Debería empezar a preocuparse, pensó para sus adentros.
Volvió con sus compañeros. En susurros, les dijo que se soltasen, que ya no era necesario y que le siguiesen. Atravesando el vestíbulo, salieron por la puerta trasera. No había nadie. Siguieron hacia adelante un buen rato, a una distancia prudencial del cubo. Se detuvieron entonces, para discutir cuál sería la mejor opción. Vash mencionó el ocultarse en una tienda, pero eso no se acercaba remotamente a lo que podría ser una buena idea. Al final, orientándose por las primeras estrellas que empezaban a aparecer en el cielo, decidieron ir al norte, dónde, suponían, estaban las puertas de salida. Una vez fuera, tratarían de reunirse con Sander, Barbamente y Mys.
Así que, antes de emprender el camino, volvieron a atarse, para tener una excusa por si se encontraban con algún armindol. El problema no fueron los armindol esta vez. Sin darse ellos cuenta, un norteño los había visto y había corrido al cubo dónde se concentraban para dar la voz. Ahora, un rugiente ruido se iba haciendo más fuerte, sin parecer apreciarlo. Salvo Rïm. Sin razón aparente, comenzó a desatar a sus compañeros.
- Rïm! Qué haces? – preguntó Thau, confundido.
- Amigos – dijo al acabar – Toca correr.
Entonces oyeron el ruido. Comprendieron de dónde venía. Y corrieron. Corrieron a tal velocidad que sus sombras parecían no poder seguirles. Ninguna curva parecía decelerarlos y, cuando había algún campamento norteño, Friska se adelantaba y lo hacía trizas. Nada los detenía, ni el viento siquiera, pero no dejaban de lado la mole multicolor que los perseguía.
Justo cuando la muralla se alzaba delante, Cleptómano hizo un quiebro a su izquierda. Sin detenerse, lo siguieron. Lo vieron parado delante de uno de los rectángulos que se erguían entre las tiendas. Ya tenía la puerta abierta. Entraron sin pensárselo.
Sin nada en el suelo salvo la hierba, con las paredes igual de negras, el rectángulo resultó una armería. Albergaba todo tipo de artefactos imposibles, de todas las formas imaginables, pero siempre negros. Excepto en una rincón, dónde reposaban armas más tradicionales, de factura claramente norteña.
- Oye, esto no es mejor que mi idea – dijo Vash.
- Al menos, podremos defendernos – siguió Thau, con sarcasmo.
- Me pareció bien despistarlos.
- Y no fue mala idea, Cleptómano – contestó Iockvara – Mas no creo que resulte. Ahora estarán más dispersos.
- Pensad un momento – intervino Stjäla mientras buscaba armas – Esto puede ser lo que necesitamos. No creo que hubiéramos llegado a las puertas. Y quizá armindol esté reprimiendo a los norteños.
- Hmmmm – Iockvara comenzó a mesarse la barba, pensando –Puede – dijo al fin – Armados tendremos más posibilidades. Pero con los soldados aquí, armados hasta los dientes, nos veo mal.
- Quizá si supiéramos dónde encontrar la puerta más cercana… - Comenzó Cleptómano, pero un brillo en la muñeca izquierda le hizo callarse. Pasó la mano derecha por la luz y esta desplegó un cuadrado de luz con dibujos y símbolos en él.
- Qué es esa brujería!?- Vash estaba visiblemente horrorizado. Nunca le había gustado la magia. Ni siquiera la prestidigitación.
- Parece una especie de mapa – Iockvara estaba genuinamente interesado en el portento – Alguien sabe leerlo?
- Yo – contestó Stjäla dejando las armas en su sitio. Todos la miraron, extrañados – No me miréis así. Para ser una buena ladrona, hay que saber de todo. No es así, Cleptómano?
Detrás de la máscara, tenía los ojos muy abiertos, y la boca aún más. Pero claro, eso no lo vieron. Sólo apreciaron un asentimiento.
- A ver, déjame verlo – Tomó la muñeca del ladrón con brusquedad. La cara de concentración se sumó al ceño fruncido de esfuerzo – Lo tengo, más o menos. Hacia aquélla dirección, hay una puerta, vigilado con cuatro soldados. Hay unos números aquí, pero no sé lo que significan.
- Vale – siguió Iockvara – Podemos salir, aunque sea con sangre. Pero nos perseguirán. Necesitaremos distracción.
- Yo haré de cebo – se ofreció Thau, con la mano en el pecho – Si Cleptómano abre la puerta, yo puedo correr y enfrentarme a ellos mientras salís por otro lado.
- Bum – dijo Friska
- No, quiero escapar con todos, si es posible.
- Bum.
- Friska, ssshhh – susurró Fjöde.
- Qué tal si el cebo son Cleptómano y Rïm? – sugirió Vash.
- Bum
- No hay manera de atraparles – siguió, con una mirada de odio hacia su compañera.
- Bum.
- Repito, quiero salir con todos de aquí.
- Bum.
- Queréis callarla! – gritó Thau – No hay quién se concentre!
- Bum.
- Lo siento! – gimió Fjöde – No para de decirlo mientras señala a ese armatoste.
- Bum.
Con curiosidad, Cleptómano se acercó al aparato. Tenía forma de cilindro, acabado en punta, y acababa en una extraña cola. Era algo así como una flecha gorda, grande como una persona. Un punto rojo parpadeaba en un costado. Pasó la mano y proyectó símbolos en el aire.
- Lo que me faltaba! Más brujería!
- Calla, amor. Cleptómano, si eres tan amable, me dejarías volver a ver tu muñeca?
- Que ocurre? – inquirió Iockvara.
- Bum.
Stjäla se giró hacia todos, y con un tono pasmado, anunció:
- Friska… es un genio.
El estupor apareció en las caras de todos. Pero no un estupor normal y corriente. El tipo de estupor que aparece cuando descubres que el mundo no es octogonal, como dicen las escrituras, si no redonda, como una bola, y puedes navegar y viajar sin temor a chocarte con las aristas.
- Qué quieres decir con eso? – Vash era el que menos se podía creer tal noticia.
- Esto que veis aquí es un tipo de… explosivo.
- Como la pólvora, quieres decir? – Preguntó Thau.
- Me imagino. Sólo pone “tiempo de detonación”. Así que tiene que ser algo como eso.
- Pero cómo pudo Friska saber eso? – Quiso saber Vash. Y todos la miraron. Ella sólo sonrió – Tú tienes alguna idea, Fjöde?
- Tengo la misma que todos vosotros. Has oído, Friska? Eres un genio! – Y la susodicha sonrió más y más.
- Podemos usarla entonces?
- Sí, Iockvara. Esto de aquí resulta que son números para medir el tiempo. Lo de la muñeca de Cleptómano era el tiempo que tardaríamos en llegar.
- Entonces – razonó el anciano – Si ponemos estos números de tal forma que nos dé tiempo a llegar…
- Exacto – confirmó Stjäla – Pero habrá que llegar y alejarse.
- Bueno, qué pone en la muñeca de Cleptómano?
- Un 3 y un 50.
- No parece mucho. Pero por seguridad, pongámosle 10 a la bomba. Después de armarnos.
Se acercaron al lugar donde tenían las armas norteñas, y fueron escogiendo: Rïm una daga y un bastón de acero, Vash un hacha igual de grande que él, Stjäla un espada corta, Thau e Iockvara un mandoble y Friska dos mandobles. Fjöde, aparte de un arco, cogió una ballesta negra de las estanterías, alegando que “nunca me dejáis tener ballestas, quiero una”. Cleptómano cogió una alabarda. Creía que podía ser útil.
Cleptómano abrió una entrada en varias paredes, hasta que una en un lateral estaba desierta. Contaron tres latidos y salieron corriendo en dirección a la puerta. Los norteños no tardaron ni veinte pasos en darse cuenta de lo que estaba pasando, y salieron a perseguirles. Aquéllos que salían a su paso acababan partidos en dos por las espadas. Aquéllos que seguían sus huellas por detrás, volaban por los aires con la ballesta. Y los que los flaqueaban, no volvían a andar gracias a las Rïm y Stjäla.
Sólo Cleptómano, en el centro de la formación, no amputaba nada, e iba indicando el camino. Cada campamento era destruido y cada nuevo adversario en una curva era rápidamente mutilado, sin detenerse nunca.
Tenían el lugar dónde indicaba la salida delante. Y también delante cuatro soldados, armados hasta los dientes. Cleptómano se detuvo, clavado en el suelo, lo que hizo de Vash chocase contra él, cayendo al suelo. Friska, Thau e Iockvara siguieron hacia adelante, dispuestos a encararse con los soldados. Fjöde, Stjäla y Rïmedel se quedaron a ayudar a los caídos.
El grupo de Cleptómano enseguida se vio alcanzado. Por más que Fjöde hiciera volar por los aires a los norteños, no dejaban de acercarse. Vash apartó de un empellón a Cleptómano, que no le dejaba levantarse, y raudo, corrió a encontrarse con sus enemigos. A pesar de no ser tan grande como las moles de sus compatriotas, Vash manejaba el hacha con soltura y rapidez. Cada vez que la balanceaba, cabezas y brazos volaban, como un jardinero cortando un seto.
A él se le unió Stjäla, en un baile digno de ver. Ella saltaba a su alrededor, cercenando los miembros de todo aquel que se acercara demasiado. Se movía como un rayo, con volteretas y saltos, pareciendo cubrir todos los puntos débiles de su marido. Aquello era tan hipnótico de Cleptómano se había olvidado de levantarse. Rïm lo ayudó.
- Esto ya no dispara! – gritó Fjöde, mientras armaba el arco.
- Pues estamos muy jodidos! – respondió Rïm preparándose para entrar en liza.
- Quizá no. Decidles que retrocedan – Cleptómano clavó en el suelo la alabarda, en ángulo, dirigiendo la hoja hacia los norteños. La agarró con ambas manos y la hoja brilló, azul eléctrico. Vash hizo retroceder a sus enemigos con un tajo vertical y Stjäla, con una patada baja, lo derribó. Cayó encima de ella y lo sacó rodando hasta donde estaba Cleptómano. Soltó la lanza.
Dado que no sabía que las manos regulaban la intensidad y anchuras, un rayo en forma de abanico azul salió de la hoja, con el ruido de un barril de pólvora, alcanzando a la gran mayoría de norteños. Cuando cesó el rayo, después de cinco latidos, estaban casi ciegos. Sólo pudieron ver la carnicería unos momentos después, cuando el otro grupo los llamó, aunque no lo oyeran.
Los soldados que defendían la puerta también tenían alabardas, pero disparaban con más puntería que Cleptómano. Se habían ocultado detrás de unas tiendas, pero cada disparo las destruía, e iban moviéndose de iglú en iglú. Quedaban pocos ya, cuando dejaron de disparar. Entonces Friska salió disparada. Los soldados no tuvieron tiempo de reaccionar. Uno perdió la cabeza. Thau e Iockvara salieron también. Pero sus rivales se habían recuperado y sacaron un par de ballestas. Friska, más rápida, partió a la mitad a otro. Iockvara cogió por la espalda a uno de ellos, y lo ensartó sin miramientos. El último estaba de espaldas contra la pared, con dos ballestas que no sabían de dónde las había sacado.  Los apuntaba a los tres, por turnos. Y ellos no se atrevían a moverse. Estuvieron así, durante veinte o treinta latidos, mirándose. Sabían que si uno se movía, moría. Pero el soldado sabía que si uno de ellos moría, él también. Y así permanecieron, hasta que sonó la lanza y su rayo. El soldado bajó la guardia, sorprendido por el repentino sonido. En ese instante, los tres embistieron como si hubieran esperado todo este rato por esa señal. En un parpadeo, estaba empalado por cuatro mandobles.
En fundaron las espadas y llamaron a sus compañeros, que al principio no los oyeron. La explosión los había dejado, no sólo medio cegados, sino casi sordos. Se les acercaron y pudieron ver la carnicería. No eran más que medios cuerpos, cuando había algo remotamente parecido a un cuerpo, sobre un mar de sangre. Flotaba además un nauseabundo olor a quemado. Y de algo más. Como ozono.
No podían perder más tiempo. Al fondo se veían más norteños. Y soldados. Algunos en una especie de plataformas voladoras con cañones en su parte frontal. Esto fue suficiente para que se levantaran y corrieran hacia la muralla.
Nada más acercarse, la muñeca de Cleptómano brilló azul, y otro cuadrado brilló también azul en el muro. Pasó entonces la muñeca por ese cuadrado y comenzó a abrirse.
Salieron en cuanto el mínimo agujero se lo permitió. El bosque estaba lejos. Muy lejos, a su derecha. Cleptómano se dirigió hacia allí sin pensarlo. Detrás de él, los otros siete. No estaban ni a medio camino cuando una luz iluminó la noche. Se hizo casi de día. Y un estruendo, como el de mil alabardas, se alzó en el cielo. Los ocho salieron despedidos hacia delante y cayeron al suelo, inconscientes.
Cleptómano fue el primero en levantarse. Aún se veía la columna de humo subir desde el campamento. Estaba mareado y algo confuso, así que se sentó. Sus compañeros yacían desperdigados, cerca de él. En cuanto el mundo dejó de darle vueltas, los fue llamando. Estaban bastante machacados, con quemaduras por la espalda y a varios les sangraban los oídos. Pero consiguieron levantarse.
- Nos persiguen? – preguntó Thau, a voz en grito.
- No queda ninguno en pie – Contestó Cleptómano en alto. Hizo ademán de quitarse el casco.
- No lo hagas! – ordenó Iockvara, apoyado en Rïm – No podemos arriesgarnos a lo que pueda haber bajo el casco. Esperaremos a encontrarnos con Sander – Se separó y quiso andar solo, pero tropezó enseguida. Friska lo recogió y lo llevó en brazos.
- Sabes dónde estaban? – dijo Stjäla
- En el árbol S’Khtru. Aunque seguro que vienen de camino.
- Genial! – exclamó Vash, sarcástico – Más ejercicio! Cómo si no hubiese tenido suficiente!
Stjäla lo cogió por el hombro y lo besó.
- Ánimo. Si están a medio camino, sólo caminaremos medio día.
- Así puedo contar aquélla vez que adiestré una foca para hacer malabares con pescado! – gritó excitada Fjöde.
- Claro – contestó Thau – Total, no te puedo ni escuchar.

Y así todos fueron a reunirse con el resto.

lunes, 30 de junio de 2014

Cleptómano XXII

Todavía hoy, existe una cabaña de techo de paja oculta entre la maleza y pinos tan altos que entorpecen el vuelo de las aves. Es de base circular, tan pequeña que apenas cabrían dos hombres dentro. Sin ventanas, sólo una desvencijada puerta de madera por la que entra la poca luz que consigue atravesar los pinos. Su aspecto es tal que parece que se vaya a caer ante la primera brisa de primavera, pero lleva en pie más inviernos de los que el grupo de mercenarios que la construyeron llegaron a imaginar. Y agradecen con toda su alma a su líder por haberles hecho construir ese refugio: aislados y ocultos de un mundo de fanatismo que no se lo pensaría dos veces en atacar a un grupo de mercenarios renegados. Un inconveniente importante cuando el trabajo te exige ser discreto o si quieres conservar la vida por esos lares.
Dos de esos mercenarios, un hombre y una mujer, se encontraban apostados a ambos lados de la puerta de la cabaña. Las grandes nevadas se aproximaban y la temperatura no tenía piedad.
- Me resulta increíble que hayan conseguido caber tres hombres ahí – comentó la mujer como tratando de hacer una broma.
- A mí me resulta increíble que no se escuche nada – contestó con fastidio el hombre – Estas paredes son más finas que las gotas de lluvia, por qué no escuchamos absolutamente nada? Normal que sea el último en enterarme!
- No te enfades, Vash. Si te escuchan, nos encuentran.
- Ya lo sé, ya lo sé. Pero como aquí nadie confía en mí y no me dice nada… - La mujer lo miró con reproche – Menos tú, Stjäla, amor – La rodeó con sus brazos y trató de besarla, pero ella opuso resistencia. Unos amorosos forcejeos más tarde, Vashtudyk consiguió su objetivo y una mirada de amor y pensamientos no aptos para los pocos menores que leerán estas líneas.
- Recuerdas aquella vez cuando robamos aquel carnero y nos quedamos tú y yo solos ahí dentro? – preguntó la ladrona con los brazos alrededor de su cuello y un tono picaruelo.
- Por supuesto – contestó, agarrándola por la cintura – Las maniobras que hicimos eran de otro mundo.
- Y menos mal que esto no tenía ventanas, si no aquel carnero habría huido espantado.
- Quizá hubiera sido mejor, después de cómo acabó todo.
- Yo sí te quiero ver acabar.
Vash la soltó, con los ojos como platos.
- Ahora? Aquí? El relevo está a punto de llegar!
- Lo hemos hecho más rápido.
- Iockvara está medio muerto!
- Ni que no lo hubiera estado más veces!
- Ya has oído a Rïm – dijo, en un tono mucho más serio – Su corazón es débil. Y después de un corte tan profundo… - dejó de hablar. Se le hizo un nudo en la garganta.
- Tranquilo, corazón – le consoló Stjäla con un abrazo – Saldrá de esta. Siempre lo hace. Los Tres le cuidan.
Después de un beso rápido, se sentaron en el suelo, tapados por el manto negro del guerrero, hasta que por fin, llegó el relevo.
Lo adivinaron entre la maleza unos momentos antes de llegar: unos bultos blancos que no podían ser otra cosa que los masivos brazos de Friska. Con ellos se aproxima una incesante voz cantarina, que enseguida reconocieron como la de Fjöde.
- …Entonces mi padre le dijo: “No mis berenjenas no están podridas. Pero tu nariz quizá sí”. Y al viejo Thujeim casi le explota la vena de la frente! Fue graciosísimo, en serio! Ah! Hola, chicos!
- Hola – contestó la pareja al unísono.
- Sabéis algo?
- Nada! Somos los últimos en enterarnos! – Respondió Vash. La respuesta de Stjäla fue un codazo amistoso a su compañero y un “no empieces”. Fjöde sonrió. Friska miraba un pino con la boca abierta.
- Es increíble lo discreto que puede llegar a ser el jefe ahí dentro. Una vez, cuando me tocó hacer guardia a mí, había traído a un pirata gurendano y le pegó una paliza él solo y no sé escuchó nada! Cuando salió, pude ver al pirata hecho papilla. El jefe me dijo que no había hablado, así que me mandó ir a buscar a Iockvara… - Y calló. Todos callaron, mirando al suelo. Hasta Friska.
La ladrona rompió el silencio.
- Cómo está?
- Mal – dijo la menuda arquera, sin dejar de mirar al suelo –Respira con dificultad. Suda un montón. Rïm dice que hará todo lo que pueda.
- Quién está con él? – preguntó el pelirrojo
- Mys – Y dándose cuenta de que podía estar preguntando por el sacerdote caído, añadió – Thau.
- Iremos al campamento a hacerle compañía entonces – apostilló el guerrero, mientras se levantaban – Avisa si sabes algo de Sander. Odio no enterarme de nada.
- Lo mismo os digo. Sobre Iockvara, quiero decir.
Mientras que la pareja se alejaban con paso pesado, pudieron escuchar a Fjöde preguntar a Friska (que es el equivalente a hablar solo): “Por qué un sacerdote tan devoto como Iockvara habrá decidido venirse con nosotros?”

Thau corría. Llevaba su armadura, cuatro placas de metal teñido de negro, unas botas de cuero altas y unos mitones que habían visto décadas mejores.
A pesar del peso, y de la incomodidad, corría.
Iockvara, el viejo Iockavara, el único cuerdo que había conocido, empeoraba. Estaba blanco como la nieve, salvo un leve púrpura en los dedos de los pies. Seguía sudando, pero muy quieto. Su voz era cada vez más débil, más ronca. Había poco tiempo y Rïm no dejaba de recoger hierbas.
Sabía que siempre había sido un cobarde, pero, demonios! Iockvara estaba enfermo! Necesitaba cuidados, no un guerrero a su lado. El único que podía hacerlo era Rïmedel, y andaba perdido buscando saben los Tres qué hierbajos inútiles.
Cuando lo encontrase, lo iba a escuchar. Pero bien. Lo que necesitaba ese imbécil era disciplina. Sander era demasiado benévolo.
Estaba a punto de gritar el nombre del herborista cuando de su derecha le llegó un placaje que lo derribó al suelo. Su atacante lo inmovilizó en cuestión de segundos. Trató de zafarse con unos ineficaces movimientos cuando vio el brillo de una espiral metálica. Entonces alzó la cabeza.
- Mys, soy yo. Necesito ver a Rïm. Iockvara está empeorando.
Sus ojos, que eran lo único visible de su rostro debido a su turbante, no cambiaron. Sólo hizo un ligero asentimiento, se apartó y con un cabeceo, indicó al segundo al mando que lo siguiera. Tardaron un buen trecho hasta llegar al herborista.
Rïmedel estaba agachado al pie de un árbol, apartando tierra con una mano. Con la otra sujetaba el tallo de una extraña planta de hojas con bordes puntiagudos y flores de un gris oscuro antinatural. Thau saludó, pero el herborista ni se inmutó. Se acercó unos pasos y volvió a saludar, más alto, sin obtener respuesta. Enfadado, se adelantó los pocos pasos que le quedaban, cogió al menudo sanador por el cuello de la túnica, soltando improperios furiosos… Hasta que en un segundo, volvió a estar en el suelo, inmovilizado por Mys.
-  Gilipollas! Mira que eres gilipollas! Iockvara está… - La mano de su compañero le impidió seguir.
El herborista se atusó la túnica, con calma, y contestó.
- Crees que no lo sé? Sé mucho más que tú de esto. Puede que el viejo no haya sido mi mejor amigo, pero no lo dejaré morir – Levantando la cabeza hacia Mys, le ordenó que lo soltara, y dando la espalda a Thau mientras se incorporaba, añadió.
- Asumo que has venido no sólo a insultarme, si no a advertirme. Bien. Vamos. – Y se fue corriendo en dirección al campamento, seguido de cerca por Mys. Después de darle una patada a un pino cercano y volver a maldecir al herborista, Thau se puso en camino.
Desde allí,  Rïm y su silencioso compañero llegaron en apenas cien latidos. El primero entró sin vacilar en la tienda mientras Mys hizo guardia fuera. El herborista examinó con precisión al yaciente Iockvara. A cada hallazgo de mal agüero, chasqueaba la lengua (y no fueron pocos). Con los rápidos y seguros movimientos que da la experiencia, machacó, mezcló y diluyó todos los ingredientes necesarios hasta obtener dos morteros con un líquido similar al agua y una pastilla de hierbas enrolladas. La pastilla se la colocó bajo la lengua e inmediatamente el anciano comenzó a respirar con normalidad. De su zamarra sacó un frasco y vendas, con los que renovó el vendaje y el emplasto del pecho del enfermo. O había signos de infección, por lo que se permitió una sonrisa.
Del cinturón sacó un cuchillo cilíndrico, que hundió en uno de los morteros. Puso el pulgar en extremo del mango, que estaba hueco. A continuación, clavó el cuchillo en el brazo del sacerdote, y soltó el pulgar. Lo retiró y usó trozos de vendas para comprimir. Repitió varias veces el proceso hasta que escuchó ruido fuera. El bueno de Mys no dejaba pasar a Thau. Con calma, acabó el primer mortero, dejando que la discusión fuese a más. Antes de que Mys pusiese fin a la discusión de forma abrupta, Rïmedel intervino.
- No pasa nada. Déjalo pasar.
Nada más entrar, se arrodilló a la cabeza del sacerdote y le susurró palabras. Palabras dulces, palabras de confort, palabras de recuerdo. El sanador se sorprendió. Jamás habría pensado que el segundo al mando, tan serio, tan duro, fuese capaz de preocuparse tanto. Una máscara, supuso, para compensar la poca disciplina que les imponía Sander.
Era extraño: Sander apenas lideraba. Sí, tomaba las decisiones de los encargos, decía los grupos, pero nada. Dejaba que la dinámica de grupo fluyese libremente. O quizá él hacía esa dinámica posible, de maneras invisibles.
- Eh! Qué haces ahí parado? – los gritos de Thau lo sacaron de su ensoñación – Maldita sea, para una sola cosa que sabes hacer, y no la haces ni bien… - La preocupación era genuina. Rïm no creía que hubiera estado asó si fuera su padre el que estuviera yaciendo en aquella tienda.
Tomó el pulso al enfermo, le escuchó el corazón directamente poniendo la oreja sobre el pecho, le examinó las pupilas, y después de un poco de reflexión, hizo trizas una hierba que sacó de una bolsa de su zamarra, la añadió al mortero  y al de repetir el pinchazo, Thau lo detuvo en seco.
- Pero qué vas a hacer, animal? No pensarás meterle eso!
- Mire, Segundo – contestó. Jamás había sido tan respetuoso. Ni tan frío – Esto es extracto de Hierba Sitenera con savia de pino y flores de Hivianís. Es lo que hace que su corazón funcione a pesar de la pérdida de sangre. Y como su corazón ya estaba débil, necesito que haga más efecto. Para eso lo tengo introducir el cuchillo hueco en el brazo, y que el remedio vaya directo a la sangre. Entiende? Me dejará hacer mi trabajo?
Thau se calló de inmediato y le dejó hacer su trabajo. Al cabo de cuatro veces, hasta acabó ayudando a hacer las compresiones.
- Dónde aprendiste a hacer eso? – preguntó rompiendo el silencio. Ya llevaban medio mortero.
- He viajado mucho.
- Lo sé. Sander me lo dijo. Pero dónde exactamente?
- Antivia. Allí me hice el cuchillo hueco y aprendí a usarlo para introducir remedios en sangre. El remedio en concreto es una vieja receta de mi familia, en Trhúnd.
- Con razón te dejó venir. Nadie debe de saber más que tú.
- Eso, y que evité que perdiera la mano de la espada.
- Eso también debió contar para algo, sí.
Acabado el mortero, y viendo que Iockvara parecía dormir tranquilo y con mejor color, Rïmedel respiró tranquilo. Luego se puso a preparar más morteros.
- Oye, no habría una manera no tener que ponerle eso a cada rato?
- La hay. La vi en Armindol, pero no se puede sin sus recursos. Ya lo he intentado.
- Estuviste en el Imperio? – Estaba genuinamente sorprendido. La idea parecía tan remota y descabellada como un cerdo volando a lomos de Friska.
- No exactamente – respondió sin levantar la mirada de sus quehaceres – Me colé en una de esas tiendas que usaban para los heridos en las campañas con el Cruce.
- Pero eso fue hace mucho tiempo – Seguía habiendo sorpresa, aunque disminuida. Rïm no podía ser tan mayor, aunque, bien pensado, quizá tuviera algún remedio para disimularlo.
- Sí. Sin embargo, como parte de la conquista, dejaron algunas de esas tiendas cerca de la capital… No recuerdo ahora su nombre. Ya sabes de dónde te hablo. Con un sistema de sanación, aunque pequeño, es más fácil que un país se someta. Ahora hay un edificio que hace las funciones de aquellas tiendas, pero cuando fui yo, aún estaban. Es efectiva, pero dependen demasiado de la tecnología.
- Dices eso que algunos extranjeros llaman Conquista Invisible?
- La misma.
- Qué bien se lo montaron.
- Toda la razón – dejó los utensilios en el suelo. Seis morteros esta vez. – Ahora nos llevará algo más tiempo. No, no los usaré todos. Es por si hay emergencias, aunque debería ser la última vez ésta.
- Puedo ayudarte?
- Como gustes – le sonrió.

Dentro de la minúscula cabaña se aglutinaban tres hombres en la penumbra: uno arrodillado enfrente de la puerta, atado de pies y manos para no poder moverse; dos de pie, a ambos lados del prisionero, sin poder moverse.
El arrodillado, afortunadamente tapado con un taparrabos, lucía una descolorida barba verde. No dejaba de mantener cerrado su ojo izquierdo y le faltaba la pierna derecha. Mantenía siempre la cabeza erguida, desafiante ante sus captores.
Sander, por otra parte, comenzaba a perder su temple. En un principio calmado y razonable, el tiempo no dejaba que olvidase que Iockvara se podía estar muriendo en una tienda no muy lejos de allí. Y eso lo ponía hecho una furia.
Cleptómano, por su parte, callaba.
- Mira, te daré la última oportunidad – Sander señalaba al recluso con su amenazante índice con un movimiento contenido para no meterlo donde no debiera – Dinos por qué nos seguías y te soltaremos.
- No – contestó el tuerto, lentamente, con voz firme.
Sander bajó su dedo y apartó la mirada, apretando los labios de rabia. Suspiró y dirigió la mirada a Cleptómano.
Cleptómano seguía con la mirando al suelo, callado. 
- Bien – se dirigió al prisionero, tratando de aparentar calma – Conoces a mi equipo. No son malos chicos, pero sí muy leales. Si se lo pidiera, podrían hacerte cosas muy, muy feas... Pretendes seguir callando?
- Sí – respondió sin apartar la mirada – No puede ser peor que cuándo me quitaron el ojo – Lo abrió, revelando una cuenca vacía. Sander retrocedió, asqueado.
- Cierra eso, o te lo cerraré yo.
- Creía que el torturado era yo, norteño analfabeto- Hizo una mueca con la que enseñaba todos sus dientes, acercando su cuerpo hacia su captor, hasta que estuvo tan peligrosamente cerca que Sander lo abofeteó sin piedad, con un movimiento corto y fuerte.
- Pirata imbécil. Sabes lo que nos haces sufrir? Por culpa de ti y los tuyos, mi más antiguo amigo podría estar muerto. Y ahora te burlas de mí? No lo toleraré! – Lo abofeteó de nuevo. El prisionero escupió algo de sangre.
- Al menos, hostias mejor que cuentas. Qué Sander eres tú? El vigésimo segundo? El nonagésimo cuarto? El milésimo? – Esta vez fue un golpe de rodilla en la cara. La nariz le sangraba – Oh, lo siento si lo he enfadado, majestad – No perdía la mueca burlona, aún con la cara llena de sangre- Mas este humilde pirata pierde a veces el temple cuando matan a más de quince de sus mejores hombres por nada.
- Nada! – Rugió Sander- Nos emboscasteis!
- Sólo queríamos hablar!
- Deja de decir eso – Un puñetazo partió la mejilla del pirata. Sander resoplaba con la ira. Su prisionero parecía no sentir dolor. Apenas recibido el puñetazo, volvió a alzar la cabeza y a poner  la mueca burlona.
Sander no aguantó más. En un frenesí de ira, comenzó a tirar puñetazos al pirata, sin contemplaciones, gritando sobre Iockvara, maldiciendo a todos los piratas, maldiciendo a este pirata.
Cuando terminó, la cara del prisionero no era más que una masa sanguinolenta. Reposaba apoyado en la pared de sus espaldas, respirando con dificultad. Y con la mueca.
- Vámonos de aquí. Quiero ver cómo está Iockvara. Además, tendré que volver a presentarte a los demás.
Abrió la puerta, pero se detuvo.
- Qué haces ahí parado?
Cleptómano, por fin, alzó la cabeza.
- Sander, necesito hablar con él. No pongas esa cara. Dame hasta la puesta de sol. Creo que le puedo sacar algo. Lo conozco. O eso creo.
- Ya podías haberlo dicho antes!
- Lo siento. Este hombre me jodió en el pasado. Me ha costado superarlo.
- Oh… Entiendo. Despáchate a gusto. Vendré con la puesta de Sol.
Y saliendo, cerró la puerta.
- Menos mal que se ha ido – El pirata hablaba despacio, con dificultad – Tenía que hablar contigo en privado, Clépt…
- Calla. Ni si quiera tendría que estar hablando contigo – Cleptómano miraba sin mover la cabeza, sólo con los ojos, y muy brevemente – No después de haberme abandonado.
- Eso no fue culpa mía. Me engañaron – Trató de alcanza al ladrón con una mano, pero este la apartó con un rápido movimiento. Luego miró con extrañeza. Al parecer, se había desatado las manos. Se ve que no era el único con años de experiencia.
- Eres un pirata, Barbamenta. No tengo que creerte.
- Pero uno honrado – Balbuceó. Cleptómano se encogió de hombros. Trató de darse la vuelta, pero no había tanto espacio, así que acabó en una incómoda posición de medio lado.
- Sé que no me crees – continuó Barbamenta – Pero nadie en mi tripulación es abandonado. Cuando supe que me habían engañado, castigué a ese cabrón y te busqué.
- Y por eso estás aquí, no?
- Sí… No – Aquello hizo que el ladrón mirase al pirata a la cara.
- K… Kja… Kjara – Consiguió articular.
Cleptómano abrió mucho los ojos. Comenzó a respirar con dificultad. Quiso maldecir, gritar algo, pero sólo llegó a hacer sonidos ahogados. La cabaña se le quedaba pequeña. Más de lo que ya era. Trató de salir, pero Barbamenta lo cogió por la muñeca. Un agarre muy firme y fuerte para alguien en su condición.
- No es lo que piensas…
Cleptómano se paró en seco. Se giró muy lentamente. Encaró al arrodillado pirata. Y lo soltó todo.
- Qué no es lo que pienso!? Y entonces qué es!? Esa bruja mató a mi familia! Me envió al Norte a buscar saben los Nueve qué! Con un grupo de mercenarios locos! Y ahora me envía al tipo que me abandonó para vigilarme!? Qué propósito tiene esto!? Acaso su magia aumenta con mi dolor!? Qué es esto!? Dímelo!
- Esos mercenarios – Explicó pausadamente - … Se supone que deberías reunirte conmigo… Ellos… Los contrató Armindol…
El ladrón se derrumbó sobre sus rodillas. Es que nadie le dejaría en paz? Primero, una sádica bruja. Ahora, un imperio entero. Qué tenía él de especial? Su cara? Eso era lo único, pero… Qué tenía que ver eso con nada? No podía ser tan especial. Sander parecía recordarlo a veces. Y Barbamenta siempre lo conseguía. No podía ser eso! Por qué no lo dejaban en paz? Por qué tenía que ser todo tan duro?
- No te preocupes… No creo que lo sepan – Trató de calmarlo, un tanto en vano – El Imperio Armindol opera con mucho secretismo.
- Pero entonces… Tú… - Cleptómano no era capaz de salir de su asombro.
- Tranquilo… - Con dificultad, Barbamenta se movió hacia adelante. Cogió por los hombros a su anterior tripulante, y poco a poco le dijo – Kjara me dijo dónde encontrarte, que te protegiera para alcanzar tu misión, o me abstuviera a la consecuencias. Me da igual. Te sacaré de aquí y te vendrás conmigo.
- No! – Exclamó, con los ojos desorbitados -  Os mataría a todos! Y luego ella me castigaría a mí! No quiero hacer este viaje solo! – Imploró, llorando -  No quiero estar solo!
- Está bien – Le contestó sonriendo. Una sonrisa bastante perturbadora, pues aún era un amasijo de sangre – Convénceles para poder ir con vosotros. Tendré mi ojo bueno puesto en ti todo el rato.
- Y tu tripulación?
- Les di órdenes estrictas. Si no vuelvo en dos meses, se van sin mí.
Cleptómano esbozó una sonrisa. Barbamenta amplió la suya. Y se abrazaron.
- Será difícil convencerlo. Haré lo que pueda. Ahora saldré. Tengo que volver a presentarme.
Nada más salir. Barbamenta volvió a atarse las manos con mucho arte. Apoyó la espalda en la pared, fingiendo seguir desvalido. Oyó las preguntas confusas de sus compañeros, la demostración de Cleptómano de que eran compañeros, la confirmación del iletrado líder sobre su identidad. Mientras se alejaban, escuchó cómo el tal Iockvara se había recuperado bien. Eso era bueno. Aumentaba las posibilidades de entrar en la pandilla. Se alegró. Ningún pirata era abandonado.

Y menos uno que necesitaba ayuda tan desesperadamente.